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No deberíamos considerar que contemplar el mar es sólo una mejor o una peor manera de observar la naturaleza. En principio, ver el mar no se compara con ningún otro tipo de contemplación, y no sólo porque mirarlo es siempre contemplar lo más grande —el agua salada conforma la mayor parte de la superficie del planeta—, sino porque el que mira y escucha el agua de mar no se limita nunca a buscar detalles pintorescos ni a registrar solamente la cadencia uniforme de las olas.
Si la consideración del mar exige una distinción inmediata, ¿qué es lo que explica su particularidad? Muchas teorías sobre el origen de la vida en la tierra, desde la sopa primitiva hasta los respiraderos hidrotermales, sugieren que las primeras células del planeta surgieron de los mares. Por eso, si es exacto que el mar fue en algún momento nuestro medio vital, contemplarlo significa entonces comulgar con nuestro origen. El mar es la matriz de la creación, su memoria corre en nuestra sangre y por eso nos resulta más familiar que la proximidad de una estepa, una sierra o un matorral. Con el mismo espíritu, Joseph Conrad afirmó que “es más fácil soportar la monotonía de la vida en el mar que el aburrimiento de la vida en la tierra”.
Frente al mar encontramos nuestra compañía y nuestro destino, y es por eso que nadie podría darle la espalda. Robert Frost plasmó el enigma con sencillez: “The people along the sand / All turn and look one way. / They turn their back on the land. / They look at the sea all day”. Incluso los turistas más anodinos, aquellos que apenas buscan una foto de ocasión, o cualquiera que, a fin de cuentas, cambie la aridez de la tierra por la cercanía del agua salada, puede experimentar el soplo vivificador de su viento y la influencia que el mar ejerce a distancia de manera inconsciente, como la que la luna ejerce sobre sus olas. En este sentido, el mar nos resulta familiar, doméstico y confidencial, es decir, un reverso de lo siniestro, que es el espanto que generan las cosas conocidas y familiares desde tiempo atrás.
Sin embargo, lo que convoca la grandeza también llama al peligro, y por eso, si bien nadie podría naufragar en una laguna ni hundirse trágicamente en los canales de Venecia, el mar nos ofrece incontables historias de agonía, enfermedad y muerte. En las páginas clamorosas de Les naufragés du Batavia, por nombrar un ejemplo, Simon Leys repasa la historia de la tripulación del Batavia, una fragata de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales que, tras naufragar en 1629 en las Islas Abrolhos, fue víctima de una de las masacres más cruentas de la historia. En el mar es posible la aventura, aunque el riesgo siempre supone el fracaso. Después de varios meses de una dura vida en altamar, Jeronimus Cornelisz, un boticario que viajaba a bordo de la expedición, organizó una dictadura a lo largo de las costas australianas donde los 300 sobrevivientes habían encontrado refugio. En menos de dos meses, estranguló, mutiló, ahogó y descuartizó alrededor de 125 hombres, niños y mujeres.
También existen las ilusiones y los estereotipos que debilitan o falsean la imagen del mar. El trapicheo poético de los escritores nunca es tan preciso como la prosa de las bitácoras de los navegantes, y en ese sentido el mar es el mejor ejemplo del divorcio entre letra y experiencia. “Hombre libre, siempre desearás el mar”: cuando escribe estos versos, Charles Baudelaire comete uno de esos deslices. Entre 1841 y 1842, su padrastro, el general Aupick, lo obligó a viajar en barco para que se alejara de la vida disipada y lujuriosa que llevaba en París. En sus diarios, Baudelaire exagera y afirma que llegó a Calcuta, cuando en realidad apenas pasó Reunión y volvió rápidamente a Burdeos. El autor de Las flores del mal rescató del mar metáforas poderosas, pero algunos de sus énfasis reflejan los prejuicios de un genio que no estaba del todo familiarizado con el agua salada. La vida en el mar no es necesariamente libertad; por el contrario, después de vivir seis meses en un galeote que exploraba el Pacífico, Robert Stevenson escribió que “el mar es un ambiente horrible que embrutece el espíritu y envenena el humor; el mar mismo, la falta de espacio, la cruel ausencia de vida privada, la espantosa comida en conserva representan miserias de las cuales uno se libra cuando ve una isla a lo lejos”.
Concentrada en sales minerales y portadora de una densidad singular, el agua de mar impone una cuestión de gusto. Por eso no se confunde con su antesala, el estuario, donde puede mezclarse con agua dulce, ni con el río, la laguna, el lago, el estanque o el canal. Por su parte, si el agua invita siempre al ensueño, el ensueño no se confunde con la contemplación, y es en este punto donde el agua dulce parece más trivial y olvidable. Después de una visita a Génova y de vuelta en el monasterio borgoñón, un monje le preguntó a Bernardo de Claraval por la sorprendente vista que le había ofrecido el lago Lemán. El místico se limitó a responder con sorpresa: “¿Qué lago?”
Pero entonces, ¿qué es y cómo funciona el agua de mar? Además de ser nuestro origen ancestral, el mar es de la presentación, en una escala más vasta, de las potencias inmortales que nos dieron la vida. En otros términos, el mar no es sólo el símbolo y el espejo de Dios: es su mensajero. Por eso su contemplación es un rasgo común a toda la humanidad. El horizonte limitado e inmutable, las olas que se comportan de la misma manera, la inmensidad de la masa marina y sus caprichos ponen a descansar la actividad seria de la mente. Frente al mar, pensamos de forma liviana y nos olvidamos del tiempo y las estaciones. Y no controlar el paso de las horas es, desde luego, vivir para siempre. Tal vez sea por eso que Sir Francis Drake, el segundo navegante en completar una vuelta al mundo después de Magallanes y Elcano, haya aclarado de la siguiente manera el núcleo de su preferencia: “No es que la vida en la tierra me disguste, es que la vida en el mar es mejor.”////PACO
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