En Así termina la democracia, el politólogo David Runciman dice que, en realidad, nadie quiere que llegue el fin del mundo. La cuestión es si vamos a darnos cuenta de lo que estamos haciendo para que ese fin llegue antes de que sea demasiado tarde. Al tono asertivo del típico pragmatismo inglés, desde ya, se lo podría interferir con algunas dudas. ¿Realmente nadie quiere que llegue el fin del mundo? Puede ser. ¿Pero qué tal quienes sí quieren que llegue el fin de su mundo? Sin tiempo para reflexiones psicoanalíticas baratas, Runciman menciona casos concretos. Uno está en los millones de dólares que ExxonMobil, como si sus intereses corporativos no estuvieran ligados a la subsistencia de la humanidad, ha invertido en financiar buena parte de los estudios científicos que siembran dudas sobre el cambio climático (millones que ya lograron que este sea el nombre de lo que antes se llamaba “calentamiento global”). Y es recién entonces cuando explora también la versión literaria del asunto.
En tal caso, ahora que el mundo está en cuarentena e invadido por listas de libros que “anticiparon la epidemia”, tal vez resulte suspicaz pensar qué es lo que esa supuesta literatura apocalíptica realmente significa. Pero lo atractivo del análisis de Runciman es que al no tratarse de un novelista ni de un crítico literario, ni mucho menos de algún vendedor ambulante de libros malos (como los que se multiplicaron en las redes), su análisis va más allá de lo previsible. Y suponiendo que uno pudiera llevar la clase de existencia infantil e indolente para dedicarse a leer en medio de una pandemia, lo que dice no está mal. Para empezar, al definir de qué se tratan estos libros, Runciman habla del “temor a la interconexión”, es decir, la molesta sensación de que nuestro mundo es vulnerable al colapso porque todo está enlazado con todo lo demás. “Si una parte cae”, explica Runciman, “todo podría caer con ella”. Y entonces añade como al pasar (y en 2018): “Una pandemia podría dar la vuelta al mundo en apenas horas gracias al ingente tráfico aéreo actual”. Derrumbado el sistema, nadie ni nada tendría a su cargo las riendas de lo que ocurra a continuación.
Entre la ficción contemporánea que se ocupa de este miedo, Runciman elude las novelas de terror de Stephen King y las de sadomasoquismo femenino de Margaret Atwood, y aunque menciona a David Mitchell y E. M. Forster, elige concentrarse en La carretera, “la célebre novela de Cormac McCarthy” publicada en 2006. En esa historia, el apocalipsis es causado por algo que nunca se especifica. ¿Un virus como el coronavirus? ¿El Fondo Monetario Internacional? ¿Los dedos apurados de algún presidente loco sobre su arsenal nuclear? ¿El Priorato de Sión? No se sabe. Pero lo que sí se sabe es que “hubo un largo corte de luz y, a continuación, una serie de bajas percusiones”. Runciman subraya que es lo único que necesitamos saber, y no se equivoca. Algo pasa y sus ecos no dejan nada en pie, por lo que nuestra civilización (empezando por nuestra democracia) podría derrumbarse sin que nadie llegara nunca a entender del todo qué pasó ni qué lo causó.
Un poco sombrío, Runciman también escribe que sabemos ver que somos vulnerables a fuerzas que no tenemos la capacidad de controlar y que todo depende del sistema, de la red, de la máquina. Pero estas cuestiones, sobre las que podrían hacerse muchas gárgaras filósofos, literatos, comunicólogos y psicólogas, no son las que le interesan. El punto es otro: ¿cuánto espacio para la política hay en estas historias de miedo? Este es el núcleo del asunto, porque, ¿qué significa que estos libros que “anticiparon la epidemia” no sean, en realidad, otra cosa que libros políticos? O para ponerlo en términos simples: ¿qué significa que justo ahora pensemos en libros políticos? Por supuesto, que se trate de “libros políticos” no significa que hablen de política. De hecho, a la pregunta de cuánto espacio hay para la política en estas historias de desastre y aniquilamiento, Runciman responde que es muy poco o nulo. “Nuestros temores están alimentados por una sensación de impotencia ante la complejidad. Ese es el motivo por el que tantos distópicos contemporáneos muestran un nulo interés por explicarnos como llegamos ahí. Simplemente llegamos y ya está. Las preguntas básicas que dan vida a la demoracia (¿qué queremos hacer?, ¿quién queremos que lo haga?, ¿adónde queremos ir después?) son irrelevantes si permanecemos a la espera del día en que la máquina se pare”.
En consecuencia, en La carretera, como en la mayoría de las historias contemporáneas sobre el apocalipsis, lo que se muestra de la política es su cara velada, su absoluta ausencia, la versión más antipolítica entre las formas de representar a la política. ¿Qué fue lo que llevó a estos hombres hasta ese punto de descontrol? Tampoco se sabe. Y por eso cuando los seres humanos caen bajo el control de fuerzas que ellos ya no tienen capacidad de manejar, se los caracteriza como personajes atrapados en una especie de trance. Este, dice Runciman, es el síntoma literario de una existencia mecánica, hiperconectada y políticamente estéril. Parecemos y a veces incluso nos “autopercibimos” plenamente activos e implicados, pero en realidad no percibimos lo que estamos haciendo. “La idea de que podríamos estar encaminándonos sonámbulos hacia el desastre es una de las lecciones que algunos historiadores han extraído de los horrores vividos en el siglo XX”, escribe Runciman. ¿Y qué otra cosa además de un simple sedante se supone que consumimos al entregarnos a estas distopías?
Desde ya, es imposible leer La carretera sin sentirse profundamente conmovido. La historia de un padre y un hijo anónimos luchando por una triste supervivencia en una sociedad destrozada nos habla de la fragilidad de la vida, el poder del espíritu humano y los horrores que tal vez todavía nos estén esperando. De hecho, muchos lectores confiesan haberse sentido movidos a actuar por la descarnada reacción que les produjo La carretera. Nunca faltan los padres que se levantaron en plena noche para despertar a sus hijos y decirles lo mucho que los querían (y después durmieron mejor). “Y es que imaginarse lo peor produce un extraño consuelo”, dice Runciman, “pero no tiene poder político alguno”. Los libros como La carretera, por lo tanto, no nos inducen a la acción política porque no son más que parábolas extrañamente reconfortantes para una sociedad de sonámbulos. Es una idea triste pero bien argumentada, y tal vez sirva tenerla en cuenta la próxima vez que alguien sugiera que son esos libros los que sirven para pensar la catástrofe////PACO
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