1. 

«Nos vemos en la obligación de dirigirnos a Ud., a los fines de intimarlo a que en el plazo perentorio de 24 hs. levante el sketch “La Nena” del programa PONÉ A FRANCELLA que se transmite diariamente.” Este es el primer párrafo de una carta escaneada que circula en Internet desde hace algunos días. Su remitente es la Red de Contención Contra La Violencia de Género. Los datos que figuran en el encabezado dicen que tiene sede en Talchauano 1097, Piso 14, Ciudad de Buenos Aires. Hay un mail, teléfonos, fax y hasta el número de un celular. La carta está fechada en Buenos Aires, en abril de este año, y va dirigida a “TELEFÉ. Pavón 2444. (C1248) C.A.B.A. Sr. Director de Programación”. No se consigna el día pero se ve un sello de Televisión Federal S.A. Este sello avisa que “la recepción no implica conformidad” y señala el 29 de abril del 2013 como día de entrega. Después de ese contundente párrafo inicial, la carta sigue así:

«Sin animosidad alguna contra TELEFE ni hacia los actores protagonistas, requerimos la urgente eliminación de la citada pieza humorística en honor a todas las víctimas de abusos, niñas desaparecidas por la trata de personas y los miles de casos que aun se mantienen en silencio.”

La grandilocuencia y formalidad excesiva pertenecen al conocido registro del poder judicial. Pero, ¿desde dónde “intima”–esa es la palabra que usa– esta carta? ¿Por que sus firmantes se ven en la “obligación” de realizar esta intimación? ¿En qué ley o razón legislativa se están basando? ¿Cuál es el fondo legal del documento? Otra cuestión: ¿Por qué ahora y con esa premura, si se trata de un programa y un “sketch” que están al aire, con incuestionable visibilidad, desde hace años? (La palabra “sketch” resulta anacrónica, pero válida. Entendemos a qué se refiere.) Wikipedia consigna que Poné a Francella empezó a ser emitido en el año 2001. Desconozco si desde el inicio se hacía la escena de seducción y sobreexcitación de la que habla la carta pero ya que no se trata de un programa con gran variedad argumental, parece válido decir que la intimación llega un poco tarde como para tener carácter de “urgente” y poner plazos de veinticuatro horas. ¿Y el “honor”? ¿Es posible intimar en base al honor? ¿Se trata de una acción legal por “injurias y calumnias”? La palabra “honor” suena forzada. En honor de alguien se hacen cosas, no se dejan de hacer. En todo caso el pedido debería invocar el respeto. “Por respeto a las víctimas…” Pero ¿no es infantil pedirle honor o respeto a, justamente, un programa de humor picaresco? Los dos párrafos siguientes resultan todavía más curiosos. Mantengo las negritas originales, el uso de mayúsculas y de guiones cortos y largos.

«El contenido de la citada historieta -dentro de la obra televisiva- es ofensivo, promueve el acoso y el abuso sexual a menores. El personaje de Don Arturo –que con un guiño a la cámara convoca la complicidad del telespectador- además, fomenta la pedofilia en el placer sexual que evidencia con una niña. ¿Estás haciendo nonito, July? es una de las tantas frases que lo incluyen por completo en el conjunto infantil. Osos de peluche, llantos, caprichos, definen a July como una niña de 12 o 13 años que en escasos capítulos la ubican en sus 15 o 16. La marcación genial que reiteradamente se vuelve explícita, claramente define al sketch como PEDOFILO.

Todo este contexto agravado por la relación de Don Arturo con su esposa e hija. El simbolismo de “la nena” “la colegiala” “la amiga de su hija”, ubican a la pieza en VIOLENCIA DE GÉNERO, ABUSO DE MENORES Y PEDOFILIA.”

¿Por qué es “ofensivo” el “contenido”? ¿Para quién? No se explica. El carácter general del texto se comprende. Sin embargo, sería importante explicitar quién resulta ofendido. Al mismo tiempo, decir que “promueve el acoso y el abuso sexual a menores” suena excesivo, errado. ¿Desde cuándo son privativos de la infancia los osos de peluche, los llantos y los caprichos? Por otra parte, palabras como “historieta”, construcciones como “obra televisiva”, el mal uso de las cursivas para citar, el énfasis buscado con adverbios débiles como “claramente” o expresiones como “por completo”, la insuficiencia y trabazón argumental, los anacolutos y las imprecisiones sintácticas muestran el poco esmero que se puso en la confección del documento. (En la oración final no es menos importante la utilización extraviada de la palabra “simbolismo” que la coma entre sujeto y predicado o la falta de concordancia entre el sujeto, “el simbolismo”, y el verbo, “ubican”, conjugado en plural.)

Movido por la curiosidad, para no confiarme a recuerdos fragmentarios, veo el programa en YouTube. Compruebo así que la gracia del mismo reside en que el personaje de Julieta Prandi ya no es una “niña” sino una mujer, formada, madura, sí, joven, pero una mujer. El espectador rápidamente comprende el juego de erotismo vulgar que ambos personajes entablan. El campo semántico que señala la carta se deshace y resignifica cuando aparece el cuerpo y los gestos adultos de la Prandi. ¿Sería graciosa la escena si Francella la llevara adelante con una niña de doce años? ¿Tendría el mismo efecto si se tratara de una adolescente de catorce o quince? La escena se construye de forma conservadora. Francella no es Nabokov. Si el cortejo implicara una mínima duda, sería percibido como algo enfermo y desagradable, no humorístico. Por eso, da la sensación de que los redactores de la carta anteponen sus entusiastas prejuicios a la lectura objetiva del programa, y esta ceguera se estira al género, al formato y al soporte. Así, la pedofilia parece estar más en los ojos del que mira antes que en la escena misma. Y hasta donde sé, en el repertorio de estas nuevas expresiones, “violencia de género” es diferente de “abuso de menores” que a su vez no es lo mismo que “pedofilia”. Dado el tenor de la “intimación” estas diferencias no parecerían ser despreciables. ¿Resulta una frivolidad irrecuperable decir que la gravedad de la denuncia pierde fuerza cuando se comprueba la imposibilidad de elaborar un discurso a la altura de la comunicación más básica? En esas fracturas se percibe la indignación, el torbellino de ira que no permite una redacción, sino eficiente y sólida, al menos libre de errores.

lanena

2.

Llegado a este punto googleo y me cuesta encontrar información sobre la “Red de Contención contra la Violencia de Género”. Así que llamo al teléfono que aparece en el encabezado de la carta y hablo con la abogada María Raquel Herminda Leyenda que dice ser la presidenta de la Red. De forma muy amable y jovial, me explica que la Red está formada por «ONGs que se juntaron» y que, por ahora, solo tienen un grupo en Facebook «muy nuevo, no llega a los dos mil amigos». (Al momento de escribir esta nota, veo que son apenas treinta.) La Red carece, así, de sitio propio o de alguna otra expresión web y cuando pregunto si mantiene alguna relación con el Estado me dice que no. Con vehemencia, la doctora Leyenda me asegura que la Red no hizo pública la carta sino “que se filtró” y me cuenta que “nosotros somos los de la chica que pidió socorro por Facebook, y la de Pasión de Sábado” (dos alusiones que no entiendo). Cuando corto me queda la sensación de que la presidenta Leyenda está segura que con un grupo de Facebook –no necesariamente numeroso–, la idea de estar haciendo justicia y una carta en papel membreteado ya se detenta el poder para prohibir un programa de televisión.

Desde un punto de vista estratégico y retórico, era esperable que la carta hablara de “debate” y propusiera “abrir una discusión”, logrando así meter presión de forma solapada e incluso ir instalando el tema. Pero lejos de eso, la Red exige sin miramientos de ningún tipo ni mucho menos tener las herramientas legales o el poder para hacerlo. Es gracioso e ironizable que no registre el humor del programa que intenta censurar. Pero aun más llama la atención la ignorancia general de la “intimación”. Sobre estos temas se escribió mucho. Sexualidad, transgresión, deseo, tabúes sociales, relaciones familiares, obsesivamente los teóricos de la cultura y la lengua vuelven sobre estos temas. Ese corpus resulta parte indisociable de lo que entendemos como “humano”. La carta ignora toda esta tradición. Es brutal pero mucho antes también es bruta. De hecho, entregada a un espiral sordo y obsesivo, es posible percibir como se brutaliza a sí misma al mismo tiempo que se escribe. No hay buenas intenciones ahí, ni siquiera enmascaradas. No se pelea por una sociedad más justa, ni contra la pedofilia, ni contra la trata, ni contra nada. En esa carta lo único que prima es el gusto narcisista de la autoridad, el goce que da prohibir, la experiencia de sojuzgar, alucinada desde ya porque no se tiene poder, lo cual la hace todavía más grotesca. Finalmente su prepotencia es solo comparable a su chatura argumentativa y su incapacidad para intervenir. Llegado este punto, a la luz de estas especulaciones, la carta se vuelve una pieza literaria que revela toda su necedad e ignorancia. ¿En qué contexto una intimación de este tipo podría tener consecuencias? Deberíamos suponerla escrita y firmada en el universo de Ubu Rey o algún otro déspota sádico de cartón pintado. También suena a proclama de la Reina de Corazones de Alicia en el país de las maravillas. No importa el alegato. No importan los argumentos. No importan ni el caso ni sus detalles. “¡Primero la sentencia, después el veredicto!”.

Desde ya, si esta iniciativa trascendiera y se desplegara, si alcanzara su objetivo, si tuviera alguna fuerza legal, tendríamos que empezar a revisar nuestras pantallas de manera compulsiva, ya que habría que prohibir más de la mitad de la televisión. Y otra vez, la censura es un tema tan remanido y estudiado que resulta un poco redundante y ridículo volver a él. Pero si me siento desfasado recordando, por ejemplo, a Michel Foucault, un autor que dentro de poco se podría enseñar en nuestras aulas secundarias –si no es que ya se enseña–, mayor es el desfase y la evidente ignorancia de este tipo de textos y acciones. La banalidad del mal, manoseado y adorado concepto progresista, se disuelve aquí en la banalidad del bien, síntoma o ejercicio que solo merece nuestra rústica ironía y nuestro más previsible cansancio. ¿Por qué cansancio? Aclarar de esta manera, ser explícito de esta forma, llevar el análisis a estos páramos de sentido, cansa. Desde luego, si es contra ignorantes voluntaristas, si se trata de desguazar lo obvio o lo ya dicho, eso se hará. Y si se pierde la lucha por el recurso, por el lugar de poder, por la visibilidad, la razón o la política, si esta carta avanza, si su poder represivo gana, si los legisladores, atolondrados, escuchan este reclamo, alguien –un intelectual, un artista o un payaso– construirá la metáfora necesaria para ponerla en evidencia. Y así el malestar en la cultura, la pulsión de muerte, el erotismo, la narración teórica y risueña de todo esto seguirán adelante hasta la misma extinción de la especie. Como dije, hay bibliografía sobre el tema.

 3.

Y podríamos agregar la represión a la lista, ya que –como la estupidez y la violencia– también es práctica inherente a la especie humana y sus extravíos simbólicos, sus hallazgos místicos y su existencia física. Que después de un siglo XX dominado por los proyectos totalitarios, la represión vuelva en forma de narración epistolar oligofrénica revestida de corrección política no debería sorprendernos ni soliviantarnos. (Aunque es difícil no levantar la guardia al menos un poco. La historia nos enseña que la imbecilidad puede ser peligrosa.) Un amigo me provee una cita de Christopher Hitchens que puede servir para calibrar mejor este retorno. Hitchens dice en «Radical Pique» (Vanity Fair, febrero, 1994):

 El culto a la corrección política, de hecho, puede entenderse como una especie de mutación de los sesenta, en la que todos los aspectos de mierda de esa década se han fusionado. El idealismo y el impulso han muerto, pero se mantiene un híbrido compuesto por toda la histeria sectaria, la intolerancia juvenil, la paranoia y el solipsismo”.

Histeria sectaria, intolerancia juvenil, paranoia, solipsismo. Si a esa mezcla le agregáramos ignorancia de los libros más básicos y descuido en el uso del idioma castellano conseguiríamos un descripción bastante precisa de la carta que la Red de Contención Contra La Violencia de Género mandó a TELEFE.

Mientras tanto, más allá de toda esta banalización, la pedofilia es un crimen de tratamiento delicado que debe ser combatido con todos los recursos, la contundencia y la precisión posibles. Actualmente, la web nos devuelve la imagen de un submundo lleno de dolor, abusos, enfermedades mentales y crueldad. Pero insisto: la contundencia no debe excluir la precisión, ni viceversa. Y debemos tener muy presente que en ánimo de castigar el mal, podemos reproducirlo, algo que tampoco es nuevo. Hoy quizás todo esto se vea amplificado por Internet. ¿Ejemplos? Un padre sube a Facebook fotos de sus hijos desnudos en la playa. Las fotos comienza un veloz periplo digital. ¿Quién es cómplice? ¿Quién es culpable? “La corrección política es la peligrosa fantasía de que se pueden borrar las diferencias” dijo una vez Nicolás Mavrakis. Es una frase compleja y bella en su complejidad. Hemos llegado al punto en que pensarla resulta imprescindible. Si una vez más se tira el niño con el agua sucia, si no vemos dónde termina nuestra piel y empieza el desperdicio y lo execrable, los resultados pueden lastimarnos.

Termino con una anécdota que fija mi propio extravío. En un portal de noticias encuentro la historia de Antonio Luján, un hombre que pasó cuarenta años lavándose la cara con el bidet. Más allá del titular y el primer impacto, al leerla comprendo enseguida que se trata de un “fake”, ese género-personaje-condición propio de nuestro presente digital. ¿Qué es un fake? Es lo que dice ser una cosa y es otra, el representante de un engaño, su corporización, una máscara. Pero al mismo tiempo, también es lo verosímil, lo que nos hace dudar, los que nos afecta en nuestro ingenuidad y nuestra neurosis. Por eso, el fake es antes una falsificación que una falsedad. El portal de noticias donde leo sobre el hombre que se pasó cuarenta años lavándose la cara en el bidet es, en realidad, un portal de humor que parasita el discurso periodístico. Sin embargo, el desarrollo de la nota propone detalles sugerentes. Antonio Luján, el protagonista, es “pedagogo” y está indignado porque su familia no lo sacó de su error. El texto cita declaraciones para reforzar sus verosímil: “Obviamente lo del bidé es sólo un síntoma, una prueba de que no puedo confiar ni siquiera en mi propia familia. Si mi esposa y mis cinco hijos han callado ante esta barbarie cotidiana, dejando que sumergiera mi rostro donde antes ellos habían puesto los genitales, es que estoy completamente solo en el mundo”. Apenado, Antonio decide abandonar por el momento su casa: “Me aparto como un animal herido para reponerme. Volveré con los míos cuando les pueda mirar a la cara. Esa misma cara en la que ellos, de alguna manera, se han estado meando durante cuatro décadas”. Las declaraciones siguen, haciendo sutil énfasis en que el equívoco lo lleva a meter la cara donde todos meten el culo. Doble fake, Antonio Luján no existe y la historia de la nota es inventada. Pero en algún momento dudamos, por un par de segundos nos imaginamos a nosotros mismos en esa situación. Apoyando la frente en la loza blanca, sintiendo el agua tibia en la boca y la nariz. Y esa es nuestra debilidad, nuestra lado humano. Después, cuando volvemos a la certeza confortable de que eso no fue así, reímos. ¿Quién va a creer semejante historia? Una cosa más: Antonio Luján, el hombre que metía la cara en el bidet, sale de su error “de casualidad”, al ver un video en YouTube. No es, desde luego, un detalle menor en su historia.///PACO