Por Nicolás Mavrakis
I
Las epidemias son la paranoia y las plagas son la neurosis. No las grandes plagas bíblicas, las pequeñas plagas. Las que funcionan como interrupciones parpadeantes del tiempo y del espacio. Demasiado chicas para ser graves, demasiado permanentes para pasarlas por alto. El asfalto de lo real hundido por las miserias de la existencia. Cucarachas, hormigas, pulgas. Sin forzar demasiado el asunto incluiría a los malos poetas. Esos hacen con el lenguaje algo muy parecido a lo que hacen las cucarachas con los restos de comida.
El gran aliado de la neurosis es la obsesión: lo que irrumpe sobre la mesada de la cocina en plena madrugada no es una cucaracha sino la suciedad (lo que construye versos malos, sin imaginación y sin talento no es un poeta malo sino la fealdad). Eso que camina rápido entre la tostadora y las canillas y las frutas es un insecto pero es también la fractura expuesta de un orden y el miedo al caos. La representación celular del fracaso. Un escritor europeo y judío del siglo pasado lo percibió muy bien.
Cierta tarde de los años noventa, en Mar del Plata, destrocé el caparazón de un enorme caracol terrestre usando la rama caída de un árbol muerto —el sadismo siempre encuentra sus herramientas— y recuerdo que los primeros en merodear al cuerpo moribundo fueron otros caracoles más chicos. Cierto mediodía de los años noventa, en Buenos Aires, alguien me mostró cómo incinerar hormigas con una lupa. El rayo de sol se concentra sobre el cuerpo y la hormiga empieza a caminar más rápido. Pero no hay nada más rápido que la luz. Antes de morir la hormiga avanza y echa el humo de su propio cuerpo calcinado y se detiene y se carboniza. La infancia apuesta a un mundo bajo control. Pero todas esas cosas, no importa qué tantas veces se las hayan ahogado, aplastado, quemado o destrozado, vuelven.
II
Me obsesionan las paredes porque, en algún momento, algo en mí maduró irreparablemente. Cuando era más joven miraba las bibliotecas —cuando era aún más joven escuchaba con atención las conversaciones de los adultos: hay cucarachas y hay hormigas y hay pulgas brotando en cualquier mesa familiar en la infancia— porque pensaba que en las bibliotecas estaban bien codificadas las competencias intelectuales de los habitantes del lugar. Funciona si uno quiere jugar al espía, ¿pero quién quiere jugar al espía a menos que pueda terminar matando a alguien? Así que me fijo en las paredes: verdaderas cajas de resonancia de las competencias intelectuales y de las competencias materiales. Un giro marxista en la percepción del mundo y una nueva brecha para el abismo de la neurosis. Por el año de fabricación de un edificio puede saberse de antemano la calidad de las paredes: todo lo construido gracias a la renta sojera durante los últimos diez años es angosto, flexible, vulnerable y traslúcido.
No hace falta pegar una oreja a las paredes de ladrillos baratos y huecos y con una capa tibia de durlock para escuchar la vida de los vecinos. No hace falta mirar las bibliotecas para que comuniquen otra cosa que su incapacidad atómica de amoldarse a paredes incapaces de sostenerlas (ni siquiera se pueden colgar cuadros: los clavos atraviesan el ladrillo hueco al primer martillazo y bailan en el vacío para siempre, auténtica bellezza del sentido para las metáforas políticas más ruines). La pintura barata y el durlock son un efectivo alimento para las cucarachas y los ladrillos huecos un excelente asilo político para hormigas. He matado hormigas, cucarachas y pulgas. He matado a todos los insectos que caminan y se arrastran en esta ciudad, pero no ha habido noche en la que no hubiera deseado matar a los constructores de esos lugares de mierda.
III
Las paredes gruesas son una antigüedad (al margen, ¿cuándo pueden las cosas empezar a decir de uno que es una antigüedad?). El repliegue ante el ruido es un commodity (el único commodity del siglo XXI) y el territorio de las antigüedades es —exactamente al igual que la web— la memoria. Las paredes gruesas son buenas para la Humanidad porque nos aislan de la Humanidad: ladrillo sólido, capas de cemento, pintura. Las paredes gruesas toleran clavos, tornillos y crucifixiones. Las paredes gruesas son más caras, además, y sus propietarios suelen ser inteligentes porque valoran el silencio y de clase media-alta porque pueden financiarse ese silencio. Se pueden establecer bibliotecas —una pena que sean elementos obsoletos después del ebook— y se pueden establecer territorios libres de plagas: el enemigo endémico, en cambio, es la humedad. La humedad es algo así como la base del ecosistema de las cucarachas y de ciertas pulgas («algunas noches no consigue dormir por culpa del picor», se lamenta el joven Coetzee en Escenas de una vida de provincias) y de esos gusanos extraños llenos de patas que siempre oí llamar bichos de la humedad. En invierno las paredes gruesas son una trampa peligrosa: capaces de sostener el calor, lo distribuyen hacia los rincones secretos donde se esconden las plagas. No se trata de la experiencia ni de la observación. Esto lo sé porque la neurosis es la supervisión de las condiciones de supervivencia de la neurosis.
Si los pisos son de madera —las paredes gruesas y los edificios viejos suelen tener pisos de madera— las pulgas se vivifican. De los pliegues de la madera saltan a los zapatos y de los zapatos a los pantalones y de los pantalones a la ropa interior y de la ropa interior al abdomen y así pueden llegar hasta la cara y el cerebro. Doy fe de que las mordidas de las pulgas son terribles y en mi caso dejan marcas durante semanas. Cuando uno aplasta a una cucaracha percibe que ha aplastado algo sucio y cuando uno aplasta una hormiga percibe que ha aplastado algo trabajador. Cuando se aplasta una pulga —hay que usar las uñas contra una superficie sólida y sin poros y esperar el breve chasquido del estallido total del exoesqueleto— lo que se percibe es que uno ha aplastado al fantasma de la indigencia.
IV
Hay otras plagas, por supuesto. Facebook está plagado de escritores sin obra —no digo sin libros, aunque sean ilegibles, autoeditados y sin lectores: digo claramente sin obra—, sintetizando en largas frases narcisistas la pobreza en alta definición de sus percepciones sobre el mundo. Twitter tiene a los periodistas y a los burócratas. La fusión entre ambas cosas es cada vez más difícil de separar y cada vez más parecida a una plaga. Los sitios de noticias están plagados de información sin valor. La televisión está plagada de zombies. Internet no está plagada de trolls: está plagada de algo mucho peor: la corrección política. En Criptopunks hay una intervención maravillosamente liberal de Julian Assange sobre esa plaga pegajosa. «Entonces las personas tendrán que pensar al respecto. La única pregunta es: ¿en cuál de las dos formas pensarán? ¿Pensarán necesito ser cuidadoso con lo que digo, necesito contenerme, todo el tiempo, en cada interacción? ¿O pensarán necesito dominar los pequeños componentes de esta tecnología e instalar lo necesario para estar protegido y poder expresar mis sentimientos en libertad y comunicarme libremente con mis amigos y seres queridos? Si la gente no piensa de la segunda manera entonces tendremos una universalización de lo políticamente correcto e incluso cuando se comuniquen con sus amigos más cercanos aplicarán la autocensura y dejarán de ser actores políticos del mundo?».
Dice su biógrafo que cuando Hegel trabajaba de mayordomo en Suiza, en 1793, descubrió que el odio era más clarividente que el amor. Recito esa frase cada vez que deambulo con mi Raid. Cada vez que aplasto, ahogo o calcino al agente de cualquier plaga. La plaga de Hegel eran los aristócratas y para ellos él no representaba más que un sirviente bien educado. En esa época «examinaba los hechos minuciosamente y los condenaba con rigor», dice el biógrafo. Lo que exigen las plagas y las neurosis si uno las trata con la seriedad correspondiente. La trampa de las plagas es que no se las puede aplastar, ahogar ni calcinar a todas porque entonces se acabaría de una vez con la neurosis. Lo real quedaría desnudo de las reticencias del lenguaje y… ¿qué restaría? ¿El desierto de la felicidad?