I
Con el pasar de los años, y sobre todo desde que dejé la casa de mis viejos, fui perdiendo la costumbre de mirar televisión. En mi habitación actual hay un aparato noventoso desde el cual se ven sólo algunos canales de aire que mi destreza doméstica todavía no logra sintonizar del todo bien. Sin embargo, o quizás en consecuencia, aprendí que uno de los placeres más grandes y sencillos de la atrajeada cotidianeidad es tirarse en la cama o en el sillón a mirar la tele. No se puede negar la gratificación con que esporádicamente esa actividad colma nuestro tempus otiosum en algún huequito entre tareas o una vez terminada la jornada laboral o simplemente un depresivo domingo a la tarde que no queremos que sea tan depresivo.

Este hobbie por todos conocido viene siendo central en las charlas y debates que se desenvuelven desde hace una semana a raíz de la nueva reglamentación de la ley 23.316 sobre doblaje. El decreto 933 dictado el pasado 15 de julio motivó el replanteo de distintos puntos de una norma que hace foco en un aspecto central de nuestras comunicaciones: la voz.

Motivado por la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, el decreto impone el doblaje de material fílmico que originalmente está en lengua extranjera a un castellano neutro ‘argentinizado’ y comprensible para toda la América hispanohablante. La medida comprende los programas, series, películas, telefilms de corto o largo metraje, avisos publicitarios y avances, todos transmitidos por la pantalla chica. Por ahora, la polémica principal gira en torno a cuáles serán los cambios efectivos con respecto a la situación actual y de qué modo afectarán a quienes disfrutamos consumir productos audiovisuales en su idioma original.

II
Mencionaré al pasar sólo algunas de las múltiples preguntas que nos aquejan como espectadores: ¿cuál es la noción de
expresión acuñada en el decreto?, ¿acaso la expresión escrita no puede enriquecer la oralidad propia de la obra original?, ¿la oralidad sólo abarca distinciones entre “tú” y “vos” y entre “chicle” y “goma de mascar” o también incluye entonaciones, silencios, timbres de voz, tonos que acompañan los gestos y movimientos que el personaje realiza y que al actor tanto trabajo le ha llevado componer bajo la dirección de los realizadores?; ¿qué repercusiones tiene la ley en las grandes salas?; ¿qué sucederá con series como Los simpsons que desde hace años están dobladas y reproducidas en la TV con voces que característicamente asociamos a cada uno de sus personajes?; ¿estarán a cargo del doblaje los actores ya insertos en el circuito comercial o los que menos trabajo tienen o los locutores o se fomentará una especialización de actores  de doblaje -sobre lo cual, hasta el momento, no hay nada dicho-?; ¿qué público se ve de hecho beneficiado por esta norma?.

El documento requiere un análisis exhaustivo de sus diferentes aristas y desde perspectivas diversas. Pero hay una de ellas que me interpela particularmente y sobre la que quiero detenerme. El decreto mencionado deroga el anterior –N°1091, emitido en 1988– con el cual establece una diferencia notable en la definición de la lengua de doblaje. El de 1988 entendía al “idioma castellano neutro” como un “hablar puro, fonética, semántica y sintácticamente”, “libre de modismos y expresiones idiomáticas regionales de sectores”. Se trata de una lengua artificial, no hablada ‘en la vida real’, creada con el propósito específico de borrar las fronteras lingüísticas de las distintas regiones hispanohablantes. El nuevo decreto considera al idioma oficial como el “castellano neutro según su uso corriente en la República Argentina” y aclara que su utilización “no deberá desnaturalizar las obras” sobre todo cuando se trate de la composición de personajes de “lenguaje típico” (art. 3°).

La arbitrariedad de las nociones “desnaturalizar” y “lenguaje típico”, sobre las que no hay especificación alguna en las normas mencionadas, pierde relevancia ante el singular por el que se opta en el enunciado: “su uso” (y no “sus usos”). Es a todas luces sabido que no existe un único castellano en Argentina: en nuestro país hay delimitadas siete áreas en que se hablan variedades lingüísticas bien distinguibles. Me pregunto cuál será ese “uso corriente” que se tendrá en cuenta a la hora de realizar doblajes. ¿El español rioplatense o el litoraleño o el cuyano o el guaranítico o…? Pretender la uniformidad lingüística es silenciar una realidad heteroglósica compleja de un país donde además de las lenguas de los pueblos originarios -sí mencionadas gratuitamente siempre que se pueda- hay muchísimas formas y usos del castellano. El olvido, por parte de las autoridades, de dichas variedades de la lengua no es menor si comprendemos de dónde surge históricamente la identificación entre lengua y nación y qué consecuencias acarrea. Dicha identificación se afianzó, según Hobsbawm, a comienzos del siglo XX con el surgimiento de nuevos nacionalismos populares. Naciones como España, Alemania y Francia comenzaron a hacer uso de los aparatos ideológicos del Estado para transmitir la idea de pueblo como perteneciente a un todo nacional, cultural y lingüístico. Esta concepción de idioma nos sumerge en una andersonianamente ingenua comunidad imaginada en la cual todos somos iguales gracias a una lengua común muchas veces concebida como ‘natural’.

mapa de berta (1)

III
Cierto es que la lengua es fundamental a la hora de construir una identidad grupal, ya se trate de una nación, un continente, un pueblo. Pero una identidad nacional es enriquecedora y abarcativa si las diferencias que borra son las jerárquicas. La quimérica percepción sustentada en la uniformidad no hace más que fomentar una ideología tendiente a la normalización lingüística, tal como la entiende Ninyoles. La normalización implica la implementación no espontánea de una lengua (¿el castellano ‘porteño’?) en detrimento de la lengua propia (¿las variedades no porteñas?). Tal actitud homogeneizante está muy lejos de alentar la “pluralidad de voces”  de que las normas citadas hacen gala. A costa de una enajenación de la lengua propia, se termina ampliando la brecha entre los hablantes de
el uso legítimo y los hablantes de otras variedades del castellano.

IV
En lugar de sostener facilistamente las desigualdades muy corrientes en el plano social y soslayar el desarrollo del razonamiento crítico en beneficio de un conformismo que se mira el ombligo, considero primordial proveer a todos los hablantes de mecanismos que les resulten útiles para desenvolverse en el complejo entorno lingüístico donde convivimos. Dar por sentado que todos nuestros alumnos de Lengua conocen y dominan el castellano y sus variedades es una idea que bastante alejada está de lo que efectivamente ocurre. Me cuestiono en qué medida esta reglamentación promueve políticas educativas que fomenten y mejoren los procesos de enseñanza-aprendizaje del  castellano estándar y la concientización acerca de la heterogeneidad lingüística, todo lo cual incentivaría el desarrollo de ciudadanos capaces de poner en práctica una despierta actitud interpretativa.

Ahora bien, aplicar un doblaje argentinizado de acuerdo a la variedad dominante no sólo nos aísla entre nosotros dentro de nuestro territorio nacional. También pone en tela de juicio el posicionamiento de nuestro país en la escena mundial. Es llamativo que la norma considere al doblaje como un medio “para la defensa de nuestra cultura e identidad nacional”. ¿La defensa no tiene, me pregunto, su contracara en el ataque? La voluntad de argentinizar las voces pareciera responder a la idea de que los idiomas extranjeros o los doblajes no argentinos resultan, entonces, una amenaza. Esta actitud genera el riesgo de sumirnos en una costumbre que nos aleja del mundo en lugar de fomentar y facilitar nuestra inserción en él.

El castellano neutro latino, por su mera artificialidad, puede ayudar desde el cuestionamiento a poner sobre el tapete la existencia de realidades lingüísticas distintas a la propia. El neutro-argentinizado, en cambio, nos sume en una burbuja que olvida el amplio espectro de las variedades habladas en todas las regiones hispanohablantes, y resulta en una suerte de corral lingüístico que nos ‘protege’ del mundo exterior. Una medida de esta envergadura debería ser acompañada de  una iniciativa que fomente el aprendizaje de idiomas extranjeros en el plano fáctico. Conocer y escuchar las lenguas extranjeras posibilita la formación de espectadores críticos y, al mismo tiempo, ayuda a valorizar las lenguas propias al poner de relieve el contraste y, así, apreciar lo que es particular de la cultura e identidad nacionales.

El doblaje es un derecho para todo espectador y beneficia sobre todo a quien no sabe leer y para quien el subtítulo resulta estéril. Ahora bien, no olvidemos que, en este caso, se trata de una norma prescriptiva, donde el Derecho efectúa una orden. Así, lejos de alentar la tan abanderada “pluralidad de voces” esta medida pareciera ser una más destinada a quienes se convierten automáticamente en espectadores pasivos de decisiones políticas que en lugar de fomentar la tan vociferada diversidad se ponen al servicio de la homogeneización ////PACO.