Cuando William Wymark Jacobs publicó en 1902 La pata del mono, aquella historia entre las preferidas de Jorge Luis Borges en la que a una madre se le concede el deseo de que su hijo vuelva de la muerte, faltaba más de un siglo para que la tecnología CGI (“imagen generada por computadora”, en inglés) reviviera a Peter Cushing en su rol de Gran Moff Tarkin, el más pertinente Comandante de la Estrella de la Muerte de la saga Star Wars. Como en la historia de Jacobs, los 22 años que Cushing llevaba muerto hasta su “resurrección” en Rogue One: Una historia de Star Wars tampoco fueron insuperables. Reanimado en la pantalla por Lucasfilm y Disney, su vívida capacidad para actuar y relacionarse con personajes de carne y hueso se logró gracias al registro detallado de sus rasgos faciales y su voz, un compendio audiovisual que vuelve posible cualquier reparto de actores más allá de las restricciones naturales del tiempo y el espacio.
Los años que Cushing llevaba muerto hasta su “resurrección” en Rogue One: Una historia de Star Wars no fueron insuperables.
Por eso, si bien la tecnología CGI no es una novedad en el cine, donde hasta el Titanic volvió a flotar y Game of Thrones desnudó a actrices que en realidad estaban vestidas, su perfeccionamiento no pasa desapercibido. Robin Williams, por ejemplo, especificó antes de suicidarse en 2014 que ni su nombre, ni su imagen, ni su aspecto (y ni siquiera su firma) podían usarse hasta 2039, para evitar así lo que pasó con Cushing y lo que se hizo antes con Audrey Hepburn (muerta en 1993, fue insertada digitalmente en una publicidad de chocolates de 2013 que puede verse en YouTube). Pero con Hollywood convertido, al fin, en un “cementerio indio” como el que Stephen King ‒inspirado en La pata del mono‒ imaginó en su novela Cementerio de animales, una tierra capaz de devolver entre los muertos a cualquiera, ¿es la imagen de los actores el auténtico problema? Invocando la presencia virtual de Slavoj Žižek, ¿no debería formularse una pregunta más amplia sobre la verdadera “identidad ideológica” de la tecnología CGI?
¿No debería formularse una pregunta más amplia sobre la “identidad ideológica” de la tecnología CGI?
De hecho, esa antigua tentación de objetivar y reducir al otro a una porción segmentada y utilitaria de su existencia subjetiva, transformándolo en un autómata obediente, ¿no encuentra hoy su máxima realización cotidiana en las redes sociales? ¿No deambulan ahí casos menos espectaculares que Cushing, en los que legiones de “silenciados”, “reportados” y “bloqueados” son igualmente incapaces de desafiar el inviolable guión de nuestra tranquilidad? Sin presupuestos millonarios ni elencos célebres, la capacidad para neutralizar actitudes “incómodas” y restringir “representaciones” por fuera de los límites exigidos por nuestras posiciones individuales se dio primero en los términos de lo que el politólogo estadounidense Eli Pariser llamó “burbuja de filtros”, según lo cual los usuarios “filtran” a quienes no interpretan el mundo como ellos ‒revelando el límite de esa visión romántica de internet como espacio de comunión para todas las opiniones‒, hasta alcanzar lo que la artista y crítica alemana Hito Steyerl llama “imagen pobre”.
¿Qué significa que las plataformas a las que se conecta la mitad de la población mundial permitan reducir al otro a una versión intelectualmente desmaterializada?
Y es precisamente esta noción del otro transformado a piacere en una imagen pobre, “en el fantasma de una imagen, una miniatura, una idea errante en distribución gratuita, el detrito de la producción audiovisual”, como escribe Steyerl en su ensayo Los condenados de la pantalla, la que ilumina también la esencia de la radicalización de los conflictos alrededor de la política y la sociedad, el multiculturalismo e incluso “la guerra de los sexos”, al menos como circulan en la web. En tal caso, que el nuevo presidente de los Estados Unidos congregue todas estas tensiones apenas desde Twitter, diseñando en 140 caracteres las coordenadas de bandos que se imaginan irreconciliables, no es un detalle para desestimar. ¿Qué significa, entonces, que las plataformas a las que se conecta la mitad de la población mundial para afirmar y defender modelos diversos de convivencia colectiva sean, al mismo tiempo, las plataformas que también permiten reducir al otro a una versión intelectualmente desmaterializada? Para el filósofo inglés John Gray esas son las contradicciones que nos recuerdan que Sigmund Freud ‒en la misma época que Jacobs publicaba su historia‒ no creó una cultura en la que “cada una de las dificultades humanas se enfoca como si fuera un problema de ajuste psicológico”, como escribe en El silencio de los animales, sino que “la originalidad de Freud reside en aceptar que la enfermedad humana no tiene cura”.
Quien mire los ojos de ese Peter Cushing revivido por la tecnología CGI no va a dejar de experimentar el perturbador Valle Inquietante.
El problema, por lo tanto, no se desnuda al señalar de manera hipócrita hacia la intolerancia, como si esa fuera la gran tragedia simbólica de nuestra época ‒igual que cuando se alude a la “incorrección política” como la voz terrible contra el progresismo‒ sino al pensar en qué términos ese inevitable (y muy humano) deseo de intolerancia se disfraza cínicamente de su opuesto, la tolerancia. Alrededor de esta paradoja, ni La pata del mono ni Cementerio de animales evitan el fin de la fantasía. Y así como la versión tolerable del otro que facilitan las redes sociales es la que lo reduce a una imagen pobre, lo que vuelve de la muerte, como señaló Freud, no es la vida como era sino su versión siniestra, una vida prisionera de “un horror que engendra horror, una especie de aborto divino”, como dice Stephen King. Por eso aunque Rogue One: Una historia de Star Wars no sea una película de terror, tampoco está eximida de una verdad inevitable: quien mire los ojos de ese Peter Cushing revivido por la tecnología CGI no va a dejar de experimentar el perturbador Valle Inquietante que, según la robótica, define la singularidad de lo humano ante lo casi humano.
¿No es la frágil pretensión de “destraumatizar” lo que debería ser traumático el gran síntoma ideológico de la tecnología que nos rodea?
Aunque, ¿no es al fin y al cabo esa frágil pretensión de “destraumatizar” lo que debería ser traumático el gran síntoma ideológico de la tecnología que nos rodea? O, formulado de otra manera, ¿qué entendimiento es posible en un sistema de representación tecnológica que privilegia el narcisismo, neutraliza la disidencia entre los interlocutores y disfraza el trauma absoluto de la muerte? No es un detalle que Mark Zuckerberg tenga un equipo de 12 personas dedicadas a limpiar los comentarios molestos en su perfil de Facebook, ni que aquella “era del pop fanática de una conmemoración que obstaculiza la capacidad de avanzar de nuestra cultura”, como la definía Simon Reynolds en Retromanía, logre reactualizarse al arrancar de su pasado a los muertos para convertirlos en títeres del presente (“fue un montón de sangre, sudor y lágrimas… de Lucasfilm, así que fuimos por todo o nada”, dijo el director de Rogue One). Aún así, en lo que Steyerl llama “la sociedad de clases de imágenes” la contradicción clave sigue siendo la que, al negar las condiciones genuinas para un intercambio con lo extraño, radicaliza bajo la apariencia de un diálogo lo que es un soliloquio monocorde. Pero, otra vez, ¿sería sensato esperar que la tecnología humana resolviera la intolerancia y reparara el miedo ante el otro? ¿No sería ingenuo pretendernos incapaces de condenar a un otro siempre traumático ‒con fantasías e ideas que desafían a las nuestras‒ a una imagen pobre? Y, de hecho, ¿no significaría eso someterse a un chantaje moral según el cual oír al otro nos obligaría a comprenderlo y aceptarlo?
Tras la muerte de Carrie Fisher, Disney aclaró que “no tiene planes de recrearla como la Princesa Leia”. Nadie había preguntado.
Žižek acierta al diferenciar ahí entre un ejercicio de tolerancia que permite descubrir al otro como un individuo profundamente dolido y desesperado, alguien que solo anhela compañía y amor, y el límite insuperable de esa máscara engañosa con la cual se sostiene “la historia interior que nos contamos sobre nosotros mismos a fin de explicar lo que hacemos, y que es básicamente una mentira, ya que la verdad reside en el exterior, en lo que hacemos”. (¿Y si entonces, pregunta Žižek con cualquier fundamentalista contemporáneo en mente, cuanto más comprendemos de ese otro, más es nuestro enemigo?). La trampa es que el sentido ideológico que estructura nuestra tecnología también estructura lo que experimentamos como realidad. Así que, ¿por qué un mundo en el que lo indeseable se anula con un click y los muertos viven alegres sería nocivo? Sin inquietudes, sin riesgos y con la sensibilidad de cada individuo a resguardo, la figura del otro sigue así adecuándose a nuestros caprichos e intereses. Sin embargo, no todo resulta tan sereno como parece. Y ya no se trata de la “inesperada” victoria electoral de Donald Trump. Tras la muerte de Carrie Fisher, por ejemplo, Disney aclaró que “no tiene planes de recrearla como la Princesa Leia”. Nadie había preguntado y por eso nadie se lo creyó////PACO