Advertencia: como este no es un texto publicitario ni una reseña periodística sino un ejercicio interpretativo, contiene spoilers.
Fiel a mi costumbre de llegar siempre tarde a los lugares donde debería haber estado y de sumarme a las modas, tendencias y espacios de sociabilidad como un auténtico late adopter que llega al fin de fiesta algo mal vestido, demasiado enérgico y bebe los fondos de botellas tibias y manoseadas, este fin de semana me acerqué a un cine a mirar Relatos Salvajes. Como me pasa con los libros, tenía una sensación previa al consumo, y era que no me iba a gustar, que me iba a indignar, una reacción a la que tiendo para desgracia de los que me rodean. Una intuición de que esta película que batía récords de taquilla, cuyo director había toreado a Mirtha Legrand justificando a los chorros, había hecho ese largo y simpático chiste de exportación llamado Los Simuladores y ahora, tras especular minuciosamente con la fecha del estreno por el Mundial y de revisar maniáticamente los efectos de sonido –imagino que entre otro millón de detalles-, había lanzado este boom que le gustaba a personas que estaban catalogadas en lugares random y opuestos de la grilla socioestética que me sirve de muleta para deambular por el mundo, iba a parecerme una porquería esteticista e irrelevante, de una torsión política quizás todavía más banal que la del realismo literario que consumo con asiduidad. Por supuesto que me equivoqué. La película de Szifrón encarna uno de esos casos singulares en los que un producto cultural, además de funcionar comercialmente y de trasuntar una destreza técnica poco común para el campo de producción en el que se inserta, logra condensar las contradicciones de un momento concreto del devenir histórico –llamémoslo fin de ciclo del keynesianismo paliativo sin sujeto social con discursividad progresista que rige en la Argentina desde hace aproximadamente diez años- y al mismo tiempo soñar las pesadillas del tiempo que se acerca.
El terrorismo del goce
Todo el mundo sabe que Relatos Salvajes es la agrupación de seis cortometrajes sin aparente relación cuyo cemento narrativo está al parecer constituido por la aparición de cierta crispación, que en realidad es cierta violencia no latente sino explícita en la subjetividad de sus personajes. Es una violencia que tiende a estallar. Por eso la película se organiza en estallidos: su sujeto es, precisamente, una violencia emparchada por lo cotidiano que ante el roce genera chispas y desencadena la combustión. La repetición de esta estructura es como la repetición de un trauma, y funciona en todas y en cada uno de los relatos. El sistema de acordeón, sin embargo, muestra una variación en el principio y en el final. Mientras el primer y el último corto versan sobre la conflictividad en lo privado, los cuatro del medio, el jamón del medio, versan sobre lo político. Sobre aquello que funda el orden de lo político: el conflicto entre grupos sociales como materialización de ese pecado originario llamado plusvalía.
El primer corto, quizás el menos complejo desde la perspectiva argumental, aunque de una ejecución narratológica exquisita, termina con una escena que atesoraré en mi corazón durante mucho tiempo: un avión comercial manejado por un tal Pasternak se estrella en el jardín de la casa de sus padres, dos señores cultos de clase acomodada. Pasternak planeó una venganza que incluye como pasajeros de ese vuelo de la muerte a una serie de personas que le jodieron la vida. Sus padres, al momento de ser sepultados por la bestia voladora, leen plácidamente en su jardín un libro amarillito de Anagrama y el suplemento cultural de un diario. El zorro Szifrón elige iniciar su gran película, dedicada a su padre, con un manifiesto a favor de un buen terrorismo: a diferencia del terrorismo islámico, que es brutal, estúpido y dispara al bulto, el terrorismo utópico y justiciero de Pasternak elige con minucia a sus víctimas y en este plano de la fantasía no produce daños colaterales. A diferencia del terrorismo financiero y del terrorismo de elite de Israel y de Estados Unidos, el terrorismo de Pasternak no pretende que el mundo siga funcionando de acuerdo a sus intereses sino que se inmola para liquidar al germen de su desgracia personal: sus padres como metonimia de la familia pequeñoburguesa.
Este punto de no retorno es el que habilita al paso de las historias cuyo locus es lo público, y que al mismo tiempo dialoga con el corto final, en el que Erika Rivas hace de novia vengadora. Rivas y su novio son los padres de Pasternak. Ahí, Szifrón elige representar el combustible mórbido que hace que esa relación, a fin de cuentas, funcione. La escena de la sanguinolenta pareja de novios cogiendo semiborracha encima de la torta de bodas, tras haberse humillado públicamente y con sus dos Edipo mirando la escena desde las sombras, una vez que rompieron cuantos cristales y espejos los rodeaban –espejos y cristales que se les clavaron, que se hicieron cuerpo-, es un poema sobre el combustible oscuro del deseo recalentado que se caldea en el mundo de lo íntimo hasta convertirse en un goce que define a las existencias privadas de los ciudadanos de los capitalismos en serio. Si el primer relato era sobre el terrorismo y la finalización, el último es sobre la amenaza y la reproducción. El orden de lo privado se sostiene en la amenaza permanente de la proyección hacia lo público del goce mórbido que, como un retorno de lo reprimido, brota desde “el antagonismo social” propio de una esfera pública en mutación. De esta manera, el cierre de la película es una movida polivalente que funciona tanto como un falso happy ending “en favor del amor”, como un vaso comunicante con el inicio de esta película circular, que nos habla del conjunto de estallidos por venir una vez que los reclamos de los realpolitikers de diverso calibre se hayan materializado en nuestro futuro gobierno de centroderecha.
El automóvil y los matafuegos
Dicho esto, al “momento de lo público” en la película faltan algunos eslabones. Básicamente, la hilación de cortos aporta la siguiente seguidilla de conflictos: la venganza de los débiles en el segundo, donde Rita Cortese cose a cuchilladas a un caudillo político de una localidad periférica; la lucha de clases entre un yuppie que maneja un Audi y un oscuro personaje que conduce un Peugeot 504 destartalado y parece salido de un relato de Carlos Busqued; el hombre contra la corrupción en el corto donde Ricardo “Bombita Rodríguez” Darín enfrenta a la corporación política y halla una derrota pírrica en la cárcel; y finalmente la angustia de los dólares y la discusión política en el relato donde Oscar Martínez negocia la libertad de su hijo que atropelló y mató a una embarazada. A mi gusto, se podrían agregar otros dos cortos: los “jóvenes idealistas” cediendo convencidos frente a la realpolitik desarrollista y la organización social que fracasa frente al poder de las corporaciones.
En los cuatro relatos que versan sobre lo público, entonces, hay antagonismos que estallan con la gramática de la venganza. Los elementos en danza son la corrupción como un elemento ineludible en el mal funcionamiento de lo público, y el antagonismo entre poderosos y desposeídos. La justicia por mano propia, como ocurría en El secreto de sus ojos, otra película taquillera de producción nacional, parece ser la solución despolitizadora frente a los conflictos, en una singular confluencia entre rebeldismo primitivo y liberalismo privatista. Pero si El secreto de sus ojos miraba hacia el pasado con una resolución individualista, infantil y conservadora, Relatos Salvajes mira hacia el futuro como un escenario de múltiples focos infecciosos organizados en torno al trauma reciente del sistema político. Que es “el estallido” de 2001, reanimado como zombie en cada diciembre argentino.
Entre la corrupción como cáncer de las instituciones del presente y el antagonismo fundado en la desigualdad como roca viva de lo real, hay dos escenas que se repiten: golpes contra vidrios blindados y automóviles que explotan en nubes de fuego. El matafuegos, que se usa para reducir un incendio, o se transforma en una precaria arma de ataque frente a la blindadura transparente del poder. Los autos, que representan de una manera casi directa las capacidades de consumo de la apaciguada euforia del crecimiento económico, no pueden sostenerse y explotan. De esta manera, la utopía realpolitiker de paz y administración, de consumo y desarrollo del mercado interno, de “bajar los niveles de confrontación y acceder al crédito internacional” aparece como enferma, falsa y básicamente como un apósito combustible ante el menor roce.
El corto donde la cocinera ex presidiaria achura al político de pasado usurero materializa la fantasía individualista de reventar a un político. Aquel que no haya experimentado un oscuro placer ante cada una de esas cuchilladas tiene agua Villavicencio en las venas. Ocurre en un territorio onírico, y lo importante de este corto es la duplicidad mencionada entre el político en campaña que es al mismo tiempo un usurero. Mucho más complejo, el corto donde Sbaraglia termina luchando cuerpo a cuerpo contra un tipo que transportaba fierros y herramientas viejas en el techo de su 504 y termina con ambos cuerpos incinerados al interior de un Audi retoma y reformula la gresca entre civilización y barbarie que recorre ciertas lecturas canónicas de la literatura argentina. La mierda, la abyección, la inutilidad de los matafuegos y la banalidad de lo masculino entran en escena; sin embargo lo notorio es que en este caso no sólo los papeles entre el civilizado y el bárbaro se van intercambiando, sino que justamente este filón narrativo, que alimenta mucha de la fraseología nacanpop, parece quedar en knock out, con un vaho de obsolescencia. Lamentablemente habrá que pensar en otras categorías.
Política y negocios
La segunda subserie dentro de la serie de relatos sobre lo público introduce la cuestión de la burocracia y el funcionariado, ausentes en los primeros -porque en el caso del político que muere se trataba de una venganza personal. Recordemos: el momento de feliz confluencia de intereses entre el partido de centroderecha modernizadora que gobierna la ciudad de Buenos Aires y la vertiente progresista del peronismo que gobierna el estado nacional fue llamado “Macristinismo”, y tuvo en la figura del vicepresidente Amado Boudou su síntesis perfecta. Clown y engendro al mismo tiempo, el inexpresivo y tibio Boudou es hoy un cadáver político caído en desgracia justamente por sus visibles actos de corrupción y deshonestidad. De a momentos, Relatos Salvajes parece ser la proyección alucinada del fracaso político, económico y social de esa utopía republicana. El cuarto relato, una versión porteña de Un Día de Furia, nos muestra a un Ricardo Darín que es justamente un ingeniero –recordemos: también había un caudillo político que había sido usurero- que no se resigna a capitular frente al pacto vergonzoso y absolutamente visible que existe entre el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y la contratista que levanta a los automóviles por mal estacionamiento, con criterios esotéricos y mientras un gobierno que inventó una policía propia ni siquiera puede lidiar con los trapitos. Darín se especializaba en implosiones de edificios; en un momento parece estar trabajando en una zona cercana a Puerto Madero, el paraíso del Macristinismo. En este caso, importa menos el final que el grado de visibilidad de los conflictos: son conflictos transparentes, a la vista de todos, tanto en el caso de la debilidad del hombre a la hora de disputar la tenencia de sus hijos, como en el caso de la debilidad del “ciudadano común” frente a los pactos de la burocracia. Otra vez, la solución se coloca del lado de un rebeldismo primitivo y liberal donde nuevamente hay automóviles que explotan. Si Bombita Rodríguez era una parodia amorosa y reconciliatoria que establecía la compleja operación de generar indulgencia y al mismo tiempo simplificar y deshistorizar el terrorismo político al presentarlo como un impulso de época mientras se burlaba del montonerismo kitsch de cierta discursividad política oportunista, Bombita Darín es otro de los perejiles de la película, tan genuino en sus acciones como infantil en sus efectos.
Más interesante es el quinto corto, que cierra la serie de lo público. El argumento es simple: un adolescente cheto de San Isidro mata a una embarazada a la salida de un boliche y su padre quiere protegerlo. Para esto, se elige al jardinero como potencial falso victimario, a cambio de quinientos mil dólares. El corto se organiza entonces en torno a dos significantes: dólares y negociación. Hay un abogado que simula defender a la familia y es corrupto, un fiscal que es corrupto, y un jardinero que no es corrupto pero que al darse cuenta de la corrupción que lo rodea termina sumando a su parte “un departamento en Santa Teresita”. Esta construcción de lo popular no recae en el miserabilismo sino que está anclada en una cosmovisión clasista y paternalista propia de las izquierdas clásicas, el enano progresista y didáctico enquistado en Szifrón. En este caso, la estructura de El Matadero es recreada en base a una inversión particular: es el supuesto bárbaro fogoneado por la aspiracionalidad consumista de clase media quien irrumpe en el santuario de los ricos, y termina sacrificado. Lo significativo, sin embargo, no es el desenlace sino lo que se cuenta: una negociación en las sombras, a espaldas de lo público, llena de intermediarios, donde un crimen inconfesable es soslayado para resolver una situación acuciante. Justamente, la esencia de la política para aquellos embanderados en la realpolitik, más allá de su supuesta frecuencia ideológica.
El ojo blindado
Según dicen, en el programa de Mirtha Legrand, Damián Szifrón produjo un momento incómodo cuando al ser consultado sobre “el problema de la inseguridad” expresó que, sí él hubiese nacido pobre, también sería un delincuente. Ignoro si fue tal cual así, pero la escena condensa en gran parte la filosofía política que exuda Relatos Salvajes. No se habla de estructuras ni de organizaciones, y los conflictos son reducidos al lenguaje de la venganza y la corrupción como un problema más moral que institucional y colectivo. Sin embargo, y a pesar de estas flaquezas evidentes, el film condensa de manera imaginaria muchos de las herencias, conflictos y silencios alrededor de los cuales se erige el discurso de la realpolitik que, como la gota que horada la piedra, conforma el clima cultural para lo que se viene y no sólo en el caso argentino, sino también regional. Me gustaría finalizar con una imagen, y es la de un vidrio blindado que se quiebra frente al filo de una barreta o bajo el peso de un matafuegos. Nadie ignora que Sergio Massa es un arribista espurio que no titubearía en propulsar un gestionalismo liberal y corrupto de sintaxis desarrollista; nadie ignora que Daniel Scioli es un inepto que haría la plancha indefinidamente; nadie ignora que Sanz o que Carrió son unos inoperantes incapaces de gobernar un país, ni que Macri y sus chicos con MBA’s de la Fundación Pensar no tomarán ni una sola medida que conlleve a una redistribución sustentable de la renta, ni hablar de una transformación en los valores sociales. Todo esto es muy transparente, como el antagonismo social que presenta la película. Sin embargo, y de una u otra manera, todos ellos ejercen y aparecen protegidos por el grueso y blindado vidrio de la realpolitik, esa hegemonía que se viene construyendo sobre la promesa del fin de una supuesta crispación. Quizás esto sea cierto, pero quizás no. Relatos Salvajes viene a anunciar que ese vidrio sufrirá varios golpes y se verá rodeado de potenciales estallidos. Y que quizás se quiebre////PACO