El año 1989 fue uno de gran trascendencia para la humanidad. Eric Hobsbawm lo señaló en su Age of Extremes (1994) como el año de finalización del “siglo XX corto”. Por su carácter inesperado y disruptivo, la caída del Muro de Berlín tomó la dimensión de un evento, un cambio de época que trascendió sus causas inmediatas y, como todo gran momento político, modificó la percepción del pasado y engendró una nueva imaginación histórica. Para Argentina, ese año también fue uno de notable importancia. Consolidada la derrota definitiva del peronismo como proyecto político emancipador, la dictadura militar de 1976 logró, a través de la represión, la destrucción y subordinación definitivas de los sectores populares y la homogeneización de las clases dominantes detrás del liderazgo del capital financiero. Unos años después, la apertura democrática y el ciclo alfonsinista prolongó este disciplinamiento a través de la destrucción de la matriz productiva histórica de la Argentina.

La llegada de Carlos Menem a la presidencia, el 8 de julio de 1989, generó una ola de entusiasmo y, por un breve momento, grandes expectativas por el retorno de un peronismo “real” que retomara las banderas arriadas en la debacle del ‘76. Muy rápido, sin embargo, los argentinos se dieron cuenta de que el ciclo largo de derrotas materiales y culturales había tirado abajo todo el sistema de representaciones del siglo XX y que, ahora, estaban frente a otra cosa, algo nuevo. La monumental historia del peronismo, laboriosamente narrada por historiadores revisionistas, nacionalistas y marxistas, y testimoniada por las luchas del pueblo argentino desde el 1500 hasta el presente (ahí está, como un testigo, la hermosa obra de Milcíades Peña, pero podríamos citar a muchos otros), historia que había señalado sus momentos de mayor simbolismo mítico en los años de resistencia posteriores al golpe del ’55, quedó enterrada bajo el éxito absoluto del Plan de Convertibilidad. En consecuencia, la dialéctica del siglo XX se rompió en ese momento también para la Argentina, y en lugar de liberar una nueva imaginación política, el menemismo agotó su trayectoria histórica y redujo al peronismo a su dimensión política, es decir, a la mera acumulación del poder. Por supuesto, esta narrativa no fue inventada en 1989 sino que existió desde 1945, pero a partir de esta nueva derrota, o “transfiguración”, se convirtió en una conciencia histórica compartida y aún celebrada por nosotros, los propios peronistas, bajo el velo de una realpolitik que escondía cierto cinismo o desencanto (en el sentido weberiano). Después de haber entrado al siglo XX como una promesa de justicia, el peronismo lo abandonaba como un símbolo de la rosca de palacio, en apariencia ya alejado de la gente.

La derrota democrática. Raúl Alfonsín consagró con su fracaso como gobernante luego del Proceso la idea de una democracia que solo es reivindicativa en lo simbólico y profundamente derrotada en lo económico y lo distributivo.

El historiador Reinhart Koselleck, discípulo de Carl Schmitt, define en “Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos” (1993) como Sattelzeit -algo así como un tiempo de transición, “saddle time” en inglés- el período que va de la crisis del Antiguo Régimen a la restauración monárquica en Europa. En esa era, explica Koselleck, emergió una nueva forma de soberanía basada en la idea de nación, que por un breve tiempo borró a los regímenes basados en las dinastías hereditarias y las reemplazó con una sociedad de individuos. A partir de ahí, las palabras cambiaron de significado muy rápido y apareció una nueva narrativa para explicar la razón de ser de los Estados, que de repente parecían haber estado entre nosotros desde siempre. El historiador Enzo Traverso, citando a Koselleck, utiliza el mismo concepto para explicar los cambios que sucedieron desde finales de los ’70 y el 11 de septiembre de 2001 y que dieron forma a una transición que resultó de la transformación radical de nuestras referencias conceptuales y políticas: “Durante este cuarto de siglo, el mercado y la competencia -las bases del léxico neoliberal- se convirtieron en el orden ‘natural’ de las sociedades post-totalitarias”. Por supuesto, Argentina no fue ajena a ese proceso. Los nuevos valores que lograron consolidarse exitosamente durante esos años dejarían al viejo ascetismo protestante de la burguesía británica de la que hablaba Max Weber como el tímido vestigio arqueológico de una sociedad poco preocupada por la acumulación del dinero.

Según Traverso, tales Sattelzeit tienen dos extremos: la utopía y la memoria. Y ese es el marco político y epistemológico del nuevo siglo que se abre también para nosotros en el ’76. Sin embargo, las primeras son importantes no por su persistencia, sino por su crisis y desaparición: las utopías, de hecho, son poco más que un fantasma de las navidades pasadas. Y esta es una diferencia fundamental que distingue al siglo XXI de los dos anteriores. La Argentina inició el siglo XIX con el idealismo potente y optimista de su fundación, envuelta en el proceso mayor que abrió la revolución de 1789, y el XX con la promesa de su democratización (donde caben las revoluciones radicales, la Ley Saenz Peña o el irigoyenismo triunfante). El siglo XXI, en cambio, se inició con el colapso total del sueño del país justo, libre y soberano. La clásica frase de Fredric Jameson acerca de que “es más fácil imaginar el fin del mundo que imaginar el fin del capitalismo”, frase que expresaba la nostalgia hacia el mundo bipolar en la Argentina del ’83, es aún más cierta y más desalentadora: la disolución de la nación es una posibilidad real (la economía destruida y las células militares ociosas lurkeando en los márgenes del frágil sistema democrático excitan la imaginación de crisis política terminal) mientras que el peronismo se encuentra derrotado para siempre. O, al menos, ya no se encuentra más, en la imaginación de la época, en la intersección sensible entre un “espacio de experiencia” y un “horizonte de expectativas”. En otras palabras, la expectativa desapareció y la experiencia ha tomado la forma de un campo de ruinas, ya que la carencia de utopías del pasado solo arrastra un presente cargado de memoria pero incapaz de proyectarse hacia el futuro.

Por su parte, algunos autores como Francois Hartog (“Régimes d’historicité: Présentisme et experiences du temps”, 2003) caracterizan el régimen de historicidad que surgió en los ’90 como “presentismo”: un presente diluido y extendido que absorbe a la vez que se disuelve a sí mismo en el pasado y en el futuro. El “presentismo” tiene una doble dimensión. Por un lado, reifica al pasado en una industria cultural que destruye toda la experiencia transmitida. Por otro lado, abole el futuro en el tiempo del neoliberalismo, que no es la “tiranía de los relojes” de la que hablaba Norbert Elias, sino la dictadura del mercado de valores, un tiempo de aceleración permanente. En la Argentina post-peronista del siglo XXI, el “presentismo” se convierte en un tiempo suspendido entre un pasado que no se puede procesar y un futuro que está negado. Un pasado que “no se va”, que está siempre ahí, y un futuro que no podemos inventar.

Peronismo globalizado. Las formas del trabajo, la naturaleza de los vínculos humanos y las expectativas relacionadas con cualquier lógica de intercambio dieron un giro histórico definitivo en los ´90. Carlos Menem transformó la nueva realidad en un nuevo poder peronista.

La utopía peronista de la justicia social estaba profundamente vinculada a una memoria obrera que desapareció durante las últimas décadas. La derrota del movimiento nacional y la dictadura del ’76 coincidieron con el fin del fordismo y de la ISI, esto es, el modelo del capitalismo industrial que dominó el siglo XX. La introducción del trabajo flexible, móvil, “desorganizado”, converge con la penetración de modelos individualistas de competencia que horadaron las formas tradicionales de sociabilidad y solidaridad. Esto tuvo dos efectos: primero desestabilizó profundamente al peronismo, desarticulando su identidad social y política; después, rompió el marco social que aseguraba la memoria de la lucha entre generaciones. En el balance general, al entrar en la década del ’90, el peronismo perdió su base social y su cultura política.

La obsesión con el pasado que caracteriza a nuestra época es el resultado del eclipse de las utopías: un mundo sin utopías irremediablemente mira hacia atrás. La emergencia de la “memoria” en el espacio público de las sociedades occidentales es la consecuencia de este cambio. Entramos al siglo XXI sin revoluciones, sin Bastillas, sin Palacios de Invierno. En nuestro caso, sin patria socialista y en el medio del terror de la dictadura. Sin “horizonte de expectativas”, el siglo XX aparece en retrospectiva como una era de guerras y genocidios sin sentido, o, como lo interpretan los libertarios, la historia desangelada de sucesivos déficits fiscales y procesos inflacionarios dictados por distintas formas del colectivismo. En este contexto, una figura invadió el centro de la escena: el de las víctimas. Casi anónimas, mayormente silenciosas, entre los ’70 y hoy la cultura contemporánea intoxicó nuestra historia de víctimas. Gracias a la calidad e influencia de las obras literarias que atestiguaban los horrores de los campos de concentración nazis y los gulags estalinistas, la empatía hacia las víctimas iluminó la historia con una nueva luz: la memoria del Gulag borró la revolución de Octubre, la memoria del Holocausto reemplazó la lucha contra el fascismo, la memoria de la esclavitud eclipsó al anticolonialismo.

Recordando los años ’60, Enzo Traverso (“Left wing melancholia”, 2021) dice: “Durante esos años de peleas en las calles, en los que describíamos el mundo revolucionario levantado en armas, como decía la canción, desde Angola a Palestina, la memoria no era un objeto de culto. Más bien se incorporaba en las luchas rápido, como aprendizaje, o se desechaba”. Pero algo cambió en los ’80. “En Europa, el Holocausto se transformó en el corazón de una memoria colectiva. El antifascismo fue marginalizado del recuerdo público y las víctimas empezaron a ocupar el centro del escenario en el nuevo paisaje conmemorativo. El legado del pasado no fue más interpretado como una colección de experiencias de lucha y se convirtió en un fuerte sentido del deber alrededor de la defensa de los derechos humanos. De repente, tres décadas de Guerra Fría fueron borradas de la memoria colectiva”. El ejemplo de Alemania es elocuente en este sentido. Inicialmente, la derrota del Tercer Reich fue vivida como una humillación nacional producto de la privación de la soberanía y la división del país en dos estados enemigos. En 1985, sin embargo, el presidente de la Alemania Federal, Richard von Weiszäcker, definió el 8 de Mayo (día en que los aliados aceptaron la “rendición incondicional” de Alemania en 1945) como un “día de liberación”. Veinte años después, el canciller Gerhard Schröder participó junto a Jacques Chirac, Tony Blair, George Bush y Vladímir Putin en la conmemoración del desembarco aliado en Normandía del 6 de junio de 1944. Fue la ratificación final de una especie de “patriotismo constitucional” fuertemente arraigado en los valores democráticos occidentales, a los que hoy solo Rusia antepone sus propias prioridades estratégicas.

En este contexto, el Holocausto funcionó como una narrativa unificadora para Europa a partir de los ’80, cuando el objetivo de formar una Unión Europea empezó a consolidarse. Siguiendo a Traverso: “[El Holocausto] domina el espacio conmemorativo de Occidente -tanto en Europa como en Estados Unidos- como una especie de ‘religión civil’ (esto es, una creencia secular, de acuerdo a Rousseau, útil para unificar una comunidad determinada). El Holocausto sirvió para sacralizar los valores fundacionales de las democracias liberales -pluralismo, tolerancia y los derechos del hombre- cuya defensa toma la forma de una liturgia secular de la memoria. (…) Arraigada en la formación supranacional de una conciencia histórica, la religión civil del Holocausto es el producto de los esfuerzos pedagógicos de los estados occidentales. Dentro de la Unión Europea, intenta crear la ilusión de una comunidad supranacional creada sobre valores éticos: una apariencia virtuosa que convenientemente oculta el vacío democrático de una institución fundada sobre una altamente competitiva economía de mercado cuya única institución realmente soberana es su Banco Central”.

Licuación de la historia. El aniversario número 70 del «Día D» intentó licuar bajo los intereses del Banco Central Europeo la larga historia de conflictos ideológicos, económicos y políticos de la Europa de los siglos XIX y XX en una simple confrontación moral entre el bien y el mal, donde el bien ganó y el mal desapareció.

En Alemania la incorporación de los crímenes del nazismo a la identidad nacional, con el mismo status que la Reforma, tuvo efectos fuertes: nunca más se consideró un colectivo étnico diferenciado y pasó a identificarse como una comunidad política donde el mito de la sangre y la tierra fue reemplazado por uno moderno de ciudadanía. Al mismo tiempo, la “obligación de recordar” el Holocausto fue continuada por una destrucción sistemática de todos los rasgos de identidad de la República Democrática de Alemania, como el icónico Palast der Republik. En la era de las víctimas, el Holocausto se convirtió en el paradigma de la “memoria” occidental. De esta manera, se consolidó la propensión a reducir la historia a una confrontación binaria entre víctimas y ejecutores. Otro ejemplo claro fue la Guerra Civil Española. Treinta años después de la transición a la democracia, la integración de España a Europa se consolidó sobre un gran proceso de recuperación de la “memoria histórica”, de “lo que pasó” entre 1936 y 1939, identificando y cuantificando, con ayuda de una gran cantidad de ONGs europeas, a las víctimas en ambos bandos de la guerra. Por primera vez, la historia de los campos de concentración del franquismo y las fosas comunes fueron seriamente investigados y descriptos. En el debate público, sin embargo, este trabajo de reconstrucción de la historia sirvió simplemente para ocultar el verdadero significado de la guerra. De acuerdo a este nuevo y moderno approach, el conflicto fue entre la “democracia” y el “fascismo” y los crímenes del franquismo se convirtieron en “crímenes contra la humanidad”, reimaginando asépticamente la causa comunista y anarquista de la República. Algunos historiadores, de hecho, hablan de un “genocidio español”, un estallido de violencia en el que hubo perseguidores y víctimas inocentes.

¿Qué pasó en Argentina, entonces? La memoria de los detenidos-desaparecidos eclipsó la lucha del peronismo por construir una Argentina emancipada. Este movimiento de reemplazo se observa ya de forma explícita a lo largo del proyecto alfonsinista, fallido económicamente pero muy exitoso en su intensidad refundacional y cultural. Es de particular interés el famoso Discurso de Parque Norte del 1° de diciembre de 1985 escrito por el sociólogo y rock star Emilio de Ípola -secuestrado en 1976 por un comando del Ejército Argentino y reconvertido en un intelectual semi-orgánico del “tercer movimiento histórico” junto a otros socialistas-, en el que Alfonsín da una versión de la historia nacional reciente que omite al peronismo (habla de los valores “defendidos por liberales o socialistas y las diversas posiciones intermedias, sin excluir al conservadurismo lúcido y al social cristianismo”) y fija la trinidad sagrada del proyecto político argentino “en las vísperas del siglo XXI y en medio de una mutación civilizatoria a escala mundial”: democracia participativa, modernización con equidad social y ética de la solidaridad.

Aunque el discurso expresa cierto dramatismo de época y todavía en 1985 el gobierno podía mostrar algunos triunfos -las inminentes perpetuas a Jorge Videla y Emilio Massera y el éxito en salas de cine de La historia oficial– lo cierto es que los enunciados de Parque Norte amplifican enérgicamente el sueño del Proceso de una Argentina sin peronismo bajo la modulación desencantada del naciente siglo XXI. Ya no se trataría, sin embargo, de erradicarlo a través de su supresión, sino mediante una normalización como un partido liberal dentro una democracia liberal. “Ya pasó la era en que se pudo llegar a creer que la felicidad del género humano estaba a la vuelta de un episodio absoluto, violento, definitivo, que al otro día inauguraría la vida nueva. La revolución no es eso ni lo ha sido nunca. Revolución es una etiqueta que los historiadores ponen al cabo de siglos a un proceso prolongado y complejo de transformación”, concluye Alfonsín. El Juicio a las Juntas y la religión secular consolidada en torno a ese evento inédito puso a la Argentina, en contraste con el resto de América Latina, en línea con los procesos de democratización globales, como sería reconocida a lo largo de los años en múltiples foros internacionales, y unificó a la emergente comunidad nacional que brotaba del trauma, inmunizada ya de la expectativa fantasiosa de la “vida nueva”, en torno a los valores occidentales (pluralidad, respeto, igualdad, etc).

El menemismo, como dijimos, pivoteó un poco sobre esta nueva hegemonía cultural naciente. Y lo hizo menos preocupado por sacralizar sus propios ritos de ejercicio de poder una vez que hizo pie sobre el deseo profundo del inconsciente argentino, desatado tras dos años desastrosos en materia económica. Sin embargo, lo cierto es que prolongó el disenchantment del peronismo bajo el credo neoliberal. El crash de 2001, no obstante, impidió que esta narrativa posible se trasladase completa hacia el nuevo siglo. En todo lo demás, la nueva encarnación del peronismo nacida en 2003 retomó casi la totalidad del proyecto cultural-místico alfonsinista para pensar el orden institucional argentino que, una vez más, debía ser refundado, y para reinventar un justicialismo políticamente vaciado de expectativas desde hacía 30 años.

Melancolía triunfalista. Memoria, pluralidad, verdad y justicia fueron consignas solemnes y valiosas para el pasado, pero resultaron incapaces de imaginar algún plan de acción económica que resolviera el estancamiento económico y la inflación del futuro inmediato.

En términos freudianos, la melancolía es un duelo imposible: una identificación que queda fijada de forma narcisista con el objeto perdido y que bloquea la transferencia de las energías libidinales hacía un recipiente nuevo. La inconsciente obsesión por el pasado que entraña la consolidación de la “memoria histórica” -un concepto que, como vimos, no aparece sino hasta los ’80 en Europa central- como núcleo de la cultura política, reemplazando a la utopía, incorpora una dimensión conservadora en el corazón de doctrinas políticas por lo general “progresistas”, transformadoras o revolucionarias, como señala Wendy Brown (“Resisting Left Melancholy”, 2003). Cuando esto sucede “llegamos a enamorarnos más de nuestras pasiones y razones políticas ‘correctas’, de nuestros análisis y convicciones ‘correctas’, que de lo que amamos al mundo que existe a nuestro alrededor y que presumiblemente buscamos transformar”.

La desaparición del “horizonte de futuro” del justicialismo consolidó en nuestro movimiento una dinámica que trascendió la mera refundación de una comunidad civil alrededor de los valores sagrados de la memoria, la democracia, la pluralidad, la inclusión -valores que adquirieron un status tan solemne que llegamos a defender aún en contra del bienestar material de la sociedad. El peronismo que emergió triunfante en el siglo XXI, y que continúa en órbita hasta hoy, tuvo entonces dos características: fue –es– un peronismo melancólico (obsesionado por el pasado, enamorado de sus convicciones, incapaz de proyectarse hacia el futuro) y dependiente del aparato estatal. Esta dinámica se estresó después de 2011, cuando el kirchnerismo se volvió incapaz de producir más crecimiento económico y, especialmente durante estos años, cuando el neoliberalismo rebrandeado bajo la “revolución ancap”, que a diferencia nuestra sí portaba un “horizonte de expectativas, aunque no un “espacio de experiencia”, desafió la sensatez de un modelo económico totalmente fallido, que continuamos defendiendo a ultranza por nuestra obsesión narcisista con el pasado. En ese mismo movimiento, fuimos obligados a posicionarnos como burocráticos defensores de un orden “normal y democrático” que, sin embargo, no le ofrece bienestar a nadie, con excepción de la propia “casta” de tecnócratas y militantes profesionalizados adheridos a los azulejos del Estado. Es decir, se desenmascaró el carácter melancólico -fosilizado- del peronismo.

Durante el debate presidencial de 1979 en el Reino Unido, James Callaghan, el candidato del Partido Laborista, exclamó indignado que “¡Mrs. Thatcher busca destruir la sociedad desde la raíz!”, una acusación que evocaba la conservación del orden social y que hasta ese momento solía provenir de los candidatos de la derecha. Bastantes años después, Slavoj Žižek recordaba con un poco de sorna el asalto al Capitolio de 2021 por las fuerzas especiales MAGA diciendo que sus amigos de izquierda lo habían llamado exclamando indignados que “esos tendríamos que haber sido nosotros, no ellos”. La idea de que el peronismo es un movimiento tradicionalista no debería extrañar a nadie, aunque su transmutación reciente en el partido de la respetabilidad democrática, los valores globalistas y la institucionalidad gourmet lo ha convertido en un movimiento que está más cómodo construyendo su propia marginalidad mientras permanece atrapado en el apego melancólico a una cierta cepa de su propio pasado, cuyo espíritu es fantasmal y cuya estructura de deseo es retrospectiva y autoflagelante. Desde esta perspectiva, no es difícil entender por qué -más allá del fracaso económico, que no pretendo negar, pero que me parece solo una parte de lo que explica la elección de 2023- hemos dejado de ser una alternativa seductora para la juventud o para los sectores más precarizados de la clase trabajadora. A través de nuestra propia reinvención desencantada como catedral secular de la democracia liberal, lo cierto es que profundizamos un giro melancólico y dejamos de proponer una visión utópica de la sociedad argentina.

Vivir en las redes. Lorena Pokoik es una diputada anclada a esa forma de la vida política neoliberal que se nutre de las postales de Instagram, las frases estampadas en camisetas para TikTok, la cercanía alienante y usuraria con los jóvenes y la indignación en Twitter. El complemento opositor perfecto para vivificar a un presidente como Milei.

En una expresión plena de aquel mismo peronismo melancólico, hace unos días se viralizó un fragmento de Pedro Rosemblat en una entrevista con Rosendo Grobo admitiendo que le costaba mucho “interpretar esta época”: “La sociedad que yo tengo en mi cabeza es una sociedad en la que obviamente ganaba Massa porque la UIA bancaba a Massa, la Sociedad Rural bancaba a Massa, el Partido Justicialista bancaba a Massa, la UCR bancaba a Massa, todos los sindicatos, todos bancaban a Massa, entonces el mundo de las organizaciones estaba atrás de la candidatura de Massa y evidentemente los individuos primaron por sobre cualquier tipo de organización, y yo sigo teniendo en mi cabeza una concepción colectiva”. Por supuesto, no es mi intención pegarle a Rosemblat -es posible que este pequeño fragmento no reduzca la totalidad de su reflexión y menos de su militancia-, aunque es evidente que al reponer de manera inconsciente el binomio individuo / comunidad, que lleva por cierto implícito una carga fuertemente moral, esquiva el problema de la representación en crisis del peronismo. Así, el problema parecería casi no ser nuestro: tenemos almas tan bellas e idealistas que seguimos pensando cómo reconstruir el lazo social en una sociedad cínica e individualista a la que no fuimos capaces de adaptarnos. Pero esto es obviamente falso. Porque aún en un contexto de creciente “privatización” de los vínculos sociales, los argentinos se mostraron una y otra vez ávidos de una representación política y cultural que el peronismo nunca fue capaz de ofrecer -no fue capaz de ofrecerla Massa como candidato, pero tampoco es capaz de ofrecerla totalmente otras figuras importantes del partido, ni ya es capaz de ofrecerla Cristina. En tal caso, poner el acento en los cambios tecnológicos y sociales evita hacer la pregunta correcta sobre una imaginación política en crisis, demasiado enamorada de sus propios conceptos -en este caso, las consignas “comunitaristas” que vuelven a apelar a que “la patria es el otro,” “el amor vence al odio”, “nadie puede ser feliz en soledad”, and so on – porque nos hacen sentir “buenos” a pesar de no lograr ningún efecto político concreto (de eso, de última, se puede culpar a otros: la oligarquía, TikTok, lo estúpida que es la gente, etc). De la misma manera en que Jean Baudrillard decía que “Disneylandia existe para ocultar que el país ‘real’, toda la América ‘real’, es una Disneylandia”, la sobreactuación en la retórica utopista entre nuestra militancia existe para ocultar que hay una visión de futuro más viva, mejor articulada y que ilusiona más a la ciudadanía afuera del peronismo.

Al fijar la imaginación política obsesivamente en el pasado, la melancolía reduce los efectos de su acción a una dimensión puramente estética, visible en sus tres rasgos: simulacro, repetición y espectáculo. Tengo un ejemplo. El 12 de enero de 2024, Lorena Pokoik, diputada nacional de Unión por la Patria, subió a TikTok, y luego a Twitter, un video donde se la veía como oradora en una asamblea o reunión grande de lo que aparentemente eran trabajadores de la cultura en contra del ajuste de Javier Milei. La edición, pensada para las redes sociales, ofrecía recortes inspiradores que formaron parte de su discurso (“producen nada más y nada menos que cultura, es decir, construcción de sentido, que es a lo que les tienen miedo”, “no hay tiempo para análisis sociológicos de cuándo es el momento de salir… es ahora, porque después ya nos llevaron puestos, literalmente”) intercalados con pequeños fragmentos de los participantes tomando la palabra, pero muteados. El mensaje era claro: no importa lo que digan los “comunes”, lo que importa es ofrecer el simulacro de participación aún si esa participación no construye nada. El gesto, que emparenta las formas de hacer política del peronismo con las estrategias de marketing de los influencers, perfecciona una conocida tradición inaugurada por funcionarios de segunda y tercera línea que consiste en sacarse fotos y anunciar reuniones con otros funcionarios, hábito mediático que fue irradiado hacia las zonas altas del escalafón ejecutivo (“reunidos con el ministro de Seguridad para discutir una agenda de cooperación para combatir el narcotráfico”, “a punto de comenzar la reunión para discutir nuevas estrategias que permitan al maní pampeano abrir nuevos mercados internacionales”). En general, esas reuniones no producían ningún efecto concreto o, mejor dicho, se hacían públicas porque los involucrados ya sabían de antemano que no iban a producir efectos concretos. Contra lo que afirma la calculada ingenuidad democrático-participativa, las reuniones que en política generan efectos reales son las que se mantienen en secreto y no se suben jamás a las redes sociales.

La dramaturgia de nuestros más importantes referentes se distingue también por la constitución de series y la repetición. Las tendencias de la comunicación hacia la ciudadanía favorecen la concentración de temas (si hay paro de la CGT, todos suben fotos en la marcha; si se vota una ley en el Congreso, todos se pronuncian sobre el tema; si se publica el dato de inflación de febrero, todos critican o aprueban dependiendo de cuál es la línea; si los organismos de DD.HH. realizan una actividad, todos la apoyan, y así), pero es evidente que nuestros referentes ya no buscan despertar la curiosidad de nadie, sino tranquilizar. El verdadero mensaje es que todo funciona como siempre lo ha hecho. De la misma manera en que los trailers de los grandes éxitos del cine que antes dejaban incógnitas sobre la trama ahora suelen presentar el resumen completo de la película para que todos estemos tranquilos de que no va a haber sorpresas, nuestros políticos ya no buscan conmovernos, sorprendernos o descolocarnos, sino presentarnos una visión cerrada y tranquilizadora del mundo coincidente con lo que ellos piensan que a Cristina le gustaría oírlos decir. Es por esto por lo que, otra vez, el peronismo melancólico ya no propone un proyecto de futuro ni nos señala -como debería- un horizonte posible. En cambio, sus mensajes se limitan a reproducir y a tergiversar el mundo real en loop, repitiendo a su base fiel de convertidos que no hay alternativa a la pastilla azul de la democracia liberal, los derechos adquiridos, la pluralidad de voces y el subsidio crónico al consumo. Pero lo que en la industria cultural puede ser entendible -la sumisión a las lógicas algorítmicas de repetición se convierte en suscripciones- en la política es imperdonable.

Peronismo melancólico y nuevas tecnologías. La alianza no podría ser más perfecta, ya que permite ofrecer ante el mundo el simulacro de “hacer política” cuando, en realidad, lo que profundiza es la obsesión narcisista por el pasado y la capitulación cultural e intelectual del movimiento.

Sin duda, toda costumbre genera una sensación de seguridad. Por eso en Instagram, YouTube y TikTok se interioriza una lógica que razona como Amazon: “Los clientes que compraron este producto también compraron…”. Por eso, si te parás en el perfil de Pokoik en Twitter, te sugiere que también sigas a Paula Penacca, Victoria Montenegro, Cynthia García y muchos otros “me too” del complejo político-periodístico del peronismo melancólico. Todos sabemos que gracias a la digitalización, el cuerpo ha adquirido una visibilidad completamente nueva. Por una parte, las cámaras de los teléfonos permiten a cualquier usuario fotografiarse, insertar su imagen en una escena adecuada y retocarla mediante filtros, desenfoques y otras herramientas. Por otra parte, la resolución de estas cámaras es hoy tan elevada que en cada foto es posible apreciar muchos más detalles de los que se ven a simple vista en la vida real. La fotografía nunca ha sido una imagen plenamente fiel del mundo, pero ahora, debido al intuitivo proceso de posproducción y a la cada vez mayor resolución, la brecha entre la realidad y su reproducción fotográfica es cada vez más grande. Por eso crece la presión para que los cuerpos reales -con todos sus defectos- se adapten a los criterios de lo digital o de lo ideal. Lo que quizás no hayamos aceptado todavía es que con la política ha pasado lo mismo: la presión por mostrar cada instante ha puesto a nuestros referentes en la posición de tener que representar lo que ellos creen que “hacer política” debe ser. En consecuencia, sus redes sociales son una larga cadena de fotos sofisticadas y retocadas de ellos mismos en grandes asambleas o reuniones, donde toman la palabra, acarician pobres, desafían con una mirada severa al ajuste, etc. Pero la trampa perversa es que este esquema de sobreexposición de contenido está hecho para suspender la reflexión política real: se evita el riesgo de realmente ofender a alguien -o, peor, hacerlo pensar- y se respetan en todo momento las leyes de la economía de la atención, proyectando la imagen que se supone “correcta” (trabajadores, resolutivos, cercanos a la gente, organizando “lo que se viene”).

Ambrose Bierce decía que “la publicidad consiste en tratar de poner fuera de juego la capacidad intelectual de los seres humanos hasta que hayan gastado suficiente dinero”. La alianza del peronismo melancólico con las nuevas tecnologías de la comunicación no podría ser más perfecta en este sentido, porque permite ofrecer ante el mundo el simulacro de “hacer política” cuando, en realidad, lo que profundiza es la obsesión narcisista por el pasado y la capitulación cultural e intelectual del movimiento. De nuevo, Lorena Pokoik es el mejor ejemplo de esto. Hace unos días le gritó a Rodolfo Barra mientras exponía en el Congreso algunos aspectos de la Ley Ómnibus y citaba en su discurso a La Comunidad Organizada que se “lavara la boca antes de hablar de Perón.” El hecho tuvo una trascendencia menor en los medios, pero la diputada decidió que había alcanzado un grado de viralidad suficiente para armar un publicity stunt con unos chicos de algo llamado “Indumentaria Peronista”, que le estamparon la frase en una remera y se la fueron a entregar al despacho, simulando que toda la situación era espontánea. El video es lamentable -tanto que no está más en su perfil, por lo que entiendo se lo mandaron a bajar-, pero ilustra estas tendencias de simulacro, repetición y self-promotion. Ella está encuadrada perfectamente bajo el cuadro de Cristina y repite el credo narcisista del pasado (los derechos adquiridos y la “resistencia en los ‘90”) que no significa nada para nadie pero que se entiende que está “bien” decir. El video finaliza con una reflexión del chico de Indumentaria Peronista que, como una especie de coro, comenta la condición general del despacho de la diputada: “Acá es donde las jodas se vuelven realidad”.

En su famoso ensayo “Duelo y melancolía”, Freud enriqueció la definición de melancolía heredada de la época medieval con un particular énfasis en sus aspectos patológicos: “Las características mentales distintivas de la melancolía son el cese del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de toda actividad y una autodenigración que culmina en una delirante expectativa de castigo”. Esta definición, que trasladada al ámbito de la política podría perfectamente definir a ciertas cepas del neoliberalismo progresista actual, emparentan como ya indicamos a la melancolía con el duelo, aunque el duelo se define como un estado transitorio de la mente, mientras que la melancolía es una disposición que perdura. Las personas melancólicas no desean abandonar su estado de tristeza y sufrimiento porque, en cierto punto, disfrutan de su dolor, lo cual los habilita a percibirse a sí mismos como víctimas y, por lo tanto, como personas buenas. Walter Benjamin, en 1931, profundizará este concepto para caracterizar ciertas deficiencias teóricas en formas dominantes de arte político de la época, especialmente en la izquierda, que señalaban desigualdades de forma moralista sin producir alternativas: “Es precisamente la actitud ante la cual ya no existe en general ninguna acción política correspondiente (…) porque desde el principio lo único que tiene en mente es disfrutar de una tranquilidad negativa”.

Siguiendo estas elaboraciones, hay dos alternativas fuera de la melancolía que hoy padece el peronismo. Una vía es la manía -el peronismo maníaco-, que surgiría del triunfo de este tipo de obsesión y la identificación total entre la identidad del peronismo y el peronismo perdido. En esta vía, el ‘yo’ triunfa sobre el objeto, rechaza la pérdida y toma la apariencia de que “está todo bien”. La manera más rápida para alcanzar este tipo de estado eufórico es posponiendo infinitamente la discusión interna sobre el horizonte de futuro del peronismo porque enfrente “está la derecha” -o cualquier otro tipo de argumento táctico. La segunda vía posible es subordinar el objeto perdido a un nuevo “horizonte de expectativas”. Esa subordinación implicaría, en algún sentido, su destrucción y olvido como objeto amado, condición necesaria para que la libido pueda ser liberada y reubicada en algún futuro posible. Como dice Wendy Brown, mi énfasis en la lógica melancólica de ciertas tendencias políticas contemporáneas no tiene como objetivo recomendar a nuestros representantes que hagan terapia, sino sugerir que los sentimientos que sostienen la fijación a nuestros análisis de la realidad y proyectos deben ser examinados para evitar la autodestrucción o, peor, la conversión del peronismo en una fuerza “a favor de todo lo bueno y en contra de todo lo malo” del 15%. Las condiciones ideológicas para que esto último ocurra y la derrota sea consagrada no son tan insólitas como podrían señalar los más optimistas, para quienes el peronismo sería una especie de fuerza telúrica indestructible.

La consolidación de los discursos de la victimización (los procesos de la “memoria”) como correlato de la destrucción de la imaginación utópica fueron la condición necesaria para la inserción de Argentina en el orden democrático occidental. Un lector agudo de los ciclos de hegemonía global podría argumentar que, como tal, hubiésemos entrado tarde o temprano. Sin embargo, resulta llamativo que haya sido una vez más el peronismo, en otra de sus encarnaciones, el encargado de inocular a la sociedad con estas lógicas culturales de sumisión presentadas como una reacción a la estética “artificial” de la década previa y bajo el efecto disciplinador del estallido de 2001. Lo que tenemos, ahora, es un peronismo melancólico y con su imaginación política en bancarrota, impotente para representar los anhelos de una sociedad a la que ya no entiende y en match perfecto con las nuevas lógicas liberales de la comunicación. En el alba de nuestra derrota, parecería haber un único plan entre nuestra dirigencia agotada y perdida: una gran crisis social derivada del ajuste de Javier Milei y Luis “Toto” Caputo que nos vuelva a poner, medio de casualidad, en control del Poder Ejecutivo. La pregunta sería: ¿para hacer exactamente qué?/////////////PACO