Si Emily Ratajkowski viviera en Buenos Aires y fuera hija de alguna periodista amiga de otra periodista que escribe sobre género para algún medio impreso, seguramente le ofrecerían el beneficio de salir a la calle con custodio por el temor al caudal insoportable de atenciones verbales que los transeúntes tendrían para ofrecerle. Los vecinos podrían maravillarse al andar con el volumen de su boca, la turgencia de sus tetas o la profundidad polaca israelí de sus ojos. Sin dudas, dejaría a su paso una estela de piropos old school como “qué avanzada está la ciencia que hasta las flores caminan”, “cuántas curvas y yo sin frenos”, el arrabalero “donde pasa esa calandria, los zorzales hacen fila” hasta llegar a las más ridículas invitaciones sexuales, reproductivas y escatológicas propuestas. Caminaría miedosa, a la defensiva. ¿Por qué tiene que escuchar esas cosas? ¿Por qué no puede caminar tranquila? Podríamos también imaginar a Emily sentada sola en la barra de un bar de moda foteando su copa de Martini con luz deficiente y contestando por DM lo que ningún jovenzuelo mordaz de la red se atreve a decirle in situ. Podríamos fantasear que su nombre en Twitter es #NiUnaMenos EmRata, que es usuaria de las bicisendas porteñas y que estudia en Fsoc.

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Podríamos fantasear que su nombre en Twitter es #NiUnaMenos EmRata, que es usuaria de las bicisendas porteñas y que estudia en Fsoc.

Pero no. Este no es el caso cliché del símbolo sexual nacido en Londres. Es imposible imaginarse a la maravilla Ratajkowski lidiando con los problemas reales y autoimpuestos del resto de las mortales. No hay rastros en las narración que Emily hace de sí misma que indiquen conflicto con su calidad de mujer. Tiene apenas 24 años y un prontuario de trabajo que ya alcanza una década. Hija única de una madre docente y escritora –también “feminista e intelectual”– y un padre docente de arte y pintor, comenzó a modelar a los 14 años y a hacer apariciones en el teatro californiano, donde pasó gran parte de la infancia. Pero no fue sino hasta el año 2012 que logró posicionarse como una de las mujeres más sexies del planeta.  Fue tapa de la revista treats!, donde no le hizo justicia al look de ninguna productora de moda sanguinaria sino a su cuerpo desnudo fotografiado en blanco y negro. El cantante Robin Thicke la vio y junto a Diane Martel, la mujer que dirigió su video Blurred Lines, decidieron convocarla. Algunas idas y vueltas antes de cerrar el contrato, finalmente Emily aceptó bailar semidesnuda –la versión original fue censurada por YouTube en abril del 2013 por su contenido explícito– para las cámaras y el mundo. Los rumores dicen que consiguió su rol en el video en un encuentro privado –léase sexual– con el cantante, como si a simple vista Ratajkowski no estuviera debidamente calificada para bailar y seducir, como si esa extraña belleza no fuera suficiente para encantar. Después de Blurred Lines, la censura, las malas lenguas y los ataques de la policía de la moral, todo para la morocha fue éxito. Más tapas de revistas, participaciones en videos y la aparición asegurada en todos los rankings de mujeres más bellas del mundo, además del comienzo de su carrera cinematográfica en  Gone Girl del director David Fincher –donde interpreta a la amante de Ben Affleck, protagonista y con quien dicen los rumores que tuvo un encuentro sexual en pleno rodaje–y su más reciente coprotagónico en We are your friends junto al ex niño de Disney Zac Efron.

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Instagram es, para Emily Ratajkowski, la pequeña sucursal de donde extrae su pocket money, el cambio chico comparado a los 275 millones de dólares que le dejaron hasta hoy su trabajo.

Pero, ¿por qué no es el repaso por su carrera lo más interesante de Emily? Lo más atractivo, o lo segundo más atractivo, es su cotidianeidad, eso que hace con lo que está al alcance de su mano y que sin productores ni intermediarios comparte con el mundo como cualquier otra chica real. La abrumadora diferencia –además de la obscena evidencia– es que supo trasladar los negociados fruto de su belleza a espacios virtuales más concretos y específicos. Instagram es, para Emily Ratajkowski, la pequeña sucursal de donde extrae su pocket money, el cambio chico comparado a los 275 millones de dólares que le dejaron hasta hoy su trabajo y su innegable talento para hacer negocios. Rankeada humildemente en el puesto número 409 de las cuentas más seguidas de Instagram (el top 5 lo conforman otras cinco mujeres bellas y millonarias: Beyoncé, Kim Kardashian, Taylor Swift, Ariana Grande y Selena Gomez, todas en un rango entre 41 y 38 millones de followers), los casi 3 millones de admiradores de Emily aportan con cada corazón, sin saberlo, lo que se necesita para mantener vivo un negocio: dinero. Una cuenta como la de @emrata posee un precio en el mercado –supera con comodidad los 200 mil dólares–, y cada fotografía instagrameada tiene también su valor.

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Emily Ratajkowski entiende que gustar es un negocio y que ser admirada no tiene por qué ser un martirio de género. Se anima y defiende su postura: “Creo que se puede ser una mujer sexuada, empoderada y al mismo tiempo ser feminista. La sexualidad no siempre tiene que ver con la misoginia y la explotación”. Por supuesto, declaraciones como estas y le costaron a Emily –feminista, porque no olvidemos que es muy hábil para los negocios y hoy la F word cotiza alto– breves dolores de cabeza. ¿Cómo puede esta chica decirse feminista si vive de su apariencia, si se pasea bailando en tetas frente a Robin Thicke, Pharrell Williams y millones de personas más? “Me siento afortunada de vestirme como quiero, acostarme con quien quiero y bailar como quiero”, dijo certera Emily cuando salió a defender su derecho al desnudo y ponerle cota a las acusaciones de predadora sexual. Declaración que, con gran simpleza, desarticula al feminismo que reclama derechos otorgando permisos a sus congéneres.

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Sabe qué fotos gustan y venden más, por eso no titubea a la hora de subir selfies con poca ropa, que cosechan un promedio de 150 mil corazones.

El historial de Instagram de @emrata es un paseo idílico por su anatomía, las sonrisas familiares, los recovecos de vacaciones interminables y los amigos de siempre. Ella sabe qué fotos gustan y venden más, por eso no titubea a la hora de subir selfies con poca ropa, que cosechan un promedio de 150 mil corazones contra unos 50 mil que pueda alcanzar la imagen trillada, aburrida y asexuada de un brunch. Mostrar el continente de su piel alimenta su inmaculado narcisismo, su billetera, sus relaciones públicas. La veinteañera lucra con el doble click y los piropos, los halagos e incluso con ciertas formas de “acoso”, razón por la cual nunca podrá encajar en la fantasía de la chica porteña promedio. ¿Qué pasaría si todas las mujeres recibieran dinero por cada expresión oral que mencionara algún rasgo de belleza? ¿Continuarían las guerras por el control sobre el lenguaje? La señorita Ratajkowski es distinta y hace la diferencia. Fue la única de las mujeres afectadas por la cuestión de The Fappening –la fuga masiva de fotos privadas de famosas de la industria en Internet– que supo despegarse del discurso de la víctima. Su única objeción fue, no lo mucho que se vio, sino que se haya mostrado sin su consentimiento, es decir, sin un precio.  Emily O’Hara conoce su cuerpo y sabe capitalizarlo. ¿Por qué debería esconderlo? Y más importante aún,  ¿en nombre de quién debería hacerlo: del patriarcado objetivador o de un feminismo también opresivo y castigador? Ni una Emrata menos, por favor//////PACO