Romantizada la pobreza, estetizada la marginalidad e hiperexplotado el recurso de “lo criminal”, A la cárcel (Alto Pogo, 2018) deja de lado esta burocracia del realismo bien pensante para proponer una serie de preguntas novedosas alrededor del mundo carcelario y sus dogmas. Tal como lo concibe el escritor Gonzalo León en su contratapa, esta primera novela de Ricardo Elías resulta “inesperada para la narrativa chilena”: parte del dilema clásico del escape pero impone un desafío mayor a través de la parodia. ¿Qué sucede cuando los reclusos encuentran una razón para permanecer adentro y las fantasías del afuera dejan de ser el objetivo? ¿Cómo florecen los vínculos entre hombres cuando los convoca un sueño en común? ¿Cómo se redefine la idea de libertad cuando lo que nos fascina está en nuestro poder? Sin quemarse su caudal, y sin caer en maniobras agoreras, la lectura política de A la cárcel masacra las nociones institucionales regentes y pone de rodillas las realidades penitenciarias de sistemas saturados, donde el abandono y la negligencia del Estado son el precio de la supervivencia: “La rueda pues, Lillo, la rueda. En todas partes hay ruedas y las ruedas deben girar”, dirá el Alcaide de la prisión construida en el mundo de Ricardo Elías.
En la presentación de A la cárcel, hablaste de la solemnidad de los chilenos, el susurro con el que tienen que hablar de ciertos temas. Sin embargo, en la novela elegís lo humorístico para atravesar ese muro. ¿Por qué el humor?
En general, la literatura chilena trabaja mucho el drama. Lo típico es la tónica es triste, porque el chileno es así, cabizbajo, introvertido. No es hacia afuera, no es como acá [en Argentina] que todos son extrovertidos: el chileno es hacia adentro, es interior y creo que por eso hay tanto desarrollo de poesía. Mi idea fue trabajar el humor porque siempre me ha llamado más la atención y se sabe que hacerlo es difícil, sobre todo en lo literario. Me gusta que sea un desafío. Por otro lado, yo creo que la crítica social con humor es distinta. Cuando se muestran fotos de heridos por la guerra en Facebook, imágenes que se suben todo el tiempo, nos termina insensibilizando, no genera ningún cambio, uno no quiere ver más. El recurso humorístico —cuando se usa el sarcasmo o la ironía— hace parecer algo que es muy evidente en algo ridículo y dispara una reflexión. En ese sentido, pienso que el humor es más potente. El drama es uno y es profundo per se, pero el humor tiene dos etapas: puedes reírte y pasar un rato agradable pero también puedes quedarte pensando.
La novela funciona en esos dos niveles, muchas veces después del chiste hay algo más que uno puede rumiar. ¿Por qué transcurre en una cárcel y no en un supermercado? ¿Qué te atrajo de esa institución?
Hay dos mundos, ¿cachai? Si tú haces algo mal, en esta sociedad, te vas a la cárcel. Te privan de la libertad. Nosotros aquí estamos tomando un café y sentimos que somos libres, pero no lo somos en ningún sentido, hay reglas que tenemos que obedecer. El asunto de estar encerrado tras una reja, en una jaula, es super fuerte. Es muy llamativo y hay un universo entero en esa otra parte del mundo. Para la iglesia, está el infierno y el paraíso, ¿cachai? Para los demás, está esto: las calles por un lado y la cárcel por el otro. Claro que las películas y los libros sobre la cárcel me han influido mucho para escribir la novela. Pero creo que tiene que ver con esos dos niveles de lectura. Lo que hablan los presos de la novela es ridículo, quizás, hasta puede ser muy gracioso, pero después termina el capítulo y hay algo que es muy dramático. Estos presos que hablan esas estupideces están encerrados entre cuatro paredes. Hay una forma y un fondo, y eso me parece mucho más interesante que mostrar el cliché del recluso. Si cuando hablamos de una cárcel, todos imaginamos lo que es, existe un imaginario universal y me gusta trabajar con eso.
Hay una forma y un fondo, y eso me parece mucho más interesante que mostrar el cliché del recluso. Si cuando hablamos de una cárcel, todos imaginamos lo que es, existe un imaginario universal y me gusta trabajar con eso.
Aparece otra vez la idea de encierro, ¿no?
Sí, la cárcel mental chilena que es la solemnidad. En Chile estamos encarcelados, todos dicen que es post dictadura porque a todos nos gusta echarle la culpa a la dictadura, que también puede ser, por supuesto. Estamos enjaulados emocional e intelectualmente. Eso hace que la literatura en Chile sea muy homogénea, que se escriban solamente autoficciones, relatos del yo. No hay posibilidad de otra cosa. Somos muy encarcelados, ¿cachai? Si en Chile se instala una idea nueva que comienza a dar vueltas, todo el mundo tiene que creer en eso, no en nada distinto. La iglesia también nos tiene muy oprimidos.
Claro, entre la Cordillera y el Océano…
Sí, Chile es una cárcel. Eso nos pasa y tenemos esa mentalidad.
La gracia es cuando se ve el hilo, y cuando asoma y se ve claro, ahí es cuando empiezo a tirar de él. Y no me gusta dar soluciones, que es algo que le gusta hacer a muchos escritores.
La novela está sembrada de giros filosóficos y de crítica social. Hay una comparación de la pintura rupestre de las cavernas con los dibujos que los presos hacen en las celdas, hay preguntas sobre el origen del bien y el origen del mal, hay preguntas sobre la delincuencia, sobre si el crimen es un mal adquirido o un mal con el que se nace. ¿Surgió intencionalmente o fue madurando con el texto?
Hay una intención pero lo dejé también para que surja solo. Quería que la novela me fuera llevando. Siempre se elige una problemática que se quiere plasmar, pero se va haciendo sola muchas veces. De repente, la mía no fue tan clara pero la historia misma me ayudó a definirla. Al revés de lo que se suele hacer, de armar una estructura alrededor del tema del que se quiere hablar. Yo lo fui encontrando a partir de la historia. La gracia es cuando se ve el hilo, y cuando asoma y se ve claro, ahí es cuando empiezo a tirar de él. Y no me gusta dar soluciones, que es algo que le gusta hacer a muchos escritores. Me gusta plantear el problema y dejarlo ahí a la usanza, para que lo tome quien lo quiera.
¿Te parece que el escritor que da soluciones está subestimando al lector?
Absolutamente. Es demasiado soberbio. Nadie tiene soluciones. Lo que más tenemos son preguntas.
A la cárcel rompe con algunos clichés. Primero con el de la cárcel que, por momentos, se convierte en un lugar donde a uno le gustaría estar. Por otro lado, rompe con el modelo de masculinidad de un preso. Son mostrados como personas sensibles, que toman clases de origami y de escultura. La amistad forjada entre ellos es muy genuina y auténtica, va al choque con la imagen de las publicidades de fútbol y cerveza, donde los amigos sólo se juntan a tirarse pedos y eructar. ¿Qué me podés decir de esa sensibilidad que mostrás?
Creo que estamos muy influidos por el cine gringo, porque nos da pautas de cómo tenemos que pensar y cómo nos tenemos que ver. Pero debajo de esa alfombra, la del cliché, está lo que verdaderamente pasa y lo que uno tiene que descubrir. Si uno se detuviera a hacer una observación, se daría cuenta de que la gente es muy distinta a lo que muestra ser o lo que dice que es. Yo lo llevo a lo que fue nuestra dictadura militar, un evento histórico super sanguinario. El jefe de la DINA —Dirección de Inteligencia Nacional, organismo represor—, era un genocida que mandaba a matar gente, y Villa Grimaldi, que es como la ex Esma de aquí, es un lugar donde se mató mucha gente. Era una hacienda tomada por los milicos y allí había una torre donde desapareció muchísima gente. Los que entraban a la torre, no salían vivos. Los sacaban muertos en helicóptero. Solo uno pudo salir vivo, que pudo esconderse malherido. Pero todos los demás, estaban en esa conejera, sin saber si era día o noche, lastimados, torturados. Al lado de esa torre había una piscina. Torturaban gente en el invierno y en el verano, los agentes de la DINA llenaban esa piscina e invitaban a sus familiares a pasar el día, a niños y abuelitos a bañarse ahí mismo, mientras en la torre de al lado había gente muriéndose. Esa dicotomía humana demencial, esa distancia entre lo que somos y no somos, es lo que me parece interesante, ¿cachai? De alguna manera, y salvando las distancias, los presos de la novela reflejan esa dualidad, pero lo llevan por otro lado, te dan ganas de hacerte amigo de ellos. El personaje del alcaide tiene una relación amistosa con sus reclusos, incluso paternalista, porque en esa cárcel se generan esas cuestiones. Aunque los presidiarios sean lo más malo que existen. Me parece interesante involucrar al lector en esas dualidades del ser humano.
Me da la impresión de que de repente en Chile solamente se escribe desde un lado, la historia reciente, la autoficción. Acá se escribe ciencia ficción, terror, policiales lisérgicos, es extraordinario.
¿Por qué publicar en Argentina y no en otro lado?
Esta novela se ganó un premio en Columbus, Ohio, en Estados Unidos, en el marco de fomento a la escritura latinoamericana. Está publicada allá, y solo se comercializa esa versión en Amazon y en Barnes & Nobles. Marcos Almada, de Alto Pogo, quiso editarlo en Argentina para América Latina. Aquí hay más mercado, se lee mucho más, hay más temas. Me da la impresión de que de repente en Chile solamente se escribe desde un lado, la historia reciente, la autoficción. Acá se escribe ciencia ficción, terror, policiales lisérgicos, es extraordinario. Fue una buena decisión.
¿Cuál es el mejor libro que leíste y cuál es el peor?
El mejor, mi favorito, es El conde de Montecristo, de Dumas. Ese lo tiene todo. Me voló la cabeza. ¿Y el peor? Me pones en problemas. El peor es Cómo leer un libro, de Adler. Nunca lo entendí bien/////PACO