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Por Nicolás Mavrakis

I
Hay un eco dreyfusiano en el caso Bradley Manning que con el inesperado giro hacia el drama queer termina de sincronizarse con los fantasmas contemporáneos de los Estados Unidos. A finales del siglo XIX, la acusación de espionaje contra el capitán Alfred Dreyfus a favor de Alemania se sostuvo sobre la balanza del antisemitismo. Una balanza con el pesaje justo para desatar toda clase de conflictos. La hipótesis era simple y por eso permeable: perteneciente a una diáspora errante y sin territorio determinado, el judío carecía de patria. Por lo tanto, cualquier estado moderno le resultaba tan utilitario como descartable. En el horizonte cultural de la época —y lo más explícito estaba por llegar— bastaba la idea de que Dreyfus había traicionado a Francia porque era judío antes que francés.

Bill Maher es un comediante norteamericano devenido en comentarista político. Hizo un documental bastante imbécil sobre la inexistencia de Dios —el desenlace es inevitable: basta esperar para que Dios demuestre otra vez su punto— y en HBO tiene un programa semanal: Real Time with Bill Maher. Un escritorio, tres invitados por lo general asesores o intelectuales vinculados a la política, grandes tazas donde se toma algo que no se sabe qué es y algún invitado pop para que el sentido común elemental del norteamericano promedio quede representado. Maher no es mucho más que alguien verdaderamente ingenioso y en Buenos Aires sería un votante convencido de Pino Solanas.

En la costa oeste de los Estados Unidos es más fácil todavía, porque en el esquema progresista de Maher todo lo que vale la pena decirse y pensarse lo hacen los demócratas y todo lo que no vale la pena decirse ni pensarse lo hacen los republicanos. El último sábado jugaron con la clase de sofisma con el que un historiador como Felipe Pigna podría hacer otro libro antes de 2015: gracias a Adolfo Hitler, Estados Unidos y Rusia, el Capitalismo y el Comunismo, habían logrado unirse y superar sus diferencias contra un enemigo común. Hubo risas en el público y Maher siguió un poco más: gracias a Adolfo Hitler, los judíos han sido más queridos desde el final de la Segunda Guerra. Como documento instantáneo y banal de una expiación histórica, las risas fueron elocuentes.

II
Condenado a 35 años de cárcel por traición contra los Estados Unidos después de facilitarle información confidencial a Wikileaks, Bradley Manning pidió vivir su vida como mujer y ser llamado Chelsea. En la cita aséptica del redactor de The Wall Street Journal hay una atmósfera de pasmo sutil y comprensible: «Less than 24 hours after being sentenced for being the source of one of the biggest classified leaks in U.S. history, Pfc. Manning said he wants to begin hormone therapy and be known by a new name». Dicen quienes han atravesado la experiencia carcelaria que de lo que se trata es, en síntesis, de una enorme cantidad de tiempo disponible para pensar. ¿Esa es la primera idea de Manning ante 35 años de cárcel por the biggest classified leaks in U.S. history? El Papa Francisco se preguntaría quién es uno para juzgarlo y el Papa Francisco es un hombre sabio.

En tal caso, las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos tampoco son estúpidas y conocen a su pueblo. Entre los documentos provistos por los acusadores durante el juicio, una selfie de Manning disfrazado de mujer sirvió como documento del perfil psicológico del traidor. Al parecer, Manning le contaba a su psicoterapeuta militar sus conflictos con el género. El traidor fue presentado como un hombre bajo estrés y issues with gender identity. La estrategia judicial es astuta porque sabe cómo apelar a las pulsiones más simples: ¿cómo alguien incapaz de sostener las vicisitudes y responsabilidades de su propio género podría ser capaz de sostener las vicisitudes y responsabilidades de su propio país?

La resonancia entre los fantasmas sociales alrededor de figuras icónicas como Dreyfus y Manning es demasiado obvia. No por eso es menos atendible, y no por lo que ser judío o ser homosexual pueda representar, sino más bien por las formas en que los verdaderos poderes fácticos utilizan esas cuestiones como ojivas sociales para cumplir con sus propias agendas. Por supuesto, Julian Assange debe tener mejores cosas por las cuales preocuparse ahora que reescribir el J’accuse de Zola: el próximo mes las elecciones en Australia van a definir su futuro tal vez para siempre.

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III
Pienso más, en cambio, en cómo las pequeñas voces del progresismo norteamericano como Bill Maher podrían tratar el asunto. Entiendo que para mí esa decodificación de los eventos no será más que una curiosidad. Pero para otras personas seguramente tendrá un significado más trascendente. Por lo que uno escucha en Real Time with Bill Maher, la resistencia del ciudadano medio estadounidense ante una legislación que permitiera el matrimonio queer y el cambio de género es alta. No en Los Ángeles ni en Nueva York, por supuesto, sino en la Norteamérica Profunda.

Tal vez mis expectativas sobre quién podría decir algo sobre la naturaleza de lo humano y las redes de lo político estén un poco devaluadas: preferiría leer a Christopher Hitchens pronunciarse al respecto, pero Dios diría que he is no longer available. El abogado de Manning, mientras tanto, aclaró que su cliente no quiere ser transferido a una cárcel de mujeres sino to be comfortable in her skin and to be the person that she’s never had an opportunity to be.

A propósito, esta semana fui testigo de un episodio interesante sobre la comodidad en la piel. Estaba cenando en Sattva, un restaurante con conciencia vegetariana donde las empanadas están hechas de  tofu —»yo también quiero probar una de esas empanadas de topu«— cuando, de repente, la moza que atiende el lugar empezó a gemir y hacer arcadas. Limpiaba una mesa de la que se acababan de ir tres mujeres con un chico de dos o tres años. A esa hora el lugar estaba semivacío y la escena podía verse y escucharse con mucha claridad.

Ella juntaba las sobras de las «exquisitas combinaciones que realzan los sabores y alimentan el espíritu» pero mientras lo hacía gritaba con la clase de asco sobreactuado de alguien que acaba de encontrar el cadáver de un cachorrito de raza y quiere compartir su indignación. Entonces alguien le preguntó si lo que había ahí, en la mesa, era vómito de bebé (justo cuando yo miraba el interior de mi empanada de tofu y seguía pensando en la resonancias de  empanada de topu). La moza escuchó la pregunta y se empezó a reír. Y se empezó a reír tanto que dejó de juntar los restos de comida y se enderezó para seguir riéndose.

Era muy joven, debía medir un metro setenta, delgada con la piel tan blanca y sana como la mejor modelo vegana. No tenía —no tiene— otros rasgos faciales de interés, pero sí las tetas más grandes, redondas, paradas y mejor puestas que pueda ofrecer una alimentación libre de agrotóxicos a un mamífero hembra. «Unos pechos poderosos y bellos», como escribe un traductor de Philip Roth, con los que «te das cuenta de que, a pesar del decoro, la meticulosidad, el estilo cautamente soigné, o tal vez debido a todo ello, es consciente de sí misma». Añadiría sin necesidad de Philip Roth que el culo tampoco estaba nada mal. Pura fuckiability. Y se siguió riendo hasta que al final dijo: «No, vomito no, ¡leche!» ////PACO

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