Cuando muere un escritor, se cierra algo más que una biografía. Pueden seguir apareciendo libros con su firma. Casi es una garantía hoy que van a surgir nuevas publicaciones con su nombre: papeles encontrados, libros póstumos, hallazgos de manuscritos y reediciones corregidas. Pero la novedad comienza a palidecer. La muerte la esmerila. El dique que administra el fluir del agua creativa comienza a secarse. Se hablará mucho o poco de ese autor que ya no está, se elogiará su obra, se lo recordará en determinadas fechas, leeremos viejas entrevistas o ligeros homenajes. Pero hay algo que se termina. Y ese final resulta solidario con la cultura de los libros, con la neurosis lectora, con ese fetichismo impuro. De ahí que experimentemos cierto confort. Frente a la muerte del autor pensamos: ahora voy a poder asir esta obra porque ya no va a existir una fuga hacia adelante, ni lo imprevisto, ni lo nuevo. El ingreso del autor al espacio mítico de la no existencia trae esas garantías.
Robin Wood murió el 17 de octubre pasado. La fecha nos señala, no sin ironía, una pertenencia popular y masiva. Pero ¿qué inaugura la muerte en él? Su mito ya le pertenecía. Quizás por eso, el cambio final no resulta tan abrupto.
Robin Wood fue guionista de historietas, fue paraguayo, fue australiano, recorrió el mundo y, mientras lo recorría, contó historias para ganarse la vida. No compartió nunca el espacio de los intelectuales latinoamericanos, ni sus manías. Era un creador excepcional, irrepetible, un artesano refinado, un escritor independiente, responsable de un éxito que le daba público y lectores, dos entidades amorfas que casi nunca son lo mismo. Además, ganó fortunas. Dentro de la historieta, hizo todos los géneros, destacándose en la épica, una forma abandonada por la literatura del siglo XX. Él fue, de hecho, el que nos enseñó esa forma de violencia lírica a las generaciones más recientes. Se leía la Ilíada en la escuela y luego, fuera de la escuela, otros personajes nos volvían a contar esas historias ecuménicas. Por todo esto parecía siempre estar más allá, ser otra cosa, ser de otro lado.
Hay muchas anécdotas sobre su capacidad de trabajo. Elijo esa en que un editor de Columba le señala tres pequeños cambios en un guión. El guionista lo escucha, paciente. Luego rompe el guión y responde: “me resulta mucho más fácil escribir otra historia que arreglar esta.” Ese poder se siente cuando se lo lee. Robin Wood fue, así, alternativamente, un autor shakesperiano de voces, climas y semblantes, pero también un personaje shakesperiano que lo desbordaba todo en gesto barroco. La historieta como vehículo para su dramaturgia lo hacía parecer, al mismo tiempo, anterior y posterior al cine pero también anterior y posterior a los libros.
Hace algunos años compartí un almuerzo con Juan Sasturain, actual director de la Biblioteca Nacional y referente del mundo de la historieta argentina. Cuando le pregunté sobre Robin Wood, me respondió: “es un facho.” Después, sin matices, alargó el adjetivo a todos los creadores de Columba: “era gente a la que le gustaban los fierros, esas revistas se leían en los cuarteles.” Sin embargo, enseguida dijo que estaba preparando una serie de diez emisiones para televisión y que una iba a estar dedicada a Robin Wood. La respuesta me decepcionó dos veces. Primero por la brutalidad de sus razones, luego, por la tibia aceptación de su error.
Por momentos, Robin Wood recuerda un personaje exitoso de Roberto Arlt. Aunque es conocido por sus lacerantes perdedores y por una amplia gama de miserables, Arlt también imaginó la felicidad. Y Robin Wood se parece mucho a eso que Arlt habría querido para él y para los pocos hombres felices de sus narraciones.
Insisto: Robin Wood fue, sin mucho margen para la duda, el escritor paraguayo más importante de todos los tiempos. La discusión puede ser por el segundo más importante, pero el primero por obra, calidad, cantidad y talento fue él. Posiblemente también haya sido el escritor australiano más importante de todos los tiempos. Agrego que quizás sea el guionista de historietas más importante de la Argentina.
Como ya lo señalé, hay algo de Nippur, de Gilgamesh, de Pepe Sánchez, de Mojado, que se refleja en la figura misma de Robin Wood. Esos personajes, que parecen ser producto de la fantasía, de la imaginación, de la expoliación de la historia, esos personajes lejanos, terminan encontrándose en su autor. Es posible percibir algo confesional, testimonial, en ellos. Hay lazos que unen la Venecia de Dago con la década del 60 en Buenos Aires y la década del 80 en Roma o Madrid. Se percibe una errancia, y un diálogo en esa errancia.
Todas las narraciones épicas se parecen. Pero Robin Wood llevó el modelo de la épica, con sus combates singulares, su coraje y sus momentos de distensión y meditación, a una especie de continuo atómico lleno de poesía y detalles. El mismo Robin Wood contó en más de una ocasión que a veces escribía un guión, lo daba a dibujar y no quedaba conforme con el trabajo del dibujante. ¿Y entonces? Primero, excusaba al artista. Dibujantes y coloristas trabajaban mucho y de forma muy exigida para ganarse la vida. Después, su respuesta era escribir la misma trama pero para otro personaje. Esa capacidad de concentración, esa habilidad para llevar, traer, repetir y alternar, era producto de una certeza: “La única historia que escribo una y otra vez es la única historia que conozco y que vale el esfuerzo contar: un hombre cae y se levanta.”
El talento es misterioso y nos trasciende en nuestra mera existencia material. Robin Wood no murió. Es su cuerpo el que deja este plano de realidad. Él sigue vivo en la aventura que nos lega, como un don, su paso por este mundo.///PACO