Los primeros lectores de novelas dialogaban con el género amando y odiando, en pleno intercambio con sus autores. Elegante, Flaubert se burló de ellos en Madame Bovary, como antes lo había hecho con hermosa rusticidad Cervantes en el Quijote. Luego, la teoría literaria avanzó y comprendió que autor y obra eran cosas separadas y que pese al íntimo comercio no todo lo que se escribía era autobiográfico. Así volvió la idea de artefacto, la lectura de la máquina, algo que el romanticismo, exuberante, había ocultado o relativizado. Luego, en un tercer salto de calidad se comprendió que los ojos del lector modificaban la letra y que había tantos lectores como lecturas y que las lecturas se escribían y a su vez eran leídas en un espiral de sentido. En muy poco tiempo, la televisión argentina atravesó un proceso similar, de forma degradada y vertiginosa. Con quirúrgica intensión revolucionaria, primero se ocupó del mundo. Después, se multiplicó, segmentó y trató a la farándula. Finalmente abrió su cuerpo y se miró en el espejo, y se encargó de aceitar los dulces parásitos que la poblaban. Cuando el televidente promedio podía acceder a cientos de canales específicos, nichos de bombardeo constante, la TV, oscultándose, comprendió que ella misma podría reproducirse y analizarse como un cirujano mutante que se opera y se regenera. Hoy los canales de aire mantienen a la tarde una programación que habla de lo que va a pasar a la noche y de lo que está pasando en otros canales. A la televisión le interesa la televisión. Y esto nos lleva a una única pregunta: Si las cabezas de la hidra se regeneran, ¿puede este monstruo vivir en el desierto alimentándose de sí mismo?
En este contexto la historia no es simple. Ayuda que ya la conocemos de otras telenovelas. El protagonista es un hombre ambicioso que a fuerza de trabajo y astucia se hace un lugar en el pringoso entramado que compone los medios masivos de comunicación. Empieza desde abajo y trepa. Tiene un matrimonio. Consigue fama. Adopta dos hijas. Y prospera a partir de la desgracia ajena, aunque más preciso sería decir que lo hace porque aprende a manipular esa desgracia. Por momentos parece indestructible y se vuelve implacable. Vence rivales, pero los golpes que recibe lo endurecen y lo vuelven cruel. Cuando el chisme es el fracaso de su propio matrimonio y no el de una vedette y un futbolista, lo asume con criterio. Pero alguien, en algún momento, se acerca a sus hijas y él, en un confuso episodio, reacciona con violencia. Por primera vez en su vida el periodista es noticia. El hecho pasa. En la radio, empieza a practicar el periodismo político. En Twitter, se vuelve generador de temas. En la televisión, conduce realitys. Es gerente de programación, entrevista a la presidenta de La Nación, se vuelve primus inter pares. Y sigue adelante, a veces con historias sosas que él mismo comprende que no le importan a nadie. Y cada movimiento que hace, consciente o inconsciente, es un ejercicio en el escándalo y el énfasis. Pero un día hay un quiebre. Y al otro día otro. Y otro. Y él empieza a ser la noticia más atractiva de su propia área de interés. Él mismo se vuelve imprescindible en su agenda. No se trata ya de mirarse el ombligo sino de verse a sí mismo en el centro de la grilla televisiva de la tarde.
Ayer Jorge Rial lloró en la radio y confesó que llora «todos los días.» ¿A qué se debe ese llanto? Hay motivos biográficos y autobiográficos. Dice que ama a sus hijas, a las que adoptó sin mucho criterio genético. Pero que también ama a su actual mujer, una modelo y bailarina hermosa, que aparte mostró piedad al perdonarle infidelidades probadas por mensajes de chat ocultos, revelados por la otra, los mecanismos más baratos y mundanos del oprobio sexual. ¿Fue ese el primer eslabón suelto de la cadena, el primer pliegue?
Acorde con la época, cada vez que puede se victimiza. Habla de sus dificultades, habla, serio, de sus imposibilidades: las democratiza. Su ex mujer hizo declaraciones alucinadas relacionando a los hijos adoptados con la cleptomanía. Rial respondió: “Esto que acaba de decir no sólo me lastima a mí. Lastima a todos los padres que lucharon.” Y después agrega: “¿Sabés lo difícil que es borrar años de violencia física y verbal?” Rial copia a Maradona: sus hijas sirven para todo, para justificar todo, incluida su exposición, la marcas de su neurosis, su malestar, su oficio.
Pero, otra vez, ¿por qué llora Rial? Años de exposición diaria a la mirada de millones de televidentes se pagan. Y ahora Rial llora porque Intrusos, su programa desde hace catorce años, se mete en su vida. Rial llora porque su familia es un rompecabezas de los Locos Adams. Rial llora porque la fealdad de sus hijas enturbian la belleza de su mujer. Y también porque la belleza de su mujer sobrevuela y señala y expone la fealdad de sus hijas. Rial llora porque conoce el mecanismo y no sabe si la Hidra puede vivir masticando sus cabezas. Y llora más porque entiende y teme que quizás no sea posible. Sabe que la exposición como objeto de estudio, como caso, como carne, como testigo sospechoso, y no como juez y cuchillo, implica una posición de fragilidad. Pero sobre todo sabe que la televisión sucede y se dirime en un mezquino y efímero living-comedor. El pliegue se cerró. La serpiente, malvada e ingenua, se muerde la cola.
Esta semana Jorge Rial dijo que se iría del país si le hacen una oferta laboral. ¿Un amague, otro golpe de pasión? ¿A dónde se iría? ¿A Paraguay, a Chile, a Brasil, a Israel? Yo le creo ese deseo, muy porteño, muy argentino, de irse, de exiliarse, de ser otro en otra parte. Pero tanto él como todos nosotros sabemos que Jorge Rial no quiere ser otro en otra parte porque le encanta, lo llena de placer, ser él acá, aunque todos intuimos que pasar del otro lado del cuestionario quizás sea un punto de no retorno.///PACO