Sería desconsiderado analizar la ocasional ‒y, según algunos, inminente‒ “muerte de Twitter” sin repasar los síntomas de una agonía que concluye con una penosa expectativa de venta al mejor postor. Los primeros signos surgieron a finales del año pasado, cuando Chris Sacca, uno de los accionistas, advertía en mucho más que 140 caracteres que alrededor de 1000 millones de personas que habían “probado Twitter” habían decidido “no seguir usándolo” y que tal desconfianza se había trasladado a Wall Street, donde la empresa “había fallado en convencer a sus inversores de su potencial de crecimiento”. Desde entonces, el corazón de Twitter, de apenas diez años, empezó a padecer un agobio siniestro. Su lugar entre los más populares de internet cayó ‒hoy es el noveno después de Google India y antes de Windows Live, según la consultora Alexa Internet‒, la cantidad de usuarios activos se estancó en 313 millones ‒lejos de los 400 millones de Instagram y los 1.500 millones de Facebook‒ y su precio en el mercado se convirtió en una especulación entre la salvación y el desguace. En el medio, el panorama empezó a oscurecerse. En primer lugar, las nuevas audiencias en internet siguieron optando por redes sociales nuevas ‒y en ese territorio demográfico el tiempo es cruel: con un público entre los 18 y los 34 años, Twitter es casi un geriátrico dentro de un mercado focalizado en “seducir” a quienes tienen entre 14 y 17‒ y entonces, como aquel médico sin nada que comer que imaginó Stephen King en un cuento, Twitter empezó a amputarse algunas partes de sí mismo para canibalizarse y sobrevivir.
Su lugar entre los más populares de internet cayó, la cantidad de usuarios activos se estancó y su precio en el mercado se convirtió en un motivo de especulación entre salvaciones y desguaces.
Una de esas partes se llamó Vine, una aplicación que Twitter había comprado por 30 millones de dólares en 2012, cuando Vine prometía ser la plataforma definitiva de videos breves online (como hoy Instagram y antes Snapchat), y otra parte más sensible fueron las 350 personas ‒el 9% de sus empleados‒ a las que Twitter despidió hace pocas semanas. Pero, ¿qué mató a Twitter? Sobre el segmento material de esa pregunta gira la incierta cotización de la red que había prometido horizontalizar la opinión general de todos sobre todo, una promesa que si primero cultivó cándidas fantasías sobre la participación ciudadana, una década después devuelve más bien lo que parece una extensa pared de baño público llena de frases inocuas, denuncias frívolas y narcisismos añejos y en oferta que ya nadie se apura en comprar. Hasta qué punto la política estadounidense, por otro lado, tiene que ver con la cifra esquiva de Twitter, que Forbes estima en los 15 mil millones de dólares ‒incluyendo ganancias anuales en publicidad por 1600 millones dentro de los Estados Unidos y poco más de la mitad afuera‒, se refleja también en la fría espera del efecto de las elecciones presidenciales sobre Silicon Valley. Algo que tiene sentido porque, más allá del resultado, no es ningún secreto que los capitanes de la industria digital apoyaron a Hillary Clinton en la misma medida que Donald Trump alcanzó buena parte de su popularidad gracias al uso que hizo de los productos creados por esos mismos empresarios, con Twitter en primer lugar (como antes lo había hecho con Facebook, y con un mayor consenso a favor, Barack Obama, que pretende conservar los contenidos de sus cuentas presidenciales de Twitter, Facebook e Instagram a partir del cese de su mandato, en lo que la Casa Blanca llama “una transición digital”).
Los capitanes de la industria digital apoyaron a Hillary Clinton en la misma medida que Donald Trump alcanzó buena parte de su popularidad gracias al uso que hizo de productos como Twitter.
Aún así, más allá del desenlace de la estrategia, el destino está sellado: no es gracias al “ingenio” de los usuarios añosos que Twitter planea sobrevivir ‒ni por la extensión de los famosos 140 caracteres, ya prometida por Chris Sacca‒ sino por un volumen cada vez más amplio de videos que faciliten (y vuelva “amistosa”) una mayor venta de publicidad. Por supuesto, en esa desesperación comercial no hay ninguna nobleza, y por eso tampoco tiene sentido dejar de señalar que todo en Twitter está en venta desde mucho tiempo antes que la propia empresa. Empezando por los usuarios, reales o inventados, reducidos a bolsones de followers, y los contenidos producidos por esos mismos usuarios ‒en ciclos relativamente baratos que combinan el marketing habitual con la publicidad no tradicional‒, hasta llegar al Twitter más contemporáneo, donde lo uno y lo otro se fusionan, finalmente, en “twitteros profesionales” con una identidad y una relevancia dentro la red en alquiler para promocionar productos, eventos, servicios y también partidos políticos, la venta de Twitter como conjunto resulta una ironía del capitalismo con mal timing. De hecho, que las empresas interesadas sean Alphabet y Salesforce dice lo suyo. Creada por los fundadores de Google, Alphabet es una subsidiaria para emprendimientos laterales del buscador más grande de internet, cuya red social, Google+, nunca logró despegar, mientras que Salesforce vende servicios comerciales y almacenamiento electrónico. Reducida a una base de datos con un buen piso para la difusión de futuros negocios, el destino de Twitter no parece escapar de la escala de grises que conocieron ICQ o Napster. Pero lo que resta, mientras tanto, es el segmento emocional de la agonía. La angustia existencial que sintomatizan los usuarios.
“El sentimiento vital del apocalíptico” queda dominado por la fiebre de la expectativa próxima y por el insomnio feliz de aquellos que sueñan con la destrucción de un mundo que, en todo caso, va a perdonarlos a ellos.
Con alrededor de 5 millones de usuarios y el tercer puesto después de Brasil (15 millones) y México (9 millones) entre los países latinoamericanos más activos, la agonía de Twitter vista desde las pantallas argentinas ofrece un teatro cuyo patio de butacas está formado únicamente por primeras filas. De hecho, el envejecimiento comparativo de los usuarios en relación a lo que pasa con redes más juveniles como Snapchat o Instagram (e incluso Facebook, a pesar de sus once años de existencia), quedó bien reflejado cuando, también a finales del año pasado, Twitter reemplazó su clásico “Fav” por un más emotivo “corazón”, en un intento de sensibilizar lo que sus accionistas habían identificado como “un símbolo de conexión universal” capaz de contrarrestar que Twitter, entre sus géiseres de maledicencia epigramática y sus ríos permanentes de verdades reveladas, se había convertido en “un lugar atemorizante y solitario” (o, en palabras menos metafóricas, un negocio incompatible con los intereses de la nueva y más rentable generación de nativos digitales). Pero lo grotesco, aún en su didactismo, no fue que ese “símbolo de conexión universal” resultara inmediatamente repudiado de la misma manera que “Momentos”, “Por si te lo perdiste” o “Tal vez te guste”, entre otras cirugías estéticas de Twitter, cayeron en el vacío. Lo grotesco fue la manera en que la repulsión confirmó esa (tan twittera) esperanza de los apocalípticos que se retrotrae a una suposición simple y exagerada: la de que todos, más pronto o más tarde, tendrán que experimentar el ocaso de este mundo (en cualquier caso, durante su vida). Es a partir de ahí que las cosas se van transformando en señales y las señales en indicios, y también que “el sentimiento vital del apocalíptico” ‒como lo llama cierto filósofo europeo‒ queda dominado por la fiebre de la expectativa próxima y por el insomnio feliz de aquellos que ansían la destrucción de un mundo que, en todo caso, va a perdonarlos a ellos. Claro que si todavía es útil algún aporte de optimismo, hasta Louis-Ferdinand Céline puede hacerlo desde el más allá y sin transgredir las reglas old school de Twitter. Como cuando en apenas 66 caracteres escribió que “la opinión siempre tiene las de ganar, sobre todo si es cretina…”////PACO