¿Qué es “la filosofía del entusiasmo”? En principio, nada que haya inventado Alejandro Rozitchner. Sin embargo, hasta Terry Eagleton le dedicó uno de sus últimos libros a los “custodios de la alegría”. Uno de los apologistas del entusiasmo contra los que Eagleton apunta casi todo su Esperanza sin optimismo se llama Matt Ridley, un parlamentarista y “ex presidente no ejecutivo del Northern Rock, un banco que estuvo en el epicentro de la catástrofe financiera británica en 2008”, y cuya obra ilumina bastante bien con qué se “involucran” los “tipos que se involucran”, como escribe «Aki Tejerina». Pero, antes de llegar a eso, ¿de qué se trata este optimismo y este entusiasmo que atrae la atención de los CEO? Cualquiera puede completar el retrato de Matt Ridley en Google, pero lo esencial es más o menos esto: además de ser un parlamentarista conservador en actividad, su principal logro es una TED Talk “vista más de dos millones de veces” ‒“Cuando las ideas tienen sexo”‒ y la presidencia honorífica del International Centre for Life (el nombre es tan optimista y absurdo como la institución misma). Ahora bien, volviendo a la curiosidad de Eagleton, ¿por qué el “optimismo” de Ridley se publica en el Wall Street Journal? ¿Y por qué ‒en su modesta versión sudamericana‒ el macrismo estatiza a través de la Jefatura de Gabinete de Ministros una porción autóctona de ese pensar entusiasmado?
¿Políticos y banqueros optimistas y entusiastas? ¿Políticos y banqueros optimistas y entusiastas… que provocan “catástrofes”?
Las pistas están en ese rasgo a partir del cual el pensamiento se convierte en una figura bufonesca de la burocracia, sin por eso dejar de asomar su optimismo por el futuro en la ventanilla de pagos más cercana del presente (y respecto al “optimismo por el futuro”, Eagleton resuelve rápido el problema: “el futuro no es un valor en sí mismo, salvo, quizá, para los especuladores de Wall Street”). En uno de sus momentos más agudos, sin embargo, Eagleton analiza el problema del optimismo ‒“simplemente una peculiaridad del temperamento”‒ y su oposición a la esperanza ‒“una disposición más positiva que el deseo”‒ cuando involucra a las izquierdas. Si de acuerdo a Ernst Bloch la esperanza implica razón (doctas spes), ¿cómo entender, se pregunta Eagleton, el famoso eslogan político de Antonio Gramsci, “pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad?” Esa solía ser la advertencia para una izquierda a la que se le recuerda que una valoración lúcida de los problemas a los que se enfrenta puede convertirse, al mismo tiempo, en el debilitamiento de su resolución. Pero Eagleton se pregunta un poco más: ¿es esa disonancia cognitiva realmente la mejor política? ¿Es posible disociar tan fácilmente las dos facultades? Y en este punto el razonamiento se vuelve algo más pertinente ante el razonamiento de Rozitchner. Porque se podría considerar, escribe Eagleton, que las cosas van a salir bien aunque se espera que no sea así (más o menos lo contrario de lo que Gramsci recomienda). Sin embargo, Gramsci nunca deja de entender que, en general, la voluntad debe estar informada racionalmente para llegar a alguna acción constructiva (y esta, desde ya, es una cuestión más problemática hoy para la derecha que para la izquierda). Es en ese sentido que una voluntad “informada” y capaz de “construir”, incluso si está a la espera entusiasta de que las cosas “vayan a salir bien” ‒y ese podría ser el panorama más vehementemente optimista para la Alianza Cambiemos‒, queda enfrentada a lo que Rozitchner describe como “una locura crítica que atraviesa el pensamiento nacional”, una dificultad que, además, arrastra efectos nocivos sobre la “pasión”. Racionalidad, pasión, entusiasmo y pensamiento quedan, entonces, inevitablemente encerrados en un callejón incómodo. Y eso ocurre porque ni siquiera la observación más “entusiasta” y «pasional» aplicada como respuesta filosófica ante aquello “dañino” o “descontento” o “insatisfecho”, aquello que podría objetivamente ocurrir aunque todavía no haya ocurrido, sirve para afirmar que lo “dañino”, lo “descontento” o lo “insatisfecho” nunca vaya a ocurrir. Claro que, como dice Rozitchner, es valioso “que uno pueda querer algo”, ¿y quién podría creer que “las ganas de vivir” deban ser apartadas? El asunto es que, como escribe Eagleton, “al fin y al cabo Ridley tampoco ha muerto aún, pero haría mal en extraer una conclusión demasiado reconfortante de ese hecho”. Por lo demás, Fredric Jameson ya advirtió que no hay ideólogos del entusiasmo que no enmascaren contra los efectos más optimistas de la recesión, la inflación, los tarifazos, el endeudamiento, el desempleo, la pobreza, la recesión y los ajustes otra cosa que la fantasía lábil de un “futuro mejor”. Un futuro que solo puede imaginarse, apenas, como una versión mejorada del presente (de manera que, en realidad, no haya margen posible para ningún verdadero futuro). Aún así, tal vez la verdadera pregunta que el liberalismo debería hacerse es la siguiente: ¿es eficaz una gestión que apela al «entusiasmo» de los ciudadanos antes que al efecto genuino de la eficacia? ¿Qué lectura de lo público implica trazar una línea que se declara en problemas ante una falta hipotética de «entusiasmo»? A partir de ahí, tampoco resulta sorpresivo que esa mejora sin verdadero cambio entusiasme pronto a los propietarios del Wall Street Journal (o a sus subsidiarias), sobre todo cuando, en casi todo el mundo, incluyendo la Argentina, muchos ciudadanos tienden a sentir por los banqueros (y los CEO) apenas un poco menos de repugnancia que por los pedófilos o los calamares gigantes.
Ni siquiera la observación más “entusiasta” aplicada como respuesta filosófica ante aquello “dañino” o “descontento” o “insatisfecho” sirve para afirmar que lo “dañino”, lo “descontento” o lo “insatisfecho” nunca va a ocurrir.
Pero dejando la filosofía-no-tan-barata de lado, ¿no es más pertinente dilucidar si Rozitchner es un filósofo que “cometió el suicidio de sumarse a la política”, como escribe Tejerina, o es más bien un político que “cometió el suicidio de sumarse a la filosofía”? La primera afirmación obligaría a convalidar fantasías de sacrificio romántico compatibles con cualquier gacetilla publicitaria del PRO, lo cual podría ser otra sorpresa si Tejerina no trabajara, como efectivamente hace, para el sistema comunicacional del PRO (en la larga línea blanca del macrilarretismo municipal). Pero, por supuesto, cobrar por redactar halagos no es motivo suficiente para dar por inútiles tales halagos. Así que podríamos seguir un poco más. Y, en ese caso, ¿qué es exactamente lo que moriría a través de ese “suicidio de sumarse a la política”? ¿Un poco de honor previamente en venta? ¿El placebo de una vida intelectual en la “academia”? Respecto a esas peleas académicas “por un resto de guita”, peleas que, además, serían “irrelevantes” para la “academia” ‒porque, al parecer, la academia sería según Tejerina el verdadero contrincante del entusiasmo de Rozitchner‒, ¿la reciente derrota política de la Alianza Cambiemos nada menos que ante los becarios del Conicet ‒¡los becarios del Conicet!‒ no obligaría a reajustar un poco el parámetro mismo de la “irrelevancia”? ¿Resta entonces el “suicidio” de alguna reputación… en Twitter? ¿Pero a quién, además de la Alianza Cambiemos, que gasta más de 160 millones de pesos en redes sociales, le importa Twitter?
¿“Sumarse a la política” es “el máximo tabú del inframundo intelectual”? ¿Los intelectuales argentinos y la política estaban distanciados hasta que Rozitchner se inmoló en nombre de su fusión virtuosa?
El problema de ese razonamiento es que para inventar ese fantasma y después enfrentarlo, Twitter necesita transformarse en un “patio del colegio” donde, como observa Tejerina, “miles de ociosos y subempleados buscan combatir el tedio”. Vale la pena mencionarlo: en ese mismo “patio de colegio” con “subempleados” se reclutan muchos otros gacetilleros y publicistas en alquiler (y, como saben otros tantos twitteros hoy a sueldo del PRO, es también gracias a Twitter, entre otros servicios prestados, que Tejerina tiene hasta uno de esos programas espectrales con más presupuesto que audiencia en la radio municipal de la Ciudad de Buenos Aires; como sea, tal vez Twitter sí sea un territorio mediocre de batalla contra “la angustia existencial”, pero sin dudas también es una feria artesanal para los kioskeros del presupuesto público). Ahora bien, ¿es “sumarse a la política” realmente “el máximo tabú del inframundo intelectual”? O, puesto de otra manera, ¿estaban los intelectuales y la política irremediablemente distanciados hasta que Alejandro Rozitchner se inmoló en nombre de su fusión virtuosa? Solo en Argentina, y en apenas dos siglos apurados, dos siglos recorridos de izquierda a derecha y desde los palos hasta las urnas, incluyendo aventureros tibios, oportunistas neutrales y convencidos ingenuos, Pedro de Ángelis, Esteban Echeverría, Domingo Sarmiento, Bartolomé Mitre, José Ingenieros, Leopoldo Lugones, Alfredo Palacios, los hermanos Irazusta, Manuel Ugarte, Leopoldo Marechal, Juan José Hernández Arregui, Jorge Luis Borges, Rogelio Frigerio, Rodolfo Walsh, Julio Cortázar, Juan Carlos Portantiero, Beatriz Sarlo, Marcos Aguinis, Jorge Asís, Torcuato Di Tella, Ernesto Laclau, Horacio González, Ricardo Forster e incluso León Rozitchner son nombres ‒nada más que algunos, a simple golpe de Google‒ que desmienten la existencia de ese “máximo tabú”. Aún así, escribe Tejerina, “lo que dice Rozitchner es atendible”. ¿Pero… lo es? Desde ya, no tengo nada contra el buen Tejerina ni contra sus obligaciones laborales; es más, las pocas veces que lo traté en persona me pareció simpático, algo acelerado, es cierto, y tal vez un poco paranoico, e incluso con cierta tendencia a hablar sin decir nada comprensible mientras retiene el gesto de alguien al borde de un estornudo infinito. Pero, con esa salvedad establecida, ¿“en Argentina confundimos pensamiento crítico con obstruccionissssmo, mala leche y poner el palo en la rueda”? Eso suena más estúpido que simpático, incluso más estúpido que provocador, y por eso, tal vez, merezca alguna respuesta.
La trampa freudiana estaría en que Alejandro Rozitchner, a pesar de las apariencias, hace exactamente lo mismo que en su momento hizo León Rozitchner.
Por mi lado, termino con esto: obviando el hábito de la mera obediencia laboral, ¿qué se supone que pronuncia sobre la intelectualidad o sobre la política una defensa de este o de cualquier otro empleado del PRO sobre las opiniones de Alejandro Rozitchner? Porque incluso esa relación sui generis entre “pesimismo” y “quedarse de brazos cruzados” resulta absurda. Sin conciencia de la diferencia, sin movimiento dialéctico, sin aquello “pesimista” capaz de asignarle su valor a lo “optimista”, no solo no habría pensamiento ni filosofía, sino que tampoco habría necesidad de comunicadores ni publicistas a sueldo de ninguna revolución de la alegría. ¿Para qué manifestarían su “entusiasmo” quienes vivieran finalmente bajo el totalitarismo del entusiasmo? En ese punto, pero también en casi cualquier otro, toda la pseudoexégesis del videito de Rozitchner que plantea Tejerina se empolva en líneas y líneas y líneas de ingenuidad y estupidez. Desde ya, es muy posible que, después de la publicación del sueldo que recibe por su asesoría comunicacional, Rozitchner desaparezca, al menos por un rato, de los medios. ¿Pero es cierto que “al final no perdieron nada” y “bien que se divirtieron indignándose”, como dice Tejerina sobre Twitter? Tal vez los 63.925 pesos con 63 centavos que Rozitchner cobra cada mes por sus «consejos de redacción» sean una diversión twittera prescindible (y, ya que estamos, ¿cuántas veces se repitió este año que «el gobierno tiene problemas para comunicar»?). Ahora bien, si uno tuviera que darle algún giro más interesante a esta historia, la trampa freudiana estaría en que Alejandro Rozitchner, a pesar de las apariencias, hace exactamente lo mismo que en su momento hizo León Rozitchner. El mismo Alejandro, de hecho, describe esa sumisión ante el poder en estos términos: “Mi padre terminó apoyando a un gobierno hiper corrupto e ineficaz como el gobierno anterior. Escribió artículos a favor de Cristina, perteneció a Carta Abierta”. Entonces, ¿de qué entusiasmo hablamos? ¿De qué política? ¿Qué pensamiento crítico? ¿Cuál es la negatividad? Tal vez entre una y otra versión cortesana de la filosofía apenas queden algunas diferencias respecto a las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios. Y hablando de nombres propios, ¿Aquiles Minieri no es mucho mejor nombre que «Aki Tejerina»?////PACO