Bojack Horseman
es un dibujo animado “original de Netflix” creado por Raphael Bob-Waksberg. Su protagonista es un hombre con cabeza de caballo que vive en una mansión y es millonario como producto de una sitcom familiar que protagonizó en los noventas, después de la cual el éxito se le hizo esquivo. La estetización y la nostalgia por una fama en decadencia, la convivencia entre humanos y animales antropomorfizados, junto con su localización en la ciudad de Los Ángeles, son a primera vista sus marcas distintivas. Hasta el día de hoy el programa cuenta con tres temporadas dirigidas a un público que adoró a Los Simpsons y a Family Guy, que disfrutó de Adventure Time y de Regular Show y que sigue con cierta maravillada distancia a sus sucesores, pero que también sospecha del poder corrosivo de la sátira social encarnada por los primeros y se aburre un poco con el surrealismo peposo para kidults de los segundos.

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El programa cuenta con tres temporadas dirigidas a un público que adoró a Los Simpsons y a Family Guy.

Bojack Horseman se ubica en una zona gris entre ambas propuestas, pero tiene la particularidad de realizar de manera sincera, dolorida y muchas veces genial el cierre social que diarios como Clarín y La Nación anhelan e intentan ejecutar con mayor o menor suerte. Ese cierre consiste en interpelar al segmento social de jóvenes adultos con aspiraciones de consumo cosmopolitas, cínicos y ubicados ya en los bordes de la subjetivación en la política o en el trabajo, productores gratuitos de contenidos culturales poco elaborados en las redes sociales, que la investigación de mercado considera como los últimos capaces de sostener la verosimilitud de las gratificaciones que el capitalismo contemporáneo tiene para ofrecerle a sus democracias. Quizás por eso Bojack Horseman, el producto, es un claro emergente de lo que algunos estudiosos, tanto desde la izquierda como desde la derecha, han caracterizado como el fin de las clases medias. Sin embargo, su sistema de referencias culturales, su reflexión sobre los consumos, los usos de internet, la industria, las corporaciones, el negocio del espectáculo, los sistemas de jerarquía social y las largas disquisiciones socio-filosóficas sobre temas como el potencial subversivo de las estrellas pop o la figura de J. D. Salinger (que aparece como personaje), más las presiones a las que se ven sometidos, logra, a diferencia de productos como Stranger Things (también hecho para que padres jóvenes los consuman junto a sus hijos), no tomarnos por estúpidos. Quizás por eso lo queremos tanto.

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Bojack está roto, vive de sus recuerdos, padece su propia incapacidad de dar y recibir amor, y en realidad no tiene nada.

Como dijimos, y en oposición a su público ideal, Bojack es millonario y fue estrella en un programa de televisión durante los noventa -una suerte de ¡Grande pa! glamoroso y con corn flakes-. Pero Bojack está roto, vive de sus recuerdos de gloria, padece su propia incapacidad de dar y recibir amor, y en realidad no tiene nada. Quizás lo amamos por eso. Porque viene a enseñarnos de nuevo que el dinero no hace a la felicidad, pero porque además encarna el corolario cínico y tranquilizador de que igual ayuda, y le da una vuelta más y nos dice que en el fondo no ayuda tanto, porque nadie, a menos que acontezca una transformación radical en la relación entre los sujetos y los objetos, puede ayudarte. Quizás lo amamos porque, sin renunciar a la cultura de la celebridad y al morbo que ahora más que nunca el lujo y la celebridad despiertan en nuestra cultura -a fin de cuentas, son las verdaderas y últimas gratificaciones reales que puede ofrecer la democracia-, nos tranquiliza saber que en realidad Bojack es como cualquiera de nosotros, de a momentos ruin y de a momentos irracionalmente generoso.

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Diane representa el malestar propio de la militancia progre de clase media: su discurso es crítico y emancipador, pero sus prácticas son conservadoras.

Otra explicación posible al amor que sentimos hacia Bojack Horseman es que en realidad todos somos Diane Nguyen, porque es en realidad Diane la que, al interior de la serie, encarna al espectador ideal de Bojack Horseman. En la primera temporada Diane es la biógrafa de Bojack, luego se convierte en su community manager, luego se pone en pareja con su frenemy, el labrador Mr. Peanutbutter. Diane habla como debe hablar una persona sensible, crítica e inteligente, pero no siempre actúa de la misma manera. De hecho, Diane representa el malestar propio de la militancia progre de clase media: su discurso es crítico y emancipador, pero sus prácticas son conservadoras y, más allá de sus pataletas, su sometimiento a los valores del american dream es casi total. Ese malestar cruje en Diane y por eso se va a hacer filantropía junto a -otra vez- un millonario narcisista perdido en una remota guerra civil africana. Su regreso es tan devastador que debe refugiarse de incógnita en casa de Bojack hasta ser capaz de aceptarlo. Acaso Diane sabe que, en el fondo, decidió ponerse en pareja con la versión corregida de su padre, un exiliado vietnamita que conformó un hogar white trash en la periferia bostoniana. Su tragedia es que también sabe que, en caso de concretar su romance con Bojack, todo implosionaría aceleradamente.

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Mr. Peanutbutter, el primo de Balcarce, merecería pasar a formar parte de las piezas publicitarias del PRO.

Así como Mr. Peanutbutter, el primo de Balcarce, un emprendedor cándido que merecería pasar a formar parte de las piezas publicitarias del PRO, funciona como espejo de Bojack, Princess Carolyn, la gata agente y ex novia de Bojack, funciona como espejo de Diane. Su derrotero profesional y su pospuesta maternidad, sus desengaños amorosos, su obsesión con el fitness y su precaria emotividad operan como el fantasma de las navidades presentes de las chicas o chicos superpoderos@s que todavía corren tras la zanahoria de un éxito profesional que, en el fondo, jamás dependerá de ell@s y que, en caso de producirse, aunque sea en forma módica, l@s encontrará cansad@s, viej@s, cínic@s y sol@s. Pero no por ello Bojack Horseman es una serie que glorifique a la familia o la paternidad como refugio ante el sinsentido. Más bien hace equilibrio y explora las grietas de la promesa social. Será por eso que lo queremos tanto.

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El sistema de desdoblamientos continúa en la figura de Todd, el chico que vive un poco de ocupa en el living de la mansión de Bojack.

El sistema de desdoblamientos continúa en la figura de Todd, el chico que vive un poco de ocupa en el living de la mansión de Bojack en las colinas de “Hollywoo”. ¿Qué edad tiene Todd? Imposible precisarlo. En ciertos momentos, Todd, el personaje más satírico, el que debe cargarse en sus hombros la mayoría de los comic reliefs, parece tener quince o dieciséis años. En otros parece estar cerca de los treinta. Pero quizás también amamos a Bojack Horseman porque lo que viene a decirnos es que las categorías etarias van perdiendo cada vez más relevancia frente a los clusters emotivos de mercado y que nunca seremos viejos. A fin de cuentas, ¿cuántos años tiene Bojack? Si en los noventa, cuando se grababa Horsin’ Around, tenía alrededor de treinta, ¿Bojack tendría ahora alrededor de cincuenta años?  ¿Tenía veinte cuándo se hizo famoso? Las edades se indiferencian; una vez que el proyecto vital de las sociedades del cansancio se desdibuja, la edad deja de contar. Quizás sea un consuelo. Y ese es también el juego de Todd: representar a ese milleniall, a ese Z-Generation que los “jóvenes viejos” ambicionados por Clarín y La Nación como lecto-consumidores tienen no ya en el placard, sino en el living de sus mentes o, en potencia, en la habitación de los chicos. Pero Todd también es la parodia y por qué no el homenaje a la falta de iniciativa, la imbecilidad sentimentaloide y la relativa candidez que las nuevas generaciones vienen a traernos.

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Hace años que los animales circulan por la factoría indie como elementos mitad bufonescos mitad amenazantes cuya principal misión sería la de iluminar el declive de cualquier promesa de progreso.

Tras ser considerados como exponentes de la naturaleza salvaje primero, y luego como mártires a defender y preservar, desde hace bastantes años que los animales circulan por los productos culturales de factoría indie como elementos mitad bufonescos mitad amenazantes, cuya principal misión sería la de iluminar el declive de cualquier promesa de progreso social y resaltar los restos arcaicos y no civilizados que transporta la imposición del capitalismo global como única opción posible en los corazones. Esta tendencia soterrada, contradictoria y múltiple encuentra una preciosa condensación en la trama narrativa de Bojack Horseman. Pero también nos desafía en base a su contrapunto con la certeza fundamental que corroe a Diane, a Princess Carolyn, al bueno de Bojack y a un buen número de nosotros, aquellos que lo amamos tanto: como ocurrió en los debates entre Hillary y Trump, todos saben que ella es la candidata del poder económico más concentrado, que sus recetas para mejorar la sociedad no funcionaron y que su única chance de triunfo radica justamente en que jamás va a transformar la estructura social ni el rol global de los Estados Unidos. Pero todos saben también que su oponente, Donald, es directamente un estafador ignorante que no está a la altura del cargo al que se presenta justamente porque no pude presidir ni una sociedad de fomento (y en ese punto la chicana de los realpolitikers se les vuelve en contra). Somos animales acorralados ya no por la naturaleza, sino por la infinidad de falsas opciones. Somos animales que saben demasiado, y eso -y quizás por eso no podemos prescindir de Bojack- no nos sirve para nada//////PACO