I
Tal vez recuerden a Pee Wee Herman. Durante los años noventa su película podía verse en HBO, cuando HBO era un canal más de películas entre los pocos que valían la pena en la televisión por cable de hace dos décadas. Su carrera fue intensa durante los años ochenta y murió en 1991 cuando Paul Rubbens, el actor que encargaba a Pee Wee, fue denunciado y detenido por masturbarse en un cine porno.
II
Pee Wee Herman era la representación moderna de Peter Pan. Vivía en estado de lucidez lúdica, su voz era aniñada pero su inteligencia superaba la de un adulto promedio. Esto ocurría porque, a diferencia de los adultos corrientes, Pee Wee Herman también era sensible. Su programa de televisión fue un hit y Paul Rubbens conoció esa fama industrializada (hoy desecha por el poder autogestivo de la web) que lograban concertar las grandes multinacionales del entretenimiento. Una fama que dependía de un control monopólico de todos sus canales de difusión. Eso no le molestaba a Pee Wee Herman porque, a diferencia de Peter Pan, no habitaba una tierra de sueños infantiles sino que se las arreglaba en tanto niño en un mundo regido por los adultos.
III
El affaire Pee Wee es incomprensible desde las coordenadas culturales que rigen la moral sexual veinte años más tarde. La pornografía, en 1991, era algo que circulaba en VHS y se proyectaba en cines truculentos con butacas húmedas y profundas. Instituciones, hábitos y prácticas que hoy han desaparecido, abriendo nuevos horizontes para la masturbación de las nuevas generaciones. El affaire Pee Wee Herman es también incomprensible sin la pesadez de aquella conciencia de rigidez conservadora de corte republicano y mormón que haría de Bill Clinton uno de sus más inmediatas y categóricas víctimas. A propósito, si Philip Roth hubiera estado abierto a pulsiones más profundas que las públicas, tal vez habría escrito durante su vida como novelista una versión de La mancha humana no como exhumación especular del affaire Clinton sino del affaire Pee Wee Herman.
IV
Condenado públicamente por masturbarse en público en un espacio construido comercialmente para tal fin, la carrera de Pee Wee Herman se terminó. Las corporaciones del entretenimiento que lo sostenían lo soltaron y los padres que confiaban en las aptitudes morales que aquella voz melindrosa irradiaba hacia sus hijos dejaron de confiar. La masturbación -vale la pena pensar que Justin Bieber, estrella púber del momento, fue acusado de embarazar a una fan y nadie pensó en incinerarlo por eso- todavía era un tabú. ¿Por qué la retromanía y el rescate irónico de los años ochenta continúa omitiendo a Pee Wee Herman entre los habitantes posibles de su bote de salvataje? La parábola que dibuja esa pregunta comienza en el extremo del imaginario infantil y termina en el sombrío abanico de las pulsiones sexuales del niño. En el medio, palabras como perversión y pedofilia, tallando su efectivo golpe de efecto sobre las conciencias bienaventuradas de las madres y de los padres. Hace unos meses, Pee Wee Herman ganó el premio Pop Culture en los TV Land Awards. Pee Wee Herman, mártir de una era donde Kim DotCom todavía no podía serlo, merece una resurrección.