Esta historia empezó en septiembre, cuando se me ocurrió preguntar en Twitter quiénes eran los intelectuales de La Libertad Avanza. No olviden que hace pocos meses atrás vivíamos tiempos de escepticismo y faltaba un buen tramo de “la fiesta de la democracia” para que una frase corriente entre individuos medianamente alfabetizados como “googlealo”, por ejemplo, fuera percibida como una afrenta jactanciosa de eruditos, como pasó desde que Sergio Massa la pronunciara varias veces, y en tono acusatorio, durante su “debate televisivo” con Javier Milei. La reacción a mi tweet, sin embargo, arrastraba indicios de un conflicto libertario constitutivo con “lo intelectual”.
Para evitar hacerlo largo: hubo un caudal desproporcionado de respuestas resentidas ante mi pregunta (que circuló durante días en el orden de las 416.000 “visualizaciones” y 129 “citas” con distintas puteadas), pero también un terremoto virtual de los más diversos complejos intelectuales de inferioridad. Lo que pretendía ser una demanda de nombres concretos (como quien pregunta sobre los intelectuales del peronismo, los intelectuales del radicalismo e incluso sobre los intelectuales del antiperonismo) se asimiló sin grises como un agravio. Y eso desató una shitstorm. En el aluvión de reacciones, uno de los tantos Untermenschen libertarios, destacado luego por su genuflexión a la locura con una diputación provincial, anunció en un tweet que los “autopercibidos intelectuales” serían expulsados “afuera” del Estado, en alusión a la inolvidable “perfo” que pocos días antes Milei había realizado en LN+ junto a uno de sus voceros, Jonatan Viale.
Aunque esa extraña amenaza de expulsión me resultó indiferente (no interesan, y aburren mucho, las recurrentes autodefensas que los ñoquis del Conicet hacen de sí mismos ante cualquier plan de ajuste que cuestione sus métodos para evadirse de la vida laboral adulta), en aquello del intelectual como “autopercibido”, en cambio, creí que había un acierto. El verdadero intelectual, ¿no se inventa y se percibe a sí mismo como intelectual más allá de los birretes en su armario o las becas que acicale su cuenta bancaria? Como fuera, el problema era que lo caricaturesco en todas estas presuntas figuras del intelectual (o de lo intelectual en sí mismo) era indisociable del medio en el que había formulado mi pregunta. Al fin y al cabo, hablamos de Twitter, ese espacio connatural al ocio donde los intelectuales suelen ser imaginados como monigotes dotados de sabidurías tan oscuras como intimidantes para los profanos, igual que fuera de Twitter.
Postergo los debates acerca de este fenómeno para la próxima. Solo diré que los libertarios no son los únicos en autopercibirse más que hámsters al servicio de Silicon Valley por pasar su tiempo en las redes sociales, y también que el hecho de que hayan destronado en el ejercicio de esta fantasía narcisista a varios de los que por hacer lo mismo se creen guardianes del activismo progresista o reaccionario, e incluso a nuevos cuadros dirigenciales de algún tipo de peronismo, me parece a priori positivo. A la hora de la verdad, sin embargo, lo único a lo cual atenerse al meditar acerca de estas actitudes es a que la hiperinflación que se acumula sin pausa sobre el producto del trabajo individual y colectivo provoca el hiperdesprecio tanto individual como colectivo, y entre los jóvenes ese hiperdesprecio es más nocivo aún, porque frustra cualquier ánimo de pensamiento verdaderamente rebelde y somete al resentimiento, el derrotismo y la estupidez de los viejos (que a veces, por si fuera poco, sabe disfrazarse muy bien de lo nuevo y lo rebelde). Javier Milei es la forma en que ese hiperdesprecio avanza y quienes estén interesados en el proceso de degradación psíquica que ese hiperdesprecio arrastra pueden leer, también en Twitter, la novelización perfecta en la que ya trabaja Sebastián Robles. Pero, ¿a dónde quiero llegar con esto?
A lo que apunto es a que la pregunta acerca de quiénes eran los intelectuales de La Libertad Avanza condujo a muchos militantes libertarios a una reacción contra la idea de “lo intelectual” en sí mismo. Y esto desnudó una paradoja crucial, dado que el libertarismo, antes que cualquier otra cosa, es un movimiento intelectual. Eso significa que el libertarismo nació, vive y probablemente muera entre think tanks de multinacionales que solo anhelan bajar costos de producción, comités políticos financiados por grandes evasores y catedráticos parasitarios que, desde determinadas universidades privadas, fabrican sentidos al servicio de estos dos grupos. Aún así, el libertario ni siquiera es uno de esos movimientos intelectuales de los que pueda decirse que la teoría, aunque sea, funciona mejor que la práctica. A grandes rasgos, la teoría libertaria es inconsistente y delirante, cuando no criminal (instigar a cometer crímenes, por ejemplo, sólo está penado “porque negamos el libre albedrío y la libertad de elección de cada hombre”, sostenía Murray Rothbard), mientras que la práctica, por otro lado, jamás ocurrió en alguna escala humana o marco político atendible. Hasta la llegada de Javier Milei a la presidencia de la Argentina, por supuesto.
No culpo de desconocer qué es el movimiento intelectual libertario a los “neolibertarios mileístas” (vamos a llamarlos así, para distinguirlos de otros) que se sumaron a aquella divertida shitstorm. Después de todo, a pesar de imitar a los libertarians de los Estados Unidos con sus pseudónimos virtuales de provincianos inclinados al incesto, las actitudes exaltadas de foristas de 4chan, las mordidas algo cruzadas encima de las infaltables papadas y las “reuniones libertarias” sin mujeres, ninguno calificaría como un auténtico libertario. Pero tampoco podría afirmarse, sin caer en el ridículo o la demagogia, que sí calificarían como derechistas o izquierdistas, o que tienen alguna noción formada de historia, política y economía a partir de la cual fijar posiciones argumentadas sobre lo que fuera. Lo que los “neolibertarios mileístas” expresan, en realidad, es algo distinto. Algo que toma forma ideológica real a partir de circunstancias explicadas por Elias Canetti en otro lugar (que se puede googlear). Mientras tanto, Samuel Johnson ya se limitó a detectar que la política nunca ha pretendido hacer sabios y buenos a los hombres, y que su máximo poder es usarlos lo mejor posible aunque sean idiotas, incluso en Twitter. De cualquier manera, lo que ahora importa es que los intelectuales de La Libertad Avanza existen. Y el más admirado por el presidente Milei se llamó Murray Newton Rothbard (aunque durante su asunción citó a un excéntrico menor, Alberto Benegas Lynch Jr., al que volveremos más adelante).
La primera sorpresa para los “neolibertarios mileístas” quizás sea que Rothbard tuvo ambiciones más complejas que monetizar su tendencia al ridículo en las redes sociales (y también objetivos más trascendentes que “ponerla”, para no olvidar la injusta acusación, típicamente progresista, de que muchos “neolibertarios mileístas” son “virgos”). Pero la segunda sorpresa probablemente sea que Rothbard estaba convencido de que sólo un programa populista dispuesto a “liberarnos de la clase inferior liberal” podría terminar de una vez con la existencia de los impuestos, las subvenciones, las escuelas públicas (“quita al Estado de la familia y reemplaza el control de Estado con el control parental”) e incluso los vagabundos. “¿A dónde irán? ¿A quién le importa? Con suerte, desaparecerán”, escribió acerca de ellos en 1992 en Populismo de derecha: una estrategia para el paleolibertarismo, aunque será justo aclarar que Rothbard no alude a un plan concreto de exterminio (eso queda para los criminales, a los que la policía “en libertad” les aplicará “un castigo inmediato”), sino a un proceso abstracto, voluntarista e indeterminado mediante el cual los vagabundos dejarían de ser parte de “los mimados y los consentidos para introducirse en las filas de los miembros productivos de la sociedad”.
A continuación voy a abreviar de manera selectiva los grandes lineamientos intelectuales de Rothbard, luego me gustaría señalar algunas relaciones turbulentas entre aquello y las ideas del presidente Milei y, para terminar, tantear la confusión laberíntica en la que lo delirante, lo impracticable y lo psicotizante eclosionan en el panorama político inmediato para acalambrar, hasta la inevitable necrosis, cualquier estructura intelectual o pensamiento. Establezcamos que Rothbard fue un economista estadounidense de origen judío con ideas tajantes en favor de la omnipotencia de un libre mercado dentro del cual, entre los años en que se graduó como matemático en 1945 y murió en 1995, jamás elaboró, administró, produjo ni edificó otra cosa que cursos en espacios académicos irrelevantes como la Escuela de Ingeniería Tandon de la Universidad de Nueva York y la Universidad de Nevada en Las Vegas. Sin embargo, Rothbard sí fundó varias publicaciones “anarcocapitalistas” gracias a un pensamiento funcional a multimillonarios como Burton Blumet, políticos marginales como Ed Crane y cabilderos imprecisos como Lew Rockwell, aunque cualquiera que conozca el deseo de escribir y publicar ideas en este mundo (y Rothbard fue autor de 28 libros, algunos con títulos notables como ¿Qué le hizo el gobierno a nuestro dinero?) sabe que eso, al fin y al cabo, no es poco.
Tal vez por eso Justin Raimondo, su biógrafo, evita las ambigüedades al subrayar en An Enemy of the State que Rothbard, a pesar de lo que aparenta, no fue el producto acabado de un experimento lisérgico del Departamento de Guerra Psicológica de la CIA sino que, por el contrario, ni siquiera el Departamento de Guerra Psicológica de la CIA pudo entender con precisión de dónde había salido un propagandista tan extremo del libre mercado como Rothbard. De hecho, en nombre del libre mercado, el intelectual admirado por Milei apuntó sus posturas libertarias, “anarcocapitalistas” y “paleolibertarias” contra el Estado de su propio país, al punto de escribir en 1967 que el enemigo de Ernesto “Che” Guevara, al que la CIA acababa de asesinar en Bolivia, “era nuestro enemigo, el gran coloso que oprime y amenaza a los hombres del mundo, el imperialismo estadounidense”. En cualquier caso, contra la desconfianza que el libertarismo suele mostrar ante el psicoanálisis, y en sintonía con lo que los biógrafos de Milei cuentan sobre los abusos que sufrió de su padre, Raimondo dará a entender que Rothbard inventó el “anarcocapitalismo” y el “paleolibertarismo” como fantasías reactivas de destrucción contra los anónimos obreros organizados que retuvieron a su padre en una refinería durante una huelga cuando él tenía veintiséis años.
Para Rothbard el libertario se diferencia del liberal típico (sigo el prólogo preciso de Luis Diego Fernández a Utopía y Mercado) porque defiende una libertad integral anti-estatista opuesta a la planteada por los conservadores republicanos, que se dejan llevar por el imperialismo y el militarismo estadounidenses, y opuesta a la planteada por los liberales demócratas, que le dan un sentido intervencionista y progresista. El “anarcocapitalismo”, por lo tanto, fue la teoría rothbardiana inicial que expiaba el sentido mismo del Estado a través de la completa privatización de absolutamente todas sus áreas corrientes de injerencia (seguridad, infraestructura, servicios, transporte, salud, educación, defensa), mientras que otra teoría rothbardiana posterior, el “paleolibertarismo”, intentó trasladar los principios libertarios hacia una alianza con la ultraderecha tradicionalista que pronto encontraría en su propia senda populista un camino concreto al poder. Dicho sea de paso, y aunque tras veinte años de ediciones y reediciones de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe el periodismo repita que “populista” es un político con muchos votantes o con afinidad por los actos de masas (o que “te den cosas que no merecés”, entre otras definiciones increíbles del portavoz presidencial), el populismo es otra cosa, que apunta a tomar control de la sociedad a través de un salto simbólico por encima de los factores de “poder real” de esa sociedad. Lo que el populismo verdaderamente es resulta importante en este punto de la historia, porque es el fundamento de esa hipotética “casta” enquistada en todo el arco político-institucional democrático, incluido el establishment progresista. Queda constituido así el adversario ideológico y electoral del “paleolibertarismo”, cuya vertiente libertaria, en el contexto del poder argentino, representaría (y este es un potencial muy escéptico) el presidente Javier Milei, mientras que su vertiente conservadora estaría representada por la vicepresidente Victoria Villarruel.
Hay que apelar a cierta suspensión de la incredulidad psicopolítica al leer que para Rothbard, por ejemplo, “el servicio militar obligatorio es como la esclavitud a gran escala” y que, dado que la guerra moderna implica la matanza masiva de civiles, “el libertario ve ese tipo de conflictos como asesinatos masivos y, por lo tanto, completamente ilegítimos”, al mismo tiempo que Javier Milei, en épocas de campaña, agitaba la bandera de Israel en perfecta sincronía con las bien documentadas matanzas sistemáticas de civiles palestinos en Gaza en represalia por el ataque del grupo terrorista Hamas. Pero a esto volveremos más adelante porque son, apenas, nimiedades. Quedémonos ahora con algunos de los principios del pensamiento de Rothbard, tales como que “los impuestos son robos legalizados y organizados en gran escala”, “el Estado democrático debe ser desmitificado y desacralizado” e incluso que, en esta batalla entre “explotadores gobernantes y explotados gobernados”, hay “cortesanos intelectuales” que se dedican a “crear confusión para inducir al público a aceptar el gobierno del Estado a cambio de una porción del poder y del dinero mal habido extraído por los gobernantes”, según escribe Rothbard en Hacia una nueva libertad. El manifiesto libertario (como intelectual autopercibido, si me disculpan el paréntesis, hay que reconocer que Rothbard es un intelectual que no miente tanto respecto a este último punto). Por otro lado, quizás resulte reconocible, incluso para los “neolibertarios mileístas” que no leerán nunca a este ni a otro intelectual libertario, el tono macabro de los ejemplos con los que Rothbard ponía a prueba su ética libertaria (“supongamos que una sociedad que cree fervientemente que los pelirrojos son agentes del diablo y que al encontrar uno hay que ejecutarlo…”) o el modo en que planteaba que no existe “una entidad llamada ‘sociedad’, sino solo individuos que interactúan”.
Termino esta presentación del ideario “anarcocapitalista” y “paleolibertario” señalando que para Rothbard “el libertario se opone a cualquier agresión privada o grupal contra los derechos de la persona y la propiedad”, con lo cual alude a la absoluta libertad para el ejercicio de toda forma de la sexualidad y la reproducción a partir del hipotético principio contractual del consentimiento, a la vez que abre el camino hacia la compra-venta desregulada de todos los servicios, las voluntades y las partes de cualquier hombre, mujer o menor de edad sujeto a los presupuestos lockeanos de que “todo individuo tiene la propiedad de su persona” y que todo individuo es parte de un capitalismo de propiedad privada irrestricta y el libre comercio, “o sea, un sistema de capitalismo del laissez-faire”. En palabras más simples, la carne y el alma humanas, en todos sus formatos y sin el amparo de ningún organismo supraindividual que establezca un parámetro moral distinto que la ley de la oferta y la demanda, quedan a disposición de aquellos con los recursos materiales suficientes para comprarlas… entre aquellos sin los recursos materiales suficientes para negarse a venderlas. Con esto en cuenta, es posible que, a partir de la alienación de Rothbard, hayan tomado forma varias de las ideas alienadas de Alberto Benegas Lynch Jr., un oscuro ideólogo libertario-católico citado por Milei durante su asunción al que tal vez recuerden por sostener en público que hay que cortar relaciones diplomáticas con el Vaticano o que está en favor de un mercado de órganos.
Si me preguntaran, de cualquier manera diría que el inexorable despegue delirante que el pensamiento rothbardiano hace frente a la realidad está en su solución teórica para “el tema particularmente espinoso de los piquetes y las manifestaciones”, asunto cuya resolución “perjudica siempre a algún grupo de contribuyentes”. Para esquivar dudas, desconciertos o comparaciones malintencionadas con el “Protocolo Antipiquetes” que intenta revocar el derecho a la protesta, cito lo que Rothbard escribe en Hacia una nueva libertad. El manifiesto libertario, tal como puede leerse en la traducción (algo fallida) de Utopía y Mercado: “Lo único que hace que este problema sea insoluble, y oculta la verdadera solución, es el hecho universal de la propiedad y el control gubernamental de las calles. La cuestión es que quienquiera que sea dueño de un recurso decidirá cómo utilizarlo. El dueño de una imprenta decidirá qué se va a imprimir en ella. Y el dueño de las calles decidirá cómo asignar su uso. En resumen, si las calles fueran propiedad privada y la Asociación Amigos de Wisteria solicitara utilizar la Quinta Avenida para manifestarse, la decisión de alquilar la calle para la manifestación o mantenerla libre para el tránsito dependería del dueño de la Quinta Avenida. En un mundo puramente libertario, en el que todas las calles fueran de propiedad privada, los diversos propietarios decidirían, en cualquier momento dado, si alquilar su calle para manifestaciones, a quién alquilársela y a qué precio. Entonces estaría claro que el punto en cuestión no es la ‘libertad de expresión’ o la ‘libertad de reunión’, sino los derechos de propiedad: el derecho de un grupo a ofrecer alquilar una calle, y el derecho del dueño de la calle a aceptar o rechazar la oferta”.
A esta altura de un texto que tarda en leerse aproximadamente catorce minutos, creo sensato anclar el conflicto entre los “neolibertarios mileístas” y los intelectuales libertarios en el hecho de que los primeros no quieren pensar nada, mientras que los segundos son incapaces de pensar. Es a partir de este equívoco que se deriva el pánico de unos y otros ante cualquier idea ingobernable, es decir, auténticamente libre, de “lo intelectual”. Desde ya, que se funde en un equívoco no impedirá que esta alianza constituya un amor en correspondencia perfecta entre las necesidades pragmáticas de la “militancia” de los “neolibertarios mileístas” y las necesidades superfluas de los intelectuales libertarios de darle algún marco teórico a lo que, desde lejos o desde cerca, parece, se ve, suena, uno sospecharía que es y finalmente es puro delirio, destinado a justificar el abuso de los más poderosos sobre los más débiles, la desigualdad en beneficio de los más ricos sobre los más pobres y la humillación de los más desamparados por parte de los más protegidos. De todas maneras, para esa franja de “neolibertarios mileístas” que demandan “argumentos”, esto va más allá de los simpáticos desvaríos de Murray Rothbard o de cualquier otro falsificador de ideas sobre la supuesta naturaleza del mercado, y ha sido bien simplificado en lo que Martin Heidegger (que, como Milei, no veía nada tan valioso en la democracia) escribió acerca de que la ciencia no piensa (si podemos llamar “ciencia” a este crisol de maquinaciones económicas, financieras, mercantiles y publicitarias), como puede leerse en ¿Qué significa pensar?
Pero no perdamos de vista el tema central. Lo que realmente tenemos con la llegada de Javier Milei a la presidencia tampoco es un programa “liberal-libertario”, “anarcocapitalista” ni “paleolibertario”, sino “un programa hiperortodoxo con fuerte ajuste fiscal”, como él mismo sostuvo por Instagram. Un “programa” que, además, sumó de inmediato 6 puntos de pobreza a los casi 45 puntos heredados del gobierno anterior, lo cual, según algunos observatorios sociales, podría elevar el índice general de pobres en la Argentina al 60% para el primer trimestre del año 2024. “Todo indicaría que se viene un CURRO-Trade de patas cortas y una política cambiaria que vuela por los aires rápido”, escribió en Twitter el economista libertario Diego Giacomini. “Cuando reacomodemos la economía, vamos a empezar a eliminar lo que a los liberales libertarios no nos gusta”, dijo por su parte Milei, confiado en que las contradicciones severas entre la realidad que existe y la realidad que él sueña serán superadas mediante Decretos de Necesidad y Urgencia en favor del completo desarraigo del hombre de toda comunidad, tierra y dios. Por otro lado, mientras esto suceda, los “neolibertarios mileístas” ofrecerán como parte de su “militancia” en Twitter hashtags, trolling y memes con destino de autoinmunidad ideológica (como las “psicografías” de Solari Parravicini o las imágenes sensiblemente photshopeadas del “león”), más tarde van a repetir acusaciones cobardes contra la “pesada herencia” en sesiones online de terapia política grupal y, al final, ya no van a decir nada. Este proceso es cíclico, y así como ocurrió antes con otros, volverá a ocurrir ahora con ellos.
Terminemos con una cita de unos de los padres fundadores de la Escuela de Austria. “No debería sorprendernos que el verdadero erudito o experto y el práctico hombre de negocios”, escribe Friedrich August von Hayek en “Los intelectuales y el socialismo” para describir a los lacayos académicos del mercado como él y a los usureros que financiaron la Sociedad Mont Pelerin, “sientan, a menudo, desprecio por el intelectual, no estén dispuestos a reconocer su poder y se resientan cuando lo descubren”. Es cierto: si el “intelectual” es, para los libertarios en general y para los “neolibertarios mileístas” en particular, quien se permite la libertad genuina de dudar sobre los vínculos virtuosos entre la expansión desregulada del turbocapitalismo y la dignidad de la especie humana, no debería sorprendernos. Al fin y al cabo, muchos de los “neolibertarios mileístas” que “desprecian” al intelectual y se “resienten” al descubrirlo son parte del mismo colectivo de perspicaces que hoy cree en “las fuerzas del cielo” y ayer creyó que la pandemia de Covid-19 era un ataque viral planificado por los comunistas chinos en complicidad con lo comunistas rusos y la sinarquía judeo-anglosajona con el objetivo de implantarnos chips de control mental a través de las vacunas. En el balance, lo cierto es que lo delirante del movimiento intelectual libertario, lo impracticable de una gestión de lo público bajo su ideario y lo psicotizante de quienes recortan de esta eclosión una constelación absurda de rencor y furia antiintelectual, se traduce en el panorama político inmediato en algo que solo puede acalambrar, hasta la inevitable necrosis, cualquier estructura intelectual o pensamiento. El nombre de Murray Newton Rothbard, mientras tanto, ya es parte de la historia argentina. Como muchos saben, quedó grabado en el centro del bastón presidencial de Javier Milei, justo bajo la carita de uno de sus perros (“hijitos”) clonados/////////PACO