Noam Chomsky todavía sabe cercenar las piezas ideológicas que produce el complejo militar-industrial desde el cual, capaz de “desvincular completamente su actividad científica de su activismo político”, como dicen las almas bellas del Instituto de Tecnología de Massachusetts, él mismo ha hecho sus propios aportes a la lingüística durante los últimos 60 años. Al borde de los 90, y tal vez con las últimas fuerzas originadas por esa contradicción radical, Réquiem por el sueño americano eleva esta habilidad chomskiana a un grado de paroxismo compatible con el pesimismo más terminal.
Sin ir más lejos: en los Estados Unidos de Donald Trump, dice Chomsky, la única forma de sentido colectivo es la que supo expresarse en un memo interno del banco Citigroup de 2005, donde se afirma que el mundo se divide en dos bloques: las “plutonomías”, donde una minoría de ricos impulsa y en gran medida consume el crecimiento, “y el resto”. Por supuesto, que las sociedades permitan esta “plutonomía” —dice también el memo— significa que una parte considerable del electorado cree que tiene posibilidades de convertirse en “pluto-participante”. En las palabras del propio Citigroup: “¿Para qué matarla, si nos podemos unir a ella?”.
Bailando por un sueño de multimillonarios
Aún si el memo fuera falso —y no hay pruebas de que The Plutonomy Symposium: Rising Tides, Lifting Yachts lo sea—, lo que Chomsky quiere señalar es que lo que ahí se afirma sobre el estado palpable de la economía y la sociedad occidental es verdadero. Y es tan verdadero que la única pregunta no debería concentrarse en el por qué ni en el hasta cuándo, sino en algo todavía más concreto y llameante: el cómo. Al igual que el francés Thomas Piketty, Chomsky tiende a no permitirse demasiadas ilusiones frente a este punto. Si el problema de la democracia es, al menos desde los tiempos de Aristóteles, la desigualdad, la historia entonces demuestra que siempre hubo dos alternativas: o se reduce la desigualdad y se fortalece la democracia, o se reduce la democracia y se fortalece la desigualdad. Bajo un sistema en el que la movilidad social ascendente se empantana y quienes destruyen el sueño del progreso son los mismos que les prometen a los votantes que van a traerlo de vuelta —desde la era del Estado de bienestar y la economía productiva, aunque por ahora solo tengan experiencia en los negocios financieros y en las ventajas inmediatas de las herencias—, Chomsky advierte que tampoco a nosotros nos conviene hacernos ilusiones.
Las siguientes palabras pueden haberse escrito en Massachusetts, pero es fácil decodificarlas en clave autóctona. Y la clave argentina no es una excepción: “La concentración de la riqueza conduce a la concentración del poder, sobre todo a medida que el coste de las elecciones se dispara, lo que hace que las grandes empresas tengan a los partidos políticos en el bolsillo”. Para avanzar un poco más sobre esta “concentración de la riqueza”, Chomsky habla entonces de “financiarización” y “deslocalización”, es decir, de modelos económicos basados en la especulación financiera y la compra-venta de distintos tipos de deudas y sus derivados, y del desmantelamiento paulatino de las viejas cadenas de producción, que terminan en la omisión de las obligaciones impositivas a través de los paraísos fiscales y empiezan en la tercerización de la mano de obra mediante un régimen de trabajo barato y flexible.
El modelo Apple
Al describir la cara menos lavada del verdadero sueño capitalista, Chomsky tiene en mente empresas como Apple, donde la mano de obra china es tan barata que, por apenas 2 dólares por hora, cualquier mayor de 16 años es admitido para trabajar hasta diez horas por día en “iPhone City”, como se conoce el complejo industrial Foxconn en la provincia de Zhengzhou. Pero cuidado: con un precio final de alrededor de 900 dólares en las góndolas virtuales de Amazon, lo que Chomsky quiere explicarnos no es que la clásica doctrina de Henry Ford, según la cual cada empleado debía ganar lo suficiente como para comprar su propio auto, ya expiró, sino que el verdadero proyecto económico en marcha, y la plataforma ideológica que rige los parámetros que le dan sentido a nuestra realidad material, es una sin ningún interés en la creación de demanda.
Tal vez Javier Milei tiene razón cuando señala que si existen los «paraísos fiscales» es porque existen también los “infiernos tributarios”, pero, aún así, el razonamiento de Chomsky vuelve a sonar relevante en casi cualquier contexto: “Si se desea aumentar los puestos de trabajo, si se desea aumentar las inversiones, lo que hay que hacer es aumentar la demanda. Si hay demanda, los inversores invertirán para satisfacerla. Si se desea aumentar la inversión, hay que proporcionar dinero a los pobres y a la clase trabajadora para que se lo gaste, no en yates de lujo ni en vacaciones en el Caribe, sino en bienes de consumo”. A fuerza de ser esquemática y algo ingenua, esta breve gramática crítica del sueño americano insiste en una misma idea: o se reduce la desigualdad y se fortalece la democracia, o se reduce la democracia y se fortalece la desigualdad.
El neoliberalismo afuera de las redes
A lo largo de “los diez principios de la concentración de la riqueza y el poder” que enumera para su réquiem por la democracia, la atención que Chomsky le presta a la riqueza y el poder de Silicon Valley es casi nula. Sin embargo, aún cuando la omisión podría resultar fatal para la solvencia del argumento —que hacia la mitad del libro reaparece en un formato más drástico: la definición de neoliberalismo, escribe Chomsky, es que gobierne el mercado—, el vacío también le sirve para reubicar en una dimensión “política” a la “revolución de la comunicación”. Pensar afuera de las redes, entonces, significa pensar dentro de la política. Y dentro de la política, dice Chomsky, “el espectro se ha escorado tanto hacia la derecha que lo que la población quiere, lo que antes era la corriente mayoritaria, hoy parece radical y extremista”. Pues bien, concluye, “depende de nosotros desplazarlo de nuevo”. ¿Pero desplazarlo hacia dónde?
El ejemplo que Chomsky tiene en mente es Medicare, el proyecto obamista de un sistema público de salud anulado por Trump en cuanto llegó a la Casa Blanca. Entonces, ¿qué hace falta para que la mayoría se oponga a una medida de gobierno capaz de mejorar la calidad de vida de la mayoría? ¿Por qué las personas se movilizan contra sus propios intereses “apoyando a figuras políticas cuyo objetivo es perjudicarles en todo lo posible”? Sin perder tiempo en el modo en que funcionan Twitter o Facebook —ni en las reconfortantes fantasías paranoicas que todavía culpan a los hackers del Kremlin por el triunfo de Trump—, Chomsky acorta el camino hacia la respuesta política más concreta: de lo que se trata, dice, es de erosionar las relaciones sociales haciendo que las personas se odien y se teman entre sí, que busquen su propio beneficio y no hagan nada por los demás. Otra vez, las palabras pueden haberse escrito en Massachusetts, pero es fácil decodificarlas en cualquier clave autóctona, y la clave argentina no es una excepción: “¿Quieres destruir un sistema? Primero, haz recortes. Así no funcionará, la población se enfadará y pedirá algo distinto. Es la técnica estándar para privatizar cualquier sistema”//////PACO