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En septiembre de 2015 publiqué en Karate Press, la revista que nos habíamos inventado por entonces, un artículo titulado “Celtiberia Oculta” que pretendía ser el principio de una serie que indagase en “la mitología hispánica y su relación con el rock (…) el mito común, los orígenes de la música y su función mágica”. Se centraba, para empezar, en dos bandas difíciles y esenciales, PYLAR y Orthodox, ambas sevillanas.

Un tiempo después conocí a Ian Mason, cuando él y mi banda de la época compartimos dos bolos consecutivos en Vitoria y Bilbao, durante una de esas incursiones punk que más que giras parecen una sucesión de operaciones de guerrilla en el Cáucaso Norte. Mason -cantante también de los potentes The Wizards- presentaba un notable EP en solitario, Liar Ballads, que lo emparentaba con Mark Lanegan, pero sobre todo con David Eugene Edwards, líder de Wovenhand y 16 Horsepower. Estaba allí, en embrión, una suerte de tensión espiritual que hacía que el oído entrenado quedase a la espera, y que yo fantasease con continuar aquella serie de artículos sobre una Iberia a desenterrar.

Sin embargo, ni ese oído atento, ni una progresiva amistad con Ian, ni la fe inquebrantable que uno tiene en los francotiradores musicales, podía hacerme esperar la autoluminiscente trampa metafísica que es Ordalías, su primer largo; una de las obras más frágilmente hermosas, más dolorosamente cargadas de poder que he escuchado en tiempo.

Ordalías es, todo el tiempo, cosas enfrentadas. Puede ser algo aparentemente muy serio, como un intento de re-deificación del mundo a través de eso que Graves llamaba “un don de lenguas pentecostal” (que el galés echaba dramáticamente en falta en la poesía moderna). Pero puede llevar a cabo esa tarea con la liberadora falta de escrúpulos y prejuicios que uno aprende en las catacumbas de los géneros extremos, aludiendo a películas de serie B, jugando, ladrando. Y puede tomar el aspecto de un rapto religioso, como en “Megale Apophasis”, el tema de cierre; pero también, poco antes, pasear por el bronco campo de batalla mental que detalla la extraordinaria “Pschichik Self Defense”. ¿Dónde estamos, entonces? En ese campo liminal, probablemente, en que ambos extremos, plegaria y batalla, son por un momento, la misma cosa. Y allí donde se advierte el eco marcial de ejércitos que son ya apenas polvo esparcido en el viento, flautas de hueso, nos encontramos con un memento mori que es al tiempo un alba. Aquella en la que nacen, inadvertidos, los dioses.

Uno de los placeres profundos de ser periodista y al tiempo músico, y de ejercer ambas tareas en la ambigua franja que se sitúa entre el mediano reconocimiento y el completo olvido, es que te permite trabar amistades serias, a través del arte y más allá, con hombres y mujeres de valor a los que jamás hubieses conocido si tu labor circulase por los planos que ilumina, someramente, la triste luz del dinero. A otra luz, más cálida, mantuve con Ian una conversación que derivó en 22 páginas de entrevista. Las resumo aquí para quienes estén interesados en estas visiones transformadoras, en la meditación como lucha, en la guerrilla cultural, en el amateurismo místico, en la extática experiencia del hombre frente al todo, en el fútbol de barrio y en otras muchas cosas, necesarias e invisibles, que nunca dejan de suceder. 

REVISTA PACO – Eres declaradamente anglófilo pero indagas también en el sustrato antropológico y en la cultura poético/mística hispánica. ¿Qué diferencias y que puntos en común encuentras?

IAN MASON -La fascinación por el sustrato de la cultura inglesa es una mera aproximación ontológica -un estudio de campo, si se quiere- hecho por una persona extraña a esa cultura. Es fácil dejarse seducir por la reverberación ancestral de la isla mágica de occidente. Todo en la cultura Inglesa responde a una necesidad de autodefensa fascinante; primero por su aislamiento geográfico, después por ser la primera depositaria de todas la excrecencias e invasiones de la vieja Europa. Si la cuenca del Mississippi nos dio el blues, las fábricas frías de Birmingham nos han dado desde Black Sabbath a Judas Priest; la arcadia obrera de Salford a Joy Division. Ese frio inherente y ese desprecio por lo continental también nos han traido mesías descarriados como Douglas Pearce, Coil, David Tibet o Kate Bush, por no hablar de su literatura, escondida como gemas en lo profundo de una escombrera de hierro de Sheffield. El nexo de unión con nuestro acervo cultural es que quizás Inglaterra tenga una historia y una tradición aún más vergonzosa y deplorable que la nuestra, la española. Aquí tenemos la herencia del cristianismo como hecho mágico y filosófico cuajado en libros místicos que no pretenden serlo, como Gárgoris y Habidis (Sánchez Dragó) o Leyenda del césar visionario (Francisco Umbral), que son puro neofolk. Creo que ambas culturas están tan infiltradas de vigorexia patriótica, derrotismo y patetismo que cuando uno encuentra algo en la caverna del mito resplandece más que si tratásemos de explicar los misterios védicos o la magia zoroastriana. En mi caso, con lo inglés se da esa fascinación por la otredad; el disfrutar de esa cultura no desde la pertenencia sino desde la contemplación adolescente de una tierra de mitos en constante edificación.

RP – ¿Crees que nos minusvaloramos un poco? Pongo un ejemplo panibérico: nuestro vecino Fernando Pessoa es, desde el punto de vista místico/vanguardista, mucho más potente que, digamos, Alan Moore, pero nuestra cultura subterránea no parece haberlo tenido jamás en cuenta…

IM – Hay que vencer la tara y el complejo. No es solo citar a Pessoa, hay que revindicar a Unamuno, a San Juan de la Cruz, a Maimónides… Por ejemplo quien cita al Frazer de La rama dorada debería citar también a Mario Roso de Luna, que escribió El simbolismo de las religiones. Claro que es más cool decir en una entrevista que Moore o Crowley son lo más, pero lo hacemos por esa lesión de la tara y el complejo. Y lo digo yo, que canto y escribo en inglés porque sufro de ese complejo. Es un contrasentido, pero la pulsión artística debe funcionar por golpes de timón, en la oscilación entre polos enfrentados: la teoría del fuego y el hielo; la creación por oposición violenta y desafío de los credos personales. 

El hecho cultural y tradicional define más la idea de estado que la filiación o vinculación política. La tradición es lo que cohesiona más a un pueblo. Uno de los triunfos culturales y civiles del cristianismo en su conquista de Europa, aparte del cuchillo y el fuego, fue importar y depurar la tradición de las legiones romanas de incorporar a su panteón de manes, exvotos y dioses domésticos a aquellas deidades que se encontraban en los pueblos que conquistaban. Allí donde había nereidas de los ríos el cristianismo te plantaba una virgen del río; un santo de la peña en lo que otrora fuera una estatuilla de Pan en una cueva. Lo mismo con las fiestas, el solapamiento trata de borrar el origen mítico de solsticios, inicios y finales de cosechas, muerte y resurrección del sol. No hay mayor mito ni fiesta que el mito solar, ya sea el de Odín, Ra, Apolo, Cristo o Mitra. Personalmente volvería adoptar esas fiestas, sigo obsesionado con esa devolución de contenido simbológico: ¿Acaso no son las fiestas símbolos en sí mismos?

RP – A la luz de todo esto, ¿cuál es tu idea de lo que debería ser Europa?

IM – Una regida por el contraste de poder entre Güelfos y Gibelinos. Europa es un deseo de afirmación y de seguridad para la pervivencia de la cultura occidental. Oriente siempre ha estado más definido en ese sentido, por lo que siempre se ha desplazado desde su polo gravitacional invadiendo e influyendo al oeste. Europa, según la idea decimonónica ha sido la visión de una reserva de resistencia en la que ha sido depositada la cultura clásica. No creo en Europa, como no creo en ningún estado, ni tan siquiera como una unificación cultural de defensa ante las influencias exteriores. Objetivamente Europa es puramente germanófila, el resto son las ruinas de Roma y Moscú.

RP –  Háblame de Ordalías, tu nuevo disco, cuyo título alude al “Juicio de Dios”, y por tanto a lo humano en contacto directo y crucial con lo divino.

IM – Nos sometemos a ordalías constantes. La grabación y desarrollo de este disco ha sido un desafío y una ordalía en sí. En el tiempo transcurrido entre el envío de tus preguntas y mis respuestas coincidieron la publicación del disco y la muerte de mi padre, ambas el día del equinoccio de verano, fecha elegida con premeditación para la publicación del disco por su fuerte carga simbológica. Esto representa una Ordalía en sí, la transición de poder entre el padre y el hijo, el que este hijo ocupe la sala regia del castillo y todos los problemas, fantasmas traumáticos y espíritus familiares que invoca el hecho de una muerte con una filiación sanguínea tan directa.

Componer y grabar Ordalías me ha llevado seis años. Ha sido agotador, exigente y doloroso, pero creo que así debe ser un disco: un vaciado absoluto que en muchos momentos carezca de sentido. Siempre he pensado que componer y grabar un disco ha de ser como la experiencia de Werner Herzog en Fiztcarraldo: algo de una magnitud titánica, que amenace seriamente con costarte salud, dinero, relaciones y cordura.

Las letras obtenidas de mis visiones hablan sobre simbología y decadencia, hablan de que es necesario morir para vivir, hablan de acabar de consumirnos con estos tiempos de Apocalipsis dilatados y aburridos. Quién nos iba a decir que el fin de los tiempos sería como una tarde aburrida de domingo y no con los fastos y vivos colores de los cataclismos que le fueron revelados a San Juan en aquella visión aterradora en la isla de Patmos.

En cuanto a lo musical no puedo más que agradecer los años de escucha abusiva de Swans, Wovenhand, Death In June y Fairport Convention. Estas aperturas estilísticas eran necesarias. Uno va escuchando más música, o escucha las canciones de siempre con otros oídos. Publicado Ordalías, tengo ya otras siete canciones que espero registrar a lo largo del año que viene, apoyado por una pequeña banda, Los Anarquistas Gnósticos. En estas se habla sobre la odisea de San Brann por el Atlántico, de perseguir en estado febril a zorros por campiñas fantasmales, de pasar a través de espejos huecos sin tener clara la posibilidad de retorno, de demonios del mediodía y de la simbología de la cruz como expresión de la unión entre el espacio y el tiempo, en cuyo centro se encuentra el ser.

RP – Es interesante esa idea de “devolución de contenido simbológico”… Cuéntame sobre esa gira que planteaste por lugares de especial significado ritual y que te ponía un poco en la senda del “anticuario moderno” Julian Cope.

IM – Cuando escribo estas líneas, esa peregrinación psicogeográfica al corazón de la tierra ya ha sucedido, o quizá no; parece un hermoso sueño cuajado de monolitos, consumo moderado de drogas y momentos de puro éxtasis y júbilo. Me planteé -aprovechando el actual momento de retirada de los espacios públicos, privados y autogestionados donde solemos tocar- hacer una devolución de significado a aquellos lugares singulares, mágicos y extrañamente circunstanciales a nuestros tiempos que sirven de puerta abierta, directa a los tiempos en que los dioses eran jóvenes y conversaban junto a los pastores en los cruces de caminos. Quería y pretendía volver a revitalizar piedras, cruces y sangre oxidada en el lecho sedimentario de la historia, tocando mis canciones allí. Para la primera etapa de esta peregrinación psicogeográfica escogí, premeditadamente, la necrópolis de Argiñeta, en Elorrio; de ahí viajamos hacia el oeste para meternos en el dolmen de La Cotorrita; remontamos después hacia el oriente para ascender la cumbre del Legaire y tocar dentro del cromlech de Mendiluze. Esta peregrinación fue un caminar exterior e interior. Quería tocar en libertad, sin la presión que supone el ir a actuar a un tugurio por una miseria y tener que soportar los dolores de cabeza de dueños de salas, técnicos imbéciles, gente de la escena y todo ese substrato de seres que aparecen como invocados a deshora en cualquier concierto underground. Prefiero ahorrarme todo esto y hacerlo con libertad, tan solo para hacer esta devolución de contenido, sin apenas anunciar, sin cobrar ningún tipo de entrada. Es como un marxismo cultural simbolista: muerte al dinero.

El mapa, ideológico y simbológico hace el territorio. El campo en el que transito ha sido explorado por Julian Cope, y sigo sus huellas en esa devolución de contenido a los símbolos. En nuestros tiempos las piedras y las cruces de occidente son pilas descargadas, baterías que un día rebosaban contenido, como agua manaba la fuente de la clepsidra en Atenas bajo la estatua de Pan. Este campo en el cual operamos es un tablero en el que buscar y reconciliarse con aquellos símbolos que servían de asiento a los dioses, mediante esa devolución poética de contenido que son mis canciones.

RP – La tarea del mitógrafo que va campo a través, por amateur que sea, no es sencilla. Ya Robert Graves en el prólogo de La Diosa Blanca planteaba un método de estudio visionario / inventivo que lo enfrentaba a una curia profesoral a la que detestaba… ¿Cómo comenzó ese proceso y en qué punto te encuentras?

IM – Comenzó gracias a haber crecido y haberme desarrollado como individuo en el mundo del punk, las ocupas, los fanzines y el menudeo de cintas. Aquel era un universo de posibilidades donde era común escuchar lo mismo a Swans que a Judas Priest, y leer desde Jünger a Pasolini, sin censuras impuestas por la estratificación que supuso, después, la conquista de la era de Internet y los foros. He leído mucho, con absoluta ansiedad, cegándome y tomando por dogmas absolutos algunas páginas que he ido incorporando a mi ideario. Aunque las canciones suceden y aparecen en un plano subconsciente, todas están cargadas de aquellas cosas que arrastro conmigo a ese sótano donde todo es posible. Todos hacemos ejercicios de mitogénesis a diario, y no me refiero a la manera de construir una canción o un texto, si no a la manera en la que operamos en la realidad.

Jamás me podría comparar con Robert Graves, pero entiendo muy bien el fondo de la cuestión que apuntas. El academicismo huele a rancio, si. Mahler decía que la tradición no es la adoración de las cenizas si no la transmisión del fuego; nosotros somos como una guerrilla: tenemos conocimientos adquiridos en la academia, pero no nos hemos sometido a la ortodoxia, y hemos preferido lanzarnos al bosque con una mezcla de conceptos, ideas e intuiciones que debemos transmutar en imágenes poderosas -esa mitogénesis de la que hablamos- como exploradores sin mapas ni brújulas en un mundo inacabable y salvaje.

Siempre hay una revelación, hay varias a lo largo de la vida. En mi familia he tenido dos personas que me han inclinado por el camino de la literatura y de la música, y a través de revelaciones sutiles he ido conformando una cierta intención en un caminar interior hacia una Cólquida reservada y personal. El vellocino dorado que persigo es la sublimación de todas esas intuiciones espirituales que me guían a través de los discos, la música y todo lo demás. Es fácil, una vez teniendo claro el propósito de “leer” o de “escuchar”, dotar a todos estos artefactos de otro significado. Esto me parece apasionante, la desambiguación del significado que quiere dar el artista y la percepción que tiene en mí. Es así de tal manera que puedo ver el mismo fondo espiritual en el evangelio según San Juan y en la película de Messer in kompf. Las dos revelaciones más absolutas que he sentido en mi vida fueron la primera vez que leí Sobre los acantilados de Mármol de Ernst Jünger y la primera vez que escuche a Swans.

RP – En conversación, el otro día, usamos un par de veces el concepto de “visión”, que a veces es difícil explicar a quien es ajeno al hecho creativo. Me hablaste también de tu ejercicio de la meditación…

IM – Creo que la manera por la cual nos relacionamos con y en la realidad es a través de visiones, ahora bien, tracemos un origen de las visiones. Existe la visión como algo ontológico, ¿verdad?, luego tenemos la visión como “hecho”, como manifestación o experiencia y por último la visión como primera potencia creadora, como semilla mágica de todo cuanto se desarrolle después. Yo no compongo canciones cogiendo la guitarra y plagiando acordes de canciones de los sesenta o setenta. Tengo poderosas visiones con el objeto de la canción en sí; sigo la visión, exhausto como un perro que sigue el rastro del zorro. La visión es una cacería terriblemente exigente y angustiosa hasta que ahí, en medio de un claro del subconsciente, el pavo real despliega su cauda pavonis, el horror vacui de todas la imágenes que existen en el subconsciente se manifiesta y la visión pasa de la definición enciclopédica a la abstracción más absoluta, hasta tal punto que he dejar correr a la presa y volver en mí con una o dos imágenes que se traducen en melodías y letras. Esto sucede cuando me obligo a tener esas visiones, en las duermevelas, en sueños profundos. Todo en esta vida obedece a la visión.

En cuanto a meditar, se ha convertido ya en un hecho religioso para mí; es una fortaleza interior, un refugio inexpugnable en el cual me oculto a los ojos de este mundo y me dejo ser visto por los ojos del otro mundo. La meditación no es un proceso de vaciado de la mente para llegar a una situación de paz y equilibrio, es todo lo contrario. Meditar es ir a una batalla terrible, desarmado la mayoría de las veces; es perseguir e invocar símbolos, referentes; es volver a dialogar directamente con aquello que llamamos dioses, es decir, con las construcciones arquetípicas de nuestras proyecciones de grandeza, sin la interlocución de los rituales mágico-paganos, las liturgias de la sangre católicas o la diarrea verbal de gurús o maestros orientales. Meditar es sufrir, agotarse, volver aterrado de miedo y a veces con extrañas joyas extraídas de lo profundo del subconsciente.

Me he obligado a tomar la meditación como punto de partida de cualquier proceso creativo, hay días en que es fructífero, rara vez. La mayoría de las veces es caminar por el desierto sediento y hambriento, pero es la perseverancia, el sacrificio y la obstinación en la visión a través de le meditación lo que me ha hecho llegar hasta aquí con un disco de trece canciones.

RP – Si, como decía Bernardo de Chartres, vemos más allá porque vamos “a hombros de gigantes”, los que nos dedicamos a esto seríamos una especie de enanos sagrados. ¿Sobre los hombros de quién cabalgarán las futuras generaciones de enanos sagrados?

IM -¿Habrá más enanos sagrados?, ¿Qué pasará cuando muera el último gigante?  Creo que el modelo cultural occidental está agotado, estamos en los estertores del Kali-Yuga; todo lo que comenzó cuando Gavrilo Princip apretó el gatillo contra el Archiduque toca a su fin. Nuestros gigantes sagrados ya no lo son tanto, o quizás no conseguimos dar valor a la altura que realmente tienen. Creo que esa sacralización sólo se puede dar a través de la muerte de los mismos: no hay santos en vida. Ahora mismo, mis gigantes sagrados son John Balance y Genesis P. Orridge.

RP – Históricamente, parece como si hubiera mucho que recordar y recuperar para no estar huérfanos, pero al tiempo mucho que actualizar; como una doble corriente que nos exige recoger lo de atrás y proyectarlo hacia el futuro. ¿Cómo se hace eso en una época de crisis de identidad profunda?

IM – Aún vivimos en un mundo que se resiste a abandonar el brutalismo medievalista. Han desaparecido hasta las fábricas y todo lo que conllevaban; ha habido una incepción muy rápida e inconclusa de lo que debiera haber sido esa transición entre el mundo antiguo y el moderno. Ahora no sabemos ni en qué edad estamos… bueno, sí, en la de la degeneración y disolución absoluta de todos los valores, ideas y significados que en algún momento nos han dado cohesión como cultura. No creo que seamos una generación bisagra entre nuestros abuelos o padres -que aún conocieron como se molía el trigo en el molino- y la industrialización, el abandono del campo y la periferia de la ciudad, la creación de los espacios vacíos, liminales, las interzonas y las ciudades fantasmales de funcionarios y sectores servicios. El futuro no trae nada más que destrucción y más destrucción. Yo personalmente necesito aferrarme a los símbolos, estudiar su significado, tratar de revitalizarlos y seguir en lucha contra el mundo moderno a través de visiones, de canciones y de intentar vivir lo más aislado que me sea posible.

RP – Has hablado de magia… ¿Crees que existe la magia? Personalmente, la magia que conozco es la de la creación: la unión voluntaria (o no tanto) de elementos distintos para crear algo nuevo…

IM – En ese sentido, sí. La magia es el lenguaje de la imaginación, la capacidad de conjurar algo de un espacio abstracto, ya sea este un pensamiento, una idea o una vaga intuición y transmutarlo en un texto, en una canción o en una pintura. La magia era el código de comunicación entre los dioses y las personas a través de los símbolos, el canal. Se podría explicar la magia como el proceso de comunicación más atávico, ya fuese invocación (hombre como emisor, Dios como receptor) o manifestación (Dios como emisor, hombre como receptor). Sería el código del lenguaje, el símbolo, el canal. Todo esto en el campo semántico de la imaginación. Magia es la forma de lingüística más rudimentaria, donde el barro de la creación esta duro y sin trabajar, esperando construir las formas que queramos conjurar.

RP – ¿Debemos los que buscamos algún tipo de luz vital añadida asumir que nuestras probabilidades de ser felices disminuyen? 

IM – Siempre se paga un precio, en mi caso soy una persona profundamente infeliz. Cada vez que emprendo un proceso de disociación de ideas para luego construir una nueva, o incorporar algún aspecto nuevo a mi pensamiento, algo muere, algo queda en un peaje que siempre se cobra un precio elevado. Esa luz interior va creciendo y es cada vez más radiante, pero a costa de sacrificar relaciones privadas y personales. El sacrificio es necesario, y de esos dolores terribles de lo que tenemos que perder, de aquello que debemos entregar como pago por seguir desarrollándonos a través de fracturas y fracasos, nos llega en forma de regalo una hermosa poesía del dolor de la pérdida que hace, en mi caso al menos, que nos sintamos miserables. 

RP – El rock resulta confuso, a veces. Dependiendo del ángulo de observación, me resulta profundamente dual o esencialmente masculino… 

IM – El rock es dual, tiene esa doble característica, marcial y hedonista. Pretendo que mi música sea esencialmente apolínea, pero la representación, el deus ex machina de un concierto, es esencialmente dionisiaca, como los todos los rituales. ¿Es el rock una expresión genuina de masculinidad? Sí, claro. No me interesa caer en un debate de género estéril, pero el rock es fálico, solar, apolíneo y masculino.

RP – Para cerrar, me llama la atención tu pasión por el fútbol…

IM – Cada vez menos… Soy socio del equipo de mi pueblo que acaba de ascender a segunda B. En esas categorías aún hay autenticidad y se ve esa superación de la estratificación social en torno a los colores del equipo del barrio. Por seguir con mi anglofilia, he sido auténtico seguidor de totems balompédicos como Matt Le Tissier, Alan Shearer, Dennis Bergkamp o el mayor talento de todas la generaciones habidas y por haber: Paul Gascoigne. El futbol tiene esa militancia pasional que no atiende a razones, en la que se puede gritar, despotricar y beber a mansalva. Es un exorcismo mágico de conjunto, una potencia catártica en la que entra el juego de la impersonación de cada forofo en su jugador de referencia: se respira con él, se golpea con él. La pulsión común de una hinchada deseando que se anote un tanto es magia, es un ejercicio de magia y proyección////PACO

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