Cuando este 1 de septiembre Vladimir Putin inauguró las clases en Rusia y en su discurso dijo que “quien lidere la Inteligencia Artificial va a dominar el mundo”, fue también el espíritu centenario de la Revolución de Octubre lo que se hizo presente ante “docentes y estudiantes de 16000 escuelas”, según informó el diario oficial Rossiyskaya Gazeta. ¿Pero cuál es el camino entre la última consigna para la supremacía tecnológica del siglo XXI y los viejos proyectos socialistas del siglo XX? Organizado desde el inicio del primer gobierno bolchevique y nutrido de fantasías que aún hoy podrían eclipsar a Mark Zuckerberg o Elon Musk, aquel largo camino para “dominar el mundo” comenzó cuando la URSS se propuso refundar a la humanidad en un intento por lograr lo que el ingeniero Trofim Lysenko, uno de los máximos líderes de la ciencia soviética durante los años de Stalin, definió en 1935 como la tarea de “obrar milagros”. Desde la creación de nuevas especies hasta la resurrección de Lenin, pasando por un inquietante Comité Soviético para la Investigación Psíquica como el que en 1924 fundó Anatoli Lunacharski, no hubo casi nada fuera de la imaginación del Partido Comunista.
Uno de los anhelos de Trotski era “descubrir todo sobre el hombre, su anatomía, su fisiología y esa parte de su fisiología llamada psicología”.
Entre sus líderes más altos, fue nada menos que León Trotski el encargado de darle un poderoso énfasis a la idea de que si “el hombre es una criatura sumamente extraña que no ha evolucionado en virtud de un plan”, entonces “crear una versión mejorada y nueva del hombre era la tarea del comunismo”. El detalle es que en esas palabras no había solo una aspiración filosófica alimentada ‒como ocurriría en otros términos entre los nazis‒ por la imagen del Übermensch de Friedrich Nietzsche. Lo que también se desnudaba en el anhelo de Trotski era el proyecto científico de “descubrir todo sobre el hombre, su anatomía, su fisiología y esa parte de su fisiología llamada psicología”, como escribió. En otras palabras, los principios elementales de lo que el ingeniero y poeta bolchevique Alekséi Gastev iba a llamar en 1922 “biomecánica” ‒concepto que intentaría materializar con obreros en el Instituto del Trabajo para “medir el alma humana mediante un velocímetro”‒ y que, entre ciertos círculos de la elite bolchevique, iba a darle su gran oportunidad a “los creadores de Dios”, un grupo de científicos y artistas ‒con el escritor Máximo Gorki como fundador‒ convencidos de que un verdadero revolucionario debía hacer todo lo posible para divinizar a la humanidad, misión que incluía la abolición de la muerte.
Un verdadero revolucionario debía hacer todo lo posible para divinizar a la humanidad, misión que incluía la abolición de la muerte.
La historia de “los creadores de Dios” la documenta el ensayista inglés John Gray en La Comisión para la Inmortalización. La ciencia y la extraña cruzada para burlar a la muerte, un libro que comienza con las sesiones de espiritismo que a mediados del siglo XIX atraían en Londres a los investigadores victorianos (bajo la hipótesis de que la evolución darwiniana continuaba en el más allá) y termina con una colorida descripción de la Comisión para la Inmortalización, el órgano burocrático que en Moscú se ocuparía desde 1924 de conservar el cadáver de Vladimir Lenin a la espera de una oportunidad para devolverlo a la vida. En el medio, la concepción de una sociedad en la que el hombre y la máquina acabarían por fundirse, una fantasía que aún orbita en conceptos digitales contemporáneos como el Big Data y la Inteligencia Artificial ‒y que, a su manera, Lunacharski anticipaba hace 93 años bajo el concepto de un “Espíritu Total” en el que coincidiera “el desarrollo del espíritu humano”‒, iba a desplegar en algunos laboratorios de la URSS una combinación de experiencias a veces difíciles de distinguir de un episodio de Stranger Things.
La Comisión para la Inmortalización fue el órgano burocrático que se ocuparía desde 1924 de conservar el cadáver de Lenin a la espera de una oportunidad para devolverlo a la vida.
Entre los más exóticos fue el neurólogo Vladimir Béjterev, fundador durante el período zarista del Instituto Psiconeurológico de San Petersburgo (y que terminaría su carrera y su vida tras diagnosticar una “paranoia grave” a Stalin), quien creía haber encontrado una base científica de la creencia en la inmortalidad. Su hipótesis era que la psiquis humana era un tipo de energía inmortal, o como escribiría él mismo: “La personalidad no se destruye después de la muerte sino que vive eternamente como una partícula de la creatividad humana universal”. Algunas de estas ideas serían el precedente para una intensa investigación que la KGB ‒a la par de sus colegas occidentales en la CIA con el Proyecto Star Gate‒ sostendría al menos hasta finales de los años 70 con el análisis de la mente humana para emitir y captar ondas de radio y otras habilidades paranormales. Entre los hitos de esta investigación están Nina Kulagina, que hasta su muerte en 1990 se declaró poseedora de poderes telequinéticos ‒”falsos” según los investigadores ingleses e italianos que la analizaron, y solo “exagerados” a los fines de intimidar a Occidente, según los rusos‒ y Vladimir Zukhar, un “parapsicólogo” que solía acompañar al famoso ajedrecista Anatoli Kárpov para hipnotizar y perjudicar a sus adversarios, tal como denunció el ajedrecista disidente Víktor Korchnói inaugurando una cautela que serviría para que otros ajedrecistas, como Garry Kaspárov o Bobby Fischer, solicitaran salas a veces sin público ni cámaras antes de jugar contra los candidatos predilectos del Kremlin.
Estas ideas serían el precedente para una intensa investigación que la KGB sostendría al menos hasta finales de los años 70.
La paradoja es que en la búsqueda de una deificación del hombre a través y más allá de la ciencia, los “creadores de Dios” se enfrentaban directamente a un precepto básico del comunismo: la inexistencia de Dios. De ahí que uno de los máximos beneficiarios de su misión, Vladimir Lenin, fuera al mismo tiempo uno de sus máximos detractores. Porque si bien Lenin había escrito que iba a llegar el día en que “un simio recogiera el cráneo de un humano y se preguntara de dónde procedía”, su fe en el rediseño de la humanidad se basaba en la política terrenal. “Intentar construir un nuevo Dios no es más que un ejercicio de necrofilia”, le escribió a Gorki el mismo hombre que, con ironía, sostenía que a lo sumo “la electricidad podía tomar el lugar de Dios entre los campesinos”, como le dijo en 1918 a Leonid Krasin. Sin embargo, su destino final marcó un instante clave para los “creadores de Dios”. Si con la mirada en las estrellas el ingeniero aeroespacial Konstantín Tsiolkovski también había inaugurado una carrera espacial que aspiraba a convertir a los hombres “en criaturas del éter que alcanzarán la inmortalidad”, como escribió en 1928, fue con los pies en la tierra que el primer paso de los camaradas interesados en inmortalizar a Lenin consistió en embalsamarlo. Fue Krasin, de hecho, quien intentó también congelarlo para cuando “la ciencia permitiera resucitar a grandes figuras históricas” ‒mito que desde un plano ideológico opuesto el cuerpo de Walt Disney conocería años después‒ y fue el artista Kazimir Malévich quien diseñó un primer mausoleo en forma de cubo para ayudarlo a “derrotar a la muerte”. El resto de la historia es conocido: ni siquiera el poderoso refrigerador alemán importado por los bolcheviques logró sostener lo insostenible, y hoy, en medio de una nueva carrera para “dominar el mundo”, la restauración del cadáver se cumple cada dos años. Según las autoridades, el traje de Lenin se deteriora más rápido que su cuerpo//////PACO