Vemos un espacio. Un espacio que, además, existe en armonía con un tiempo presente. En la intersección de ese espacio y ese tiempo, en el cruce donde se constituyen las cuatro dimensiones continuas de nuestra realidad, crecen y evolucionan las ciudades. Sin embargo, si se presta atención, existen puntos ciegos. Zonas donde la continuidad del espacio y el tiempo, en apariencia inalterable, se altera. Al detectar estos puntos, nos convertimos por un instante en habitantes de un paisaje urbano distinto. Un paisaje trastornado. Buenos Aires está lleno de este tipo de paisajes.
Conviene evitar la gravedad de las paradojas griegas que entretenían a Jorge Luis Borges. Un paisaje trastornado no señala que el sustrato mismo de la realidad sea un equívoco absoluto (o, al menos, no señala sólo eso). Lo que señala es que el espacio que vemos, el espacio simple e inmediato, el espacio que habitamos, a veces, no coincide con el tiempo en el que estamos. Lo que se revela así es que existen divergencias. Espacios y tiempos espectrales que le dan forma a una ciudad espectral. Emerge entonces una ciudad hecha de reminiscencias simbólicas, huellas difusas y existencias fugaces.
Fundado hace trescientos sesenta años, el extinguido Camino Real, del que apenas restan unos pocos tramos, invade ciertas zonas de nuestro mundo. Basta recorrer la Autopista Panamericana hacia San Isidro y prestar atención al gigantesco cartel que lo nombra. Pero entre los informados sobre las preferencias de la realidad por las simetrías y los leves anacronismos, lo que ese cartel verdaderamente anuncia es una superposición de espectros.
El Camino Real, que hace cuatro siglos conectaba al puerto de Santa María de los Buenos Ayres en el Virreinato del Río de la Plata con la ciudad de Lima en el Virreinato del Perú, comenzaba en lo que los porteños de hoy conocemos como la avenida Rivadavia, donde funcionaba la extinguida pulpería “Caballito”. A través de un sendero también extinguido, ese camino se conectaba, a la altura de lo que actualmente es San Isidro, con lo que hoy también llamamos Autopista Panamericana. Los espectros emergen cuando se revela que la Autopista Panamericana, que es parte de la actual Ruta Nacional 9, fue trazada sobre lo que, cuatrocientos años antes, fue el Camino Real del Perú. Camino Real del Perú que, a su vez, se trazó sobre lo que aún muchos siglos antes había sido la Red Vial de Tahuantinsuyo o “Inka naani”, la red de caminos del Imperio incaico. Sin duda, este juego de espectros y reminiscencias a lo largo del tiempo y el espacio podría seguir.
Por sus casi cuatro mil kilómetros, antes medidos en leguas, sobre el Camino Real circularon millones de hombres, mercancías e ideas. Y aunque en muchos casos llegaron a destino, muchos otros de esos hombres fueron masacrados, sus mercancías robadas y las ideas tergiversadas, ¿pero no es también así como se forjan destinos e historias? Quizás sea necesario recordar que lo primero que el espectro del Camino Real hace es arrastrarnos a un mundo en el que “viajero y embustero son sinónimos”, como anota Alonso Carrió de la Vandera en sus crónicas del año 1771. Un mundo en el que recorrer dimensiones tan vastas como el Virreinato del Río de la Plata obligaba al perfeccionamiento diario de todas las artes públicas de la supervivencia. El Camino Real fue establecido cuando el sueño conquistador de Trapalanda, la ciudad mítica en la que los césares indígenas escondían metales y piedras preciosas, elíxires de eterna juventud y mujeres hermosas, hacía bastante que había despertado a la dura realidad. En consecuencia, para cuando el Camino Real aterrizó en el mundo, sólo la conciencia de que se andaba, la fatiga y el deseo de llegar de un punto a otro de esa dura realidad servían de empuje.
Como visitador entre Montevideo y Lima del sistema de Correos y Postas, el servicio postal que su Majestad Fernando VI de España estableció en el año 1747 para sus colonias, Alonso Carrió de la Vandera, nacido en Asturias en 1715 y muerto en Lima en 1783, documentó en El lazarillo de ciegos caminantes parte de lo que sabemos con relativa exactitud sobre el Camino Real. Acerca de la relatividad constitutiva de este saber, tarde o temprano, debe asimilarse el hecho de que los mapas exactos de las rutas y las postas no existen, e incluso que no existieron antes ni van a existir jamás. Aquel que pretenda reconstruir itinerarios y trayectos precisos a través de las dimensiones cambiantes del tiempo y el espacio, aun si se lanza con voluntad e intuición al terreno, está condenado a contradicciones múltiples e incongruencias severas. Desligado de la realidad, un paisaje trastornado impone a los preciosistas de la coherencia una maravillosa resignación bajo la forma de puntos ciegos que permanecen ciegos. Aún así, esto no debe confundirse con una desventaja ni debería desalentar a nadie. Es la literatura, la disciplina que se ocupa de lo que podría haber sido y de lo que nunca fue, antes que la historia, la que sutura parte de lo trastornado.
Respecto al inicio indudable del Camino Real, la ciudad de Santa María de los Buenos Ayres, en su libro Carrió de la Vandera describe con tono picaresco elementos que todavía pueden resultar reconocibles a doscientos cincuenta años de distancia. Un ejemplo: “Esta ciudad está bien situada y delineada a la moderna, dividida en cuadras iguales y sus calles de igual y regular ancho, pero se hace intransitable a pie en tiempo de aguas”. Entre los responsables de esta intransitabilidad se mencionan los daños que provocaban en las calles del más elemental barro las gigantescas ruedas de las carretas tiradas por bueyes. Para reconstruir este peligro habría que señalar que muchas de esas ruedas, como comprobarán quienes visiten el actual Museo Criollo de los Corrales, en Mataderos, tenían hasta dos metros de altura. ¿Acaso no son estas “excavaciones”, como las describe Carrió de la Vandera, parientes lejanos de los baches en el pavimento y las fracturas en el concreto que provocan los colectivos de ahora? En tal caso, unas y otras laceraciones del tejido urbano han obligado a muchas generaciones de porteños a retroceder, “y muchas veces a quedarse sin misa cuando los habitantes se ven precisados a atravesar la calle”.
Por otro lado, son conocidas las menciones en El lazarillo de ciegos caminantes al excelente estado de salud de la población en “todo el país de Buenos Ayres” del siglo XVIII, y también al motivo de muerte entre las “dos tercias partes de los que mueren”: caídas de caballos y cornadas de toros. Estas eventualidades, escribe Carrió de la Vandera, “estropean” a los porteños, y como no hay buenos cirujanos ni medicamentos, “son éstas las principales enfermedades que padecen y de que mueren”. Para equilibrar tal inclinación popular a una muerte brutal, el autor añade al paso que, por lo menos hasta donde puede ver, “las mujeres en esta ciudad son las más pulidas de todas las americanas españolas, y comparables a las sevillanas”. Pero volvamos al Camino Real.
Al alejarse de las pocas casas altas distribuidas entres las veintidós cuadras comunes “tanto de norte a sur como de este a oeste” de la ciudad, el espacio se disuelve en “campaña de pastos, con infinidad de cardos, que sirven de leña e incomodan y aniquilan al ganado menor”. Ese marco agreste es, apenas, un levísimo indicio de las rusticidades y las aventuras telúricas que esperaban al viajero del Camino Real, al que un precario sistema de postas, pulperías y estancias en eterno mal estado guarecía del agotamiento fatal de mulas, caballos y bueyes, de la indolencia del sol y la lluvia, de los azares omnívoros de la noche, de la carencia durante ciertos tramos del recorrido de agua, pan, especias o vino, de las bandas de asaltantes, de la vagancia imprevisible de los “gauderios” y de los malones de indios.
Acerca de estos últimos, como curiosidad, Carrió de la Vandera llega a aconsejar que, en el caso de los indios pampas, “no hay que fiarse de ellos en los despoblados”, anotando también que son “sumamente inclinados al execrable pecado nefando”. Identificados los obstáculos y las amenazas, todo lo demás referido al paisaje remite, como han escrito otros, al coloquio con Dios del viajero.
Ahora bien, ¿dónde se esconden las reliquias de este antiguo vértigo horizontal? ¿En qué otros fragmentos dispersos de nuestro mundo asoma el espectro del Camino Real? Uno de los más importantes es, a la vez, de los más reservados.
En lo que hoy conocemos como provincia de Buenos Aires, a “diez leguas” del inicio del Camino Real, existía ya en el año 1771 lo que Carrió de la Vandera llama “el pago de Areco”. Y es en la San Antonio de Areco actual, a 113 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, donde el espectro del Camino Real trastorna el paisaje. Esta característica, entre otros detalles, le da a la ciudad su orgulloso carácter de ser la capital nacional de la tradición.
La Areco narrada en El lazarillo de ciegos caminantes era un “pago” con muchos hacendados y un “río de corto caudal de nombre Areco”. También se cuenta que la actividad principal era la cría de todo género de ganados y que se vendían mulas a los invernaderos de Córdoba. Excepto por el detalle de que “el riachuelo tiene buenos vados y se podía fácilmente construir puente”, aditamento técnico que recién se construiría en el año 1857 y que todavía es conocido como Puente Viejo, esto es todo lo registrado acerca del lugar en el que funcionó una de las primeras postas del Camino Real, donde el “maestro de postas”, don José Florencio Moyano, podía “aprontar en todo tiempo doscientos caballos”. Puestos a imaginar otras anotaciones, tal vez Ezequiel Martínez Estrada podría añadir que, como cualquier otra ciudad del interior, Areco carece de alma y expresión auténticas, y que la soledad de los campos la ha penetrado y convive en los espíritus y las moradas. Según mis amigos arequeros, Martínez Estrada, aunque algo duro, no miente demasiado.
La Areco actual, por su parte, mitifica hasta los bordes del absurdo la figura, la obra y sobre todo los bienes del escritor, viajero y bon vivant Ricardo Güiraldes, al que una vida rodeada de criados y sirvientes rurales le dio material de inspiración suficiente para la novela Don Segundo Sombra. Contra la pesada voluntad de rescatarlo como algo distinto que un “pituco” con inquietudes, los críticos literarios crueles dirán que Güiraldes no fue más que un Raúl Barón Biza infinitamente más aburrido e infinitamente más conservador, pero que, a diferencia de Barón Biza, por lo menos conoció a Borges. Sin embargo, la hacienda de Güiraldes y su pertenencia fantasiosa a la vida gaucha son importantes para quien indague entre espectros, ya que el origen de todo su parasitismo cultural resulta incomprensible sin el Camino Real. Es esto lo que hace significativa cualquier visita al lugar.
Las noventa hectáreas donde funciona el Parque Criollo y Museo Gauchesco Ricardo Güiraldes tienen su único punto de interés en la pulpería “La blanqueada”, que a unos trescientos metros del Puente Viejo y frente a lo que fue la posta de José Florencio Moyano, sirvió como lugar de aprovisionamiento y esparcimiento para los viajeros del Camino Real.
“La blanqueada” persiste como un espacio escenográfico en las sombras de lo histórico y lo teatral, un rincón al que los turistas que pagan su entrada al Parque Criollo y Museo Gauchesco Ricardo Güiraldes acceden durante menos de tres minutos para sacarse fotos entre distintos objetos típicos de la vida campera del siglo XVIII. La intención de la escenografía es recrear el clima de las costumbres y los pasatiempos de la época, y su punto atmosférico culminante es el maniquí del pulpero negro que espera a los visitantes detrás de la barra. ¿Es posible que entre las manos vacías y el gesto desdeñoso del maniquí se nos comunique alguna verdad silenciosa sobre lo que era una auténtica pulpería de tierra adentro?
Si existe un espacio para meditarlo, ese espacio es la calle demasiado ancha y yerma, aunque rodeada por árboles, emplazada entre “La blanqueada” y lo que fue la posta de José Florencio Moyano. Quien coloque sus pies sobre esa calle, que en la actualidad se cubre de pedregullo blanco y no tiene otra función aparente que la de un triste estacionamiento, estará aunque no lo sepa sobre el Camino Real. Este paisaje trastornado, esta reaparición descarnada del pasado en el presente, esta trasgresión de la continuidad corriente entre el espacio y el tiempo, desaparece muy pronto: hacia uno de sus lados, se acaba antes de llegar al Puente Viejo; hacia el otro, se desvanece cuando, de repente, lo fulmina el campo.
Sobre ese segmento del Camino Real, pero hace cuatro siglos, cruzar la posta de Areco en dirección a la capital del Virreinato del Perú significaba emprender la marcha por Santa Fe, Córdoba, Santiago del Estero, Tucumán, Salta y Jujuy hasta el Alto Perú, y dar comienzo a una aventura de cuatro meses de viaje a caballo u ocho en carreta, sin contar las demoras en los tramos en los que el terreno obligaba a usar mulas o las provocadas por las imprevisibles sorpresas a ras de la marcha. Para los chasquis experimentados, auténticos portadores de cualquier información pública o privada en circulación por las colonias, los feudos o las vaporosas fronteras provinciales, el tiempo entre Buenos Aires y Lima podía reducirse a poco más de un mes, motivo por el cual su trascendencia táctica alrededor de acontecimientos como las guerras de Independencia, las revoluciones y las agitaciones está bien documentada. A lo largo del Camino Real, y gracias a la circulación aceitada de los chasquis, se sellaron detenciones y fusilamientos como los del Virrey del Río de la Plata y conde de Buenos Aires, Santiago de Liniers, en 1810, encuentros patrios como los del General José de San Martín y Manuel Belgrano en 1814, y asesinatos políticos como el del caudillo federal Facundo Quiroga en 1835. No obstante, desde los tiempos de Alonso Carrió de la Vandera, los dictámenes virreinales que intentaban normalizar las condiciones higiénicas y edilicias de las mismas postas donde se refugiaban comerciantes, funcionarios, traidores y héroes eran considerados una graciosa obra de ficción burocrática.
Lo cierto es que casi todos los viajeros del Camino Real debían alquilar animales de carga que se alternaban entre una posta y la otra (los encargados de devolver esos animales eran los “postillones”) y que en esas postas se les pedían sus permisos de tránsito y sus documentos de identidad. En parte, estas papeletas acreditaban quiénes eran, a dónde iban y en algunos casos cuáles eran sus tratos, en ocasiones conflictivos, con la justicia. De las imprevisibles conversaciones sobre rutas alternativas y atajos, sobre los relatos constantes de vejaciones, milagros y desapariciones bajo la luz o la oscuridad, y sobre la inconcebible profusión de mapas garabateados a toda hora por hombres de los más diversos confines, sólo queda la invitación a la imaginación. El Camino Real, cuyo espectro repentino asoma bajo los pies del visitante de Areco tal como fue cuando lo recorrió Alonso Carrió de la Vandera, ya no dice nada. Es en este punto de nuestro viaje, al fin y al cabo, donde aceptamos que un paisaje trastornado no busca vivificar nada, sino salvar algo del olvido///////PACO