Tecnología de la imagen e imagen de la tecnología
¿Qué tienen en común Viaje a la Luna (1902), la película de Georges Méliès donde se incrusta un cohete en la cara lunar, e Interstellar (2014), el magnum opus de Christopher Nolan? Ambas presentan al espectador un mundo imposible de reconocer, una promesa de las maravillas o pesadillas del futuro posible; ambas crean estos nuevos universos visuales a través de la manipulación de la tecnología misma del dispositivo cinematográfico. La historia del cine de ciencia ficción es inseparable de la historia de los efectos especiales. Todas las películas canónicas del género son recordadas por expandir los límites de lo que era posible ver en el cine: la fabulosa mujer-robot de Metrópolis (1927), el viaje en gravedad cero de 2001: odisea del espacio (1968), la abrumadora Los Angeles del futuro en Blade Runner (1982) o el kung-fu que desafía las leyes de la física en Matrix (1999). El cine mismo podría haber sido un sueño de los primeros escritores de ciencia ficción: un aparato fabuloso capaz de hacer presente lo ausente. La especificidad del cine de ciencia ficción, a diferencia de la literatura, está en su relación con el potencial tecnológico del medio mismo.
Un clásico imprescindible es Primer (2004), de Shane Carruth, que sorprendió al ganar el premio mayor del festival de Sundance y que hoy suele ser calificada con esa ambigua denominación, que combina admiración y desconfianza, de “película de culto”.
Sin embargo, en los últimos años, desde esa región difusa habitualmente llamada “cine independiente” ha surgido una serie de películas que desafían esta regla; películas que hacen poco o ningún uso de los efectos especiales y que utilizan premisas de ciencia ficción como disparadores de preguntas sobre lo humano y no como justificadoras de un fabuloso mundo visual. Podemos rastrear este nuevo cine raro hasta fines de la década del ‘90, con películas como Cube (1997), de Vincenzo Natali, o Pi (1998), del por entonces desconocido Darren Aronofsky. Aún más allá, podemos ver antecedentes en viejas series como La dimensión desconocida y Rumbo a lo desconocido, y en películas de cine arte como Alphaville (1965), de Jean-Luc Godard.
Un clásico imprescindible de esta nueva retro sci-fi es Primer (2004), de Shane Carruth, que sorprendió a muchos al ganar el premio mayor del festival de Sundance y que hoy suele ser calificada con esa ambigua denominación, que combina admiración y desconfianza, de “película de culto”. Primer cuenta la historia de dos amigos, Abe y Aaron, inventores de garage, que accidentalmente descubren la forma de fabricar una máquina del tiempo, la cual, una vez encendida, les permitirá viajar desde el futuro hasta el momento mismo en que comenzó a funcionar. El primer uso que le dan es el de ganar dinero en la bolsa; sin embargo (en una variante narrativa típica del género, la del inventor que descubre una tecnología demasiado avanzada), los hechos comienzan a salirse de cauce y la desconfianza surge no sólo entre los amigos sino también entre las versiones futuras de ellos mismos, que parecen querer volver en el tiempo para sabotear todo el viaje. La premisa del viaje en el tiempo genera una complicadísima narración que sorprende constantemente al espectador, que deberá recomponer por su cuenta el complicado entramado de traiciones y viajes temporales. Mike D’Angelo, crítico de Esquire, afirma que si alguien dice entender todo lo que sucede en Primer habiéndola visto una sola vez es o un genio o un mentiroso. El presupuesto de Primer provoca casi tanta perplejidad como su argumento: fue filmada por apenas 7.000 dólares, una suma que en Hollywood no llegaría a pagar los almuerzos de los ejecutivos que se reúnen para discutir un guión.
Nostalgia del futuro
La máquina del tiempo ha sido tradicionalmente un emblema de la imaginación tecnológica cinematográfica, desde el colorido artilugio victoriano de La máquina del tiempo (1960) hasta el futurista DeLorean de Volver al futuro (1985). Sin embargo, en Primer la máquina no es más que una caja gris con cables y cintas pegadas, que emite un zumbido de heladera. Otro ejemplo de tecnología poco vistosa es Moon (2009), la historia de un astronauta varado en una estación lunar, que retoma muchos elementos de las películas de viajes espaciales. La solícita computadora de la estación, que tiene la voz de Kevin Spacey y se comunica con emoticones, es una referencia ineludible a HAL 9000. Pero si 2001 buscaba asombrarnos con las imágenes de una carrera espacial que estaba por comenzar, Moon nos muestra una Luna en blanco y negro igual a la que se vio por televisión hace más de cuarenta años, y a la que dejamos de ir hace más de treinta.
La solícita computadora de la estación, que tiene la voz de Kevin Spacey y se comunica con emoticones, es una referencia ineludible a HAL 9000.
El uso más radical de esta imagen nostálgica de la tecnología está en Computer Chess (2013), de Andrew Bujalski, que transcurre en los ‘80 durante un campeonato de ajedrez por computadora. Lo que al principio parece una comedia mumblecore (especialidad del director) va girando después hacia motivos de ciencia ficción, en particular los típicos de Isaac Asimov. En esta película las computadoras son pesados muebles que los personajes arrastran por los pasillos del hotel, con pequeños monitores de fósforo e impresoras matriciales. La característica fundamental de Computer Chess es que manipula el dispositivo cinematográfico no en busca del futuro sino del pasado: está filmada con tres cámaras tubulares Sony de los ‘70, viejas reliquias tecnológicas que la producción debió rastrear por eBay.
El film-acertijo
En el festival de Sundance del 2011, siete años después de la consagración de Carruth, se estrenaron dos películas escritas y protagonizadas por la bella Brit Marling: Another Earth y Sound of my voice. Dirigidas por dos amigos de Marling, Mike Cahill y Zal Batmanglij, respectivamente, comparten muchas características formales con Prime. En Another Earth, una Tierra paralela, exactamente igual a la nuestra, aparece un día lejana en el firmamento. Este nuevo mundo se vuelve una esperanza de redención para Rhoda, la protagonista, hasta que el plano final obliga al espectador a reevaluar toda la historia. En un segundo visionado, se pueden descubrir indicios de que algunas escenas no mostraban al mismo personaje sino a la Rhoda de la Tierra paralela. En Sound of my voice, la joven líder de una secta dice venir del futuro (una trama similar a la de Hombre mirando al sudeste, K-Pax y The man who fell to Earth). El film es generoso en pistas que indican que ella es realmente una viajera del tiempo, así como en indicios de que es solamente una simuladora. La contradicción no se resuelve, sino que conduce a un final abiertamente ambiguo.
En el caso de Carruth, los procedimientos formales acompañan a este desarrollo ambiguo de la trama. El montaje en sus películas muchas veces elide marcadores de temporalidad, espacialidad y causalidad, con cortes innecesarios desde el punto de vista de la narrativa clásica. En su segunda película, la excelente Upstream color (2013), las conversaciones entre sus dos protagonistas se cortan y entremezclan, mientras intentan reconstruir la memoria de un hecho traumático. Este tipo de montaje se combina hábilmente con la ausencia de exposición. Si en Inception (2010) los personajes pasan larguísimos minutos explicando una y otra vez lo que sucede y las reglas del mundo del sueño, en las películas de Carruth todo el trabajo de explicación queda en manos del espectador. Primer exige, no para disfrutarla, pero sí para entenderla, ser vista una y otra vez.
La ciencia ficción funciona en estos films como el catalizador de cuestionamientos estructurales al modo narrativo gracias a las particularidades de ciertos motivos recurrentes del género: los viajes en el tiempo, los clones, los mundos paralelos.
El método de dejar pequeños indicadores visuales para el espectador reconstruya la historia no es nuevo. Thomas Elsaesser, en su ensayo The mind-game film, lo rastrea hasta la década de 1910, en la que el director alemán Joe May producía películas detectivescas que no revelaban la identidad del asesino sino que ofrecían premios a los espectadores que, atentos a las pistas, pudieran identificarlo. Elsaesser observa que el film-acertijo es una tendencia creciente desde mediados de los ‘90, con películas como Memento y Lost highway. Este cine acompaña una evolución en la manera de producir y consumir los textos propuestos por Hollywood y la televisión estadounidense, una nueva forma cinematográfica que cuestiona los pilares clásicos de la redundancia y la coherencia. La ciencia ficción funciona en estos films como el catalizador de cuestionamientos estructurales al modo narrativo gracias a las particularidades de ciertos motivos recurrentes del género: los viajes en el tiempo, los clones, los mundos paralelos.
La imagen extraña
En Introducción a la literatura fantástica, Tzvetan Todorov define al género fantástico como una incertidumbre entre lo real y lo imaginario. En un mundo reconocible por el lector como el suyo propio, sucede un hecho inexplicable; por ejemplo, la aparición de un fantasma. El narrador (y el lector con él) vacila entre una explicación que se ajusta a las reglas de la realidad (una ilusión óptica, una alucinación) y una que depende de lo sobrenatural (la manifestación del alma de una persona muerta). Mientras dure esta vacilación, estaremos ante lo fantástico propiamente dicho. Si el relato finalmente nos propone una explicación válida dentro de las leyes de lo real, estará en el terreno de lo extraño; en cambio, si acepta una razón sobrenatural, se situará dentro de lo maravilloso. Todorov sitúa a la literatura de ciencia ficción en una variación particular, la de lo maravilloso científico: una narración que no obedece a las leyes de lo real sino a premisas irracionales, aunque estén basadas en un discurso científico. De este modo, los robots, los agujeros de gusano y los marcianos funcionan como las hadas o los vampiros de otros géneros: su existencia se da, en la narración, simplemente como un hecho que no se discute. Sin embargo, la ciencia ficción parece cada vez más incómoda en esta categoría.
La categoría de lo extraño en Todorov tiene mucha relación con el concepto freudiano de lo siniestro: aquello familiar que se nos vuelve ajeno. La insistencia de la retro sci-fi sobre la duplicación y la ambigüedad la lleva hacia el polo extraño del espectro.
El espectro extraño/maravilloso también se puede usar para pensar el cine. La imagen maravillosa, entonces, sería aquella cuyo referente no es un objeto reconocible del mundo real: la nave espacial, el sable láser, el alien. Un ejemplo extremo de la imagen maravillosa es el juego de luces al que se enfrenta Dave Bowman al completar su viaje hasta la luna de Júpiter: una imagen puramente abstracta. Por otro lado, la imagen extraña es mimética, y lo que vemos en ella es perfectamente reconocible, pero a la vez imposible; como el clon que juega al ping-pong consigo mismo. La categoría de lo extraño en Todorov tiene mucha relación con el concepto freudiano de lo siniestro: aquello familiar que se nos vuelve ajeno. La insistencia de la retro sci-fi sobre la duplicación y la ambigüedad la lleva hacia el polo extraño del espectro.
El giro hacia esta imagen extraña es compatible con la evolución del film de ciencia ficción posmoderno, que abandona el futuro y el espacio exterior para centrarse en el yo y el presente. Por otro lado, la imagen extraña tiene su uso más habitual no en este género sino en el de terror. El uso de la estructura narrativa compleja del film-acertijo, no obstante, acerca a estas películas al policial, mientras que el recurso de la imagen extraña las pone en relación con películas de autores como David Lynch (maestro de lo siniestro) y los hermanos Coen. Tal vez la retro sci-fi sea una respuesta a la expansión del CGI a una gran parte de las producciones de Hollywood, así como para el cine del terror lo fue, en su momento, la técnica del found footage en películas como The last broadcast (1998) y The Blair Witch project (1999). Nuevas películas, nuevos espectadores, nuevas prácticas sociales de producción y consumo que traen al siglo XXI a los géneros centenarios/////PACO