Género


¿Por qué amo a las «putas feministas»?


Amo a las putas feministas, las amo tanto que me gustaría saber por qué. Con ellas, por ejemplo, no me peleo, aunque sí las cuestiono. ¿Y eso no es un signo de amor? Por momentos, por ejemplo, su «putez» parece ideal, al menos dentro de las redes sociales donde los cuerpos no entran. Por eso puedo unirme a ellas y recorrer un mundo plagado de emocionantes goces virtuales. Por otro lado, las fantasías que despiertan entre sus seguidores y las fotos eróticas que a veces muestran en la web les sirven de sustento para una militancia dura a favor del aborto, contra los femicidios y contra los abusos de toda clase, incluso contra los abusos perpetrados por las otras, las abolicionistas feministas blancas que militan contra la trata de personas y buscan dejar sin trabajo a las putas bajo una consigna demasiado simplista: si no hay clientes, no hay prostitución; si no hay prostitución, no hay trata.

Amo a las putas feministas, las amo tanto que me gustaría saber por qué.

Es cierto que el porno argentino en el que trabaja María Riot me resulta desconocido, pero no así el pensamiento que busca tutelar los cuerpos de las mujeres que usan su propia figura como herramienta de trabajo. En eso las putas feministas son abiertas e inclusivas y promocionan en su comunidad a prostitut@s de todo el espectro de la bandera LGBT. En medio de esta virtualidad atravesada de transgresiones aparentes y ofensas constantes entre distintos bandos feministas, a veces parece que apoyar a uno de los bandos, a las putas feministas en mi caso, podría ser nada más que una postura de moda. Pero cuando leí un artículo del psicoanalista Luciano Lutereau en la revista Polvo descubrí que, en realidad, también se trata de un modo de buscar al padre a través de la madre: “La fantasía de prostitución tiene dos elementos básicos: la defensa contra la seducción del hombre, que queda reducido a un mero instrumento, y encontrarse con el padre entre los clientes”. Siguiendo un poco ese razonamiento, las putas feministas me estarían prestando un cuerpo con el cual identificarme y al cual unirme, un cuerpo maternal que me protege y a la vez me permite buscar al padre entre los infinitos clientes. (Bueno, tal vez no son infinitos, pero sí hay miles de seguidores en las redes, y yo, arropada, puedo stalkearlos).

También nosotras, las putas feministas, tenemos el derecho a construir nuestra felicidad. ¿Pero existen las mercancías felices?

Pero volviendo a nuestra propuesta (aprovechando que ya me hice de un bando), a veces también pienso que las putas feministas no conocen límites en la apropiación de sus cuerpos, como si su genitalidad fuera nada más que una herramienta igual que el pincel de un artista o la arcilla de un escultor. Las putas feministas modelan así sus cuerpos y calculan sus contactos con otros cuerpos de manera que, entre tanto placer gozoso, además puedan ganarse los recursos para financiar sus vidas. Este es uno de los puntos más delicados de mi amor por las putas feministas porque, si como dice el filósofo francés Dany-Robert Dufour, “el liberalismo nos deja la libertad de alienarnos nosotros mismos”, ¿hasta qué punto quienes asumen «la profesión más antigua del mundo” como si fuera una variante más del “emprendedurismo” no se están entregando así a una de las formas más obscenas del mercado? Por momentos, de hecho, ese planteo de las putas feministas me recuerda cuando el presidente Mauricio Macri, mientras su gobierno despedía a decenas de empleados estatales, dijo que soñaba con una Argentina «donde cada uno de nosotros encuentre un lugar donde ser feliz». Por supuesto, también nosotras, las putas feministas, tenemos el derecho a construir nuestra felicidad. ¿Pero existen las mercancías felices?

Todo se limita a una empresa permanente de goce y satisfacción, un imperativo que responde nada más que a un superyó que exige gozar y consumir.

Esta es una pregunta delicada, y mientras me cuestionaba por qué amo a las putas feministas me crucé con un texto de Santiago Navarro Cerdas sobre la vida de las mercancías que me ayudó a pensar un poco más. Copio la cita porque es extensa pero vale la pena: “La mercancía muestra orgullosa su autorrealización personal, se siente a sus anchas expresando por doquier sus característicos rasgos de polimorfismo y transgresión, es capaz de transferirse o intercambiarse a toda relación social y puede transformarse en cualquier cosa, vivencia, interrelación, ecología, persona, hambre, lo que sea, suponiendo la ruina de cualquier identidad distintiva. La mercancía muestra aquí una de las partes fundamentales de sí misma, cada monótono acto de intercambio de ella es a la vez algo diferente, su epítome es el culto a la moda, donde todo es constantemente carecido”. Después de leer esta cita tuve algo así como una “revelación”. ¿Y si cambiáramos la palabra «mercancía» por «puta»? El efecto es tan notable que insisto en reescribir la frase otra vez: “La puta muestra orgullosa su autorrealización personal, se siente a sus anchas expresando por doquier sus característicos rasgos de polimorfismo y transgresión, es capaz de transferirse o intercambiarse a toda relación social y puede transformarse en cualquier cosa, vivencia, interrelación, ecología, persona, hambre, lo que sea, suponiendo la ruina de cualquier identidad distintiva. La puta muestra aquí una de las partes fundamentales de sí misma, cada monótono acto de intercambio de ella es a la vez algo diferente, su epítome es el culto a la moda, donde todo es constantemente carecido”.

Pienso en aquel cuento zen del monje que es golpeado, robado y cuidado por alguien que resulta ser su propio maestro.

Para la «mercancía», por lo menos, las cosas parecen fáciles. Todo se limita a una empresa permanente de goce y satisfacción, un imperativo que responde nada más que a un superyó que exige gozar y consumir. ¿Pero esa no es la voz del mismo padre autoritario del viejo patriarcado que cambió apenas el tono imperativo para hacernos sentir culpables si no gozamos? Al mismo tiempo que me hacía estas preguntas, María Riot hablaba en un post de Facebook contra el sexo gratis: “Si le hubiera cobrado a cada gil con el que salí que cuando acabó se dio vuelta para dormir, sería rica”. Y después promocionaba su actividad diciendo que ella puede elegir a sus clientes y también puede pasarla muy bien con ellos. En síntesis, basta con vivir del sexo y ser feliz. Sin embargo, hay algo en esa premisa que por momentos me suena parecido a las expectativas representadas por los cuadritos con el “Mejor empleado del mes» que sonríe en las paredes de cualquier McDonald´s. Insisto, yo amo a las putas feministas, pero a veces no puedo dejar de preguntarme si estas chicas lindas, fuertes y transgresoras no son también las mejores defensoras del dios mercado. Para sustentar esta hipótesis algo incómoda hay un magnífico ejemplo de hace pocos días, cuando la propia María Riot escribió en Twitter sobre Hugh Hefner, Playboy, el feminismo, la cosificación y la autonomía de nuestros cuerpos. Al parecer, el patrón de la corporación Playboy había sido muy generoso al permitirles a sus conejitas algunas horas de lujo en su mansión.

Me pregunto también si el ideal que defienden las putas feministas no es parecido a aquel viejo sueño de “vivir del arte”.

Por otro lado, me pregunto también si el ideal que defienden las putas feministas no resulta demasiado parecido a aquel viejo sueño de “vivir del arte”. De hecho, para “vivir del arte” en el capitalismo también hay que prostituirse. Por ejemplo, colocando con astucia el cuerpo en los medios. Y haciendo, si es necesario, el papel del transgresor. Un ejemplo fueron las intervenciones de Sofía Gala Castiglione, la hija de Moria, mientras promocionaba su última película. ¿Por qué, si no, llegó a decir que “prefiere ser puta antes que moza”? De nuevo, la «mercancía» se muestra orgullosa al mismo tiempo que sus declaraciones provocativas funcionan como el suplemento prototípico del conservadurismo habitual (lo cual, por supuesto, no es incompatible con ganar la Concha de Oro en San Sebastián). Entonces, ¿las putas feministas están o no están cumpliendo con la regla misma de la transgresión que afirma a la ley? ¿No están simplemente demostrando su pleitesía ante la autoridad que las guía y las explota al mismo tiempo que les da de comer? Desde ya, todavía amo a las putas feministas y todavía me gustaría saber bien por qué. Mientras tanto, pienso en aquel cuento zen del monje que es golpeado, robado y cuidado por alguien que, al final, resulta ser su propio maestro//////PACO