En la edición que puedo consultar ahora del DSM, la palabra “paranoia” aparece una sola vez y adentro de un paréntesis. “Paranoico” directamente no aparece. Mientras tanto términos como “piromaníaco” o “piromanía”, por poner dos ejemplos de origen griego, son ampliamente citados. Así, en el lugar de “paranoia” encontramos “trastorno delirante.” Wikipedia también carece de “paranoia.” Su búsqueda nos direcciona a “trastorno delirante” donde se ofrece lo siguiente: “El trastorno delirante o paranoia es un trastorno psicótico caracterizado por ideas delirantes no extrañas en ausencia de cualquier otra psicopatología significativa.” El diccionario de la RAE, que incluye la palabra, no aporta mucho: “Paranoia. (Del gr. παράνοια; de παρά, al lado, contra, y νόος, espíritu). 1 f. Perturbación mental fijada en una idea o en un orden de ideas.” Aunque, no sin astucia, encuentra un matiz interesante en la voz “paranoide” que define así: “adj. Psicol. Se dice de la forma atenuada de lo paranoico.” Estar al lado de, al costado o contra los espíritus. No con los espíritus. Sí, la etimología de la palabra dice eso.
En su lección sobre la paranoia, el psiquiatra Emil Kraepelin acusa recibo del problema de las definiciones: “En ni opinión, la naturaleza del delirio es de poca ayuda para el alienista encargado de formular el diagnóstico de un síndrome mórbido. ¿Acaso no pueden los deseos, los temores, revestir un aspecto idéntico en el transcurso de manifestaciones mentales muy distintas?” Aunque algo tautológica la pregunta me resulta, en este contexto, muy válida. Los deseos, los temores… Agregaría que hay demasiada distancia entre “paranoia” y “trastorno delirante.” Cualquiera sufre un trastorno, cualquiera identifica el delirio, siempre y cuando sea ajeno, y todos experimentamos, como habitantes de este mundo moderno, al menos un poco de paranoia. Pero es esta última palabra la que gana las conversaciones, la que mejor se ajusta a nuestro uso. Nadie habla de “trastorno delirante” hoy. Son dos palabras que en el ideario argentino incluso parecen acompañarse sin fundirse, sin tocarse, remitiendo a cuestiones más concretas por separado que juntas. Podemos identificar un trastorno, podemos padecer y comentar un delirio, pero no incorporamos a nuestra forma del habla cotidiana la construcción “trastorno delirante.” Insisto, hoy en la Argentina del siglo XXI preferimos acusarnos, con mayor comodidad, de paranoicos. Y entonces decimos: “Estás paranoico” o “aflojá con la paranoia.”
No ejerzo clínica de ningún tipo ni conozco todas las derivaciones posibles de la actividad paranoica. Al mismo tiempo, mi trabajo mal retribuido como lector profesional implica un constante y explosivo comercio con ella. La mía es, así, una base empírica, un saber práctico, un autoexamen con algunas referencias literarias. Este trato resulta secundario, nunca central. Constante, explosivo y secundario: la paranoia se mueve en mí, seductora como una medusa en la pecera iluminada, como un bajo continuo, una murmuración de fondo, la mirada del tigre enjaulado, el arrobamiento fatalista de la banda de sonido incidental. Intratable pero sabida, atenuada pero siempre lista para sumar en la convivencia cotidiana. ¿Es posible sentirse tan amenazado por lo que no está, lo que no es visible, tangible o registrable? En un mundo como el nuestro donde todo resulta transitorio, fugaz, tecnificado, elidido o escamoteado, los usos paranoicos deberían empezar a ser tematizados en la escuela primaria. (Practico aquí tics paranoides: la alerta siempre llega tarde, la educación nunca es suficiente.) Y no estamos tan lejos de eso cuando Ricardo Piglia, comentando a Leopoldo Lugones en La Argentina en pedazos, dice: “El uso compulsivo y casi onírico de las más variadas doctrinas científicas está en el centro de las posiciones políticas de Lugones: la sociedad aparece siempre dividida entre una secta de elegidos y la plebe numerosa e ignorante a la que es preciso dominar y conducir a la verdad por medio del ejercicio de una pedagogía paranoica.” Política, división, segregación, ignorancia: la idea de que la paranoia se aprende y se enseña es compatible con cada uno de los niveles de sociabilización educativa de Buenos Aires.
“La mafia es la primera explicación que un argentino tiende a darse ante el espectáculo de disciplina en el trabajo” puso Fogwill en un artículo publicado en El país a mediados del 2002. El autor de Vivir afuera describía a dos chinos en las inmediaciones de un supermercado. Por eso la mafia era indefectiblemente china. Como en la Argentina no hay mafias locales –lo ilegal es regulado por la policía sin concurso de otras etnias o instituciones– y como la pereza también se sospecha mal endémico, estamos frente a una duplicación paranoide. La cita de Fogwill me sirve para hacer unas de las preguntas de este artículo: ¿Es la Argentina un Estado Nación proclive a la actividad paranoica? (Nótese la evidente tergiversación si reemplazamos “paranoia” por “trastorno delirante”. Reformulo: ¿Es la Argentina un Estado Nación proclive al trastorno delirante? No parece la misma pregunta y es posible que las respuestas que obtengan no sean compatibles ni similares.)
La paranoia como la guerra se afianza en la denuncia. Cuanto más la denunciamos, la señalamos, la denostamos, más la cargamos de heroísmo, de relevancia, de atractivo. Guerra y paranoia, al mismo tiempo, no son entidades ajenas entre sí, más bien al contrario, son afines, se potencian, se convocan y se recortan. Me apuro entonces a decir que, privada de guerras importantes donde poner a prueba los límites de su cuerpo social y de alguna forma sanearse por el dolor, la Argentina cultivó y cultiva la paranoia hasta transformarla en una idiosincracia regional. Esta afectación puede ser atemperada, pero la cita de la guerra no es afectación. Como único ejemplo me limito a señalar que los aviones de la marina argentina hicieron su bautismo de fuego en 1955 bombardeando Plaza de Mayo, un objetivo civil dentro de su propio territorio. Se podrían agregar las guerras intestinas que se desarrollaron por más de cincuenta años en el centro de nuestro siglo XIX o, desde ya, el Terrorismo de Estado de la última dictadura con sus muy publicitados mecanismos de destrucción tardocapitalistas. No hay década argentina que explorada con escrúpulo arroje un saldo equilibrado. La Argentina, para los argentinos, siempre se desarrolló, prosperó o fracasó bajo amenaza.
Ahora bien, contra la descripción sistemática, en nuestra literatura local, de estos grupos de conspiradores, ocultistas, sectarios y criminales, el dispositivo paranoico argentino más eficiente y fácilmente historizable es la inflación. Como todas las divisas del mundo, la moneda argentina se devalúa. Pero hay excepcionalidad en su ritmo. Si el dólar –nuestra principal referencia– se fue depreciando no sin sacudones a lo largo de la historia estadounidense, el peso sufrió transformaciones, altibajos, aceleraciones y estancamientos de una violencia cuya narración se hace difícil. Al mismo tiempo, este usual efecto económico, mil veces estudiado, parece no tener causas para el argentino de a pie. El dinero en nuestras manos pierde valor de manera irremontable porque sí. Lo hace a veces más rápido, a veces más lento, pero, como una substancia vencida, su degradación, a la vista de todos, resulta inevitable. Desde la base misma de la existencia material, entonces, la devaluación argentina genera la sensación de que siempre son otros los que toman las decisiones por nosotros. Y que nuestro fracaso depende de terceros lo mismo que el éxito de aquellos que triunfan.
¿Puedo, tan a la ligera y con apena estas pruebas, definir a la Argentina como un país paranoico? La bibliografía obligatoria sobre el tema sigue siendo larga. Es válida la comparación con otras sociedades, que básicamente son todas paranoides, dependiendo de su grado de modernización. ¿Comparar naciones? En un mundo marcado por la “hiperconectividad” hoy y por la “globalización” hace unos años, todo parece ser y valer lo mismo. Pero no hay que caer en la trampa del determinismo geográfico ni en la sensualidad de la frenología para darse cuenta de que no todo es equivalente a todo. Hay diferencias. Argentina nunca sufrió la presencia ominosa de una inminente guerra termonuclear ni sus habitantes se mostraron preocupados por construir refugios en los sótanos de sus casas. Tampoco se toman resguardos para impedir que un adolescente disfrazado de superhéroe entre con un arma automática a una escuela y mate a tiros a sus compañeros de estudio. Más cerca, ni los brasileños, ni los bolivianos, comparten nuestra obsesión por el dólar. Y en todas partes las xenofobias varían sus sujetos de segregación. Aunque sobre las últimas décadas el trabajo comienza a ser un problema de orden mundial, ¿un peruano en Buenos Aires equivale a un árabe en parís? La paranoia alemana –la vieja y conocida paranoia alemana, que tantas novedades trajo a Oriente y Occidente– encuentra muy pocos puntos de contacto con la paranoia italiana y menos aun con la Argentina, pese a la afinidad, en muchos sentidos, de sus respectivas historias políticas recientes.
Desde luego, las ramificaciones de nuestra pregunta podrían llevarnos a especulaciones demasiado laxas, improcedentes, generalizadoras. Me alcanza aquí con señalar que en los países centrales la paranoia es una muy diferente a la de los países periféricos, y en el medio entre unos y otros está la Argentina, parada en esa bisagra que Dios le construyó, no sola pero sí brillando con luz propia.
Es posible, entonces, describir nuestro país –de forma grosera, al menos– como un Estado Nación paranoico, y por eso su capital, la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, podría condensar e irradiar esta característica. Es en Buenos Aires, ya desde sus inicios como centro urbano, donde el carisma telúrico del caudillo choca contra el potente iluminismo de segunda mano injertado en suelo patrio por una burguesía astuta. Estas tensiones fueron comentadas hasta el hartazgo. Pero me permito agregar que mientras la llanura, las sierras y las montañas, el litoral marítimo y fluvial, aplacan a su habitante, organizando a base de cielo, recursos y naturaleza sus ciclos vitales, en Buenos Aires resulta posible casi palpar en el aire el “delirio sensitivo paranoide de Kretschmer”, definido como un “conjunto de ideas delirantes de autorreferencia, propio de individuos paranoicos, caracterizado por hipersensibilidad en las relaciones con los otros.” ¿Me paso de ingenuo? Y sin embargo, abundan los chistes sobre los delirios de grandeza y la autoreferencialidad del porteño, su extrema irritabilidad, su “hipersensibilidad.” Por eso, si el argentino vive en un territorio paranoide –medido, como dije, por su adscripción moderna–, el porteño –nativo o por opción– aprende la paranoia de chico y la practica de grande. Siempre irónico, ignorante de las redes del Estado, inmerso en una burocracia que lo excede, el habitante de la ciudad capital es juguete y víctima de un poder que no se termina de revelar. Puede ser el mercado, puede ser la sinarquía internacional, puede ser el peronismo, puede ser la judería, pueden ser todo estos juntos, complotados o en lucha. Pero siempre alguien nos hace las cosas “más difíciles de lo que son.”
Así, lejos de los indios, el desierto, los cabecitas negras, las vacas y las tensiones que retrata la literatura de fronteras –corpus que incluye sin mayores recelos el Martín Fierro y el Facundo– Buenos Aires fue y es en sí misma una ciudad de frontera, de última frontera, donde se dirimen ideologemas y conflictos de todo tipo. A la vez europea y americana, latinoamericana y eslava, koreana, judía, taiwanesa, africana, no deberíamos pasar por alto la condición de administradora del único delta del mundo que termina en estuario. Y se sabe que fronteras y puertos son los lugares donde la mercantilización del trato se expresa con miedo, ventaja, ansiedad, enriquecimiento y desconfianza. El caos inherente a su calidad de capital regional, que excede con mucho los límites del Estado Nación que administra, y al mismo tiempo ser indefectiblemente periférica de los centros de poder mundiales, también suman potencial paranoico a su existencia.
La rutina paranoica se vuelven así constitutiva al punto de que, entiendo, abandonándolos perderíamos algo central de nuestras vidas. La idea podría formularse de manera inversa, ¿qué ganamos cultivando o permitiendo una cultura paranoide?
Publicitar a Buenos Aires como una efervescente metrópolis de las artes y la pasión creadora es algo tan común como olvidar preguntarse por qué esa descripción se confirma. Desde luego las variables culturales, económicas, sociales y políticas parecen ser tantas que cualquier hipótesis, por más conservadora o atrevida que sea, puede ser desmentida casi de forma instantánea. Ahora bien, ¿Buenos Aires sería la misma sin la prédica paranoide de sus habitantes? No hay porteño que no haya realizado en público o en privado algún tipo de arenga paranoica. La lista surge fácil. Los taxistas la pregonan apenas subimos al taxi. Se realiza en los ascensores, para romper el hielo en las reuniones, en las aulas mientras se da clase, en los consultorios y en las salas de espera. Es frecuente en bares para desatar la discusión, para darse aires de importante, para arrogarse el derecho a desconfiar de todos y de todo. Nunca se corre el riesgo de quedar mal siendo paranoico en un cumpleaños o en un casamiento. A lo sumo se toma la descarga como un chiste, un divertimento, una verdad a medias, un signo de ligera mala educación cándida, canchera y necesaria. Si a la paranoia se le suma la ironía todavía resulta más fácil que las más estrambóticas teorías económicas o políticas sean aceptadas. Y en este entramado, el no-paranoico se convierte cuando cree y se deja tocar por el saber del paranoico. Así, podríamos decir que la paranoia es contagiable. Incluso tenemos un bello neologismo para cortar el abuso: “No hay que paranoiquear tanto…” Abonado por estas escenas y estos diálogos, tengo la torpe y firme convicción de que si se mezcla, en condiciones de asepsia, devaluaciones irregulares, humedad, queja, egocentrismo, reclamos aduaneros, ocio, educación libre y gratuita, melancolía, el firme recuerdo de una gloriosa movilidad de clases y mucha paranoia, posiblemente se logre algo parecido a un porteño.
Por su parte, los románticos alemanes, los formalistas rusos, Jorge Luis Borges y Harold Bloom, entre otros, señalaron con diferentes grados de intensidad que una “mala lectura” puede construir una “lectura productiva.” Les faltó agregar que muchas veces una mala lectura también puede producir desastres y dolor. Más allá de eso, la “mala lectura productiva” no implica una lectura paranoica ni una lectura paranoica implica una “mala lectura productiva”. Estamos sin garantías, entonces, al respecto: la paranoia no fomenta la creatividad. Sin embargo, hay ejemplos. En El nacimiento de la tragedia, Friedrich Nietzsche forzó supuestos y consensos científicos de su época para brindar un visión más completa y detallada de la cultura occidental señalando que ahí donde Apolo era griego, Dionisio no aparecía excluido ni extranjero. El ensayo fue considerado en su momento un gesto retórico exagerado. El eslabón que unía sus razonamientos había sido inventado por Nietzsche. Luego, en el siglo XX diferentes descubrimientos arqueológicos establecieron que Dionisio era tan importante y antiguo como Apolo dentro la cultura griega.
Curiosamente o no tanto, fue Salvador Dali el que mejor logró sintetizar la operación paranoico-creativa en su libro El mito trágico del Angelus de Millet. Al parecer el ensayo fue escrito entre 1932 y 1935, se perdió en 1941, y se recuperó después de la guerra para publicarse en 1963 con un prólogo donde Dalí, en tercera persona, explica que “(…) este libro es la prueba de que el cerebro humano, y en este caso el cerebro de Salvador Dalí, es capaz, gracias a la actividad paranoico-crítica (paranoica: blanda, crítica: dura), de funcionar como una máquina cibernética viscosa, altamente artística.”
A Dalí el Angelus lo atrae, lo magnetiza, lo violenta: “Estamos convencidos de que a tales efectos deben corresponder causas de cierta importancia y de que, en realidad, bajo la grandiosa hipocresía de un contenido de lo más manifiestamente azucarado y nulo, algo ocurre.”
Con el fin de saber por qué ocurre ese “algo que ocurre”, el artista descompone en partes el cuadro, muy reproducido y versionado, y arma series asociativas donde el inocente Angelus se remonta a momentos prehistóricos y gestos atávicos de muerte y sexualidad. Así, buscando “el elemento argumental primordial que estaba ausente”, Dalí reconstruye la escena jugando con unos guijarros en la playa, piensa experimentos donde sumerge la obra en leche, se queda perplejo al encontrar el motivo de los campesinos reproducido en un juego de tazas, asocia estas tazas con las cerezas de una postal, con el canibalismo, con la Mantis Religiosa comiéndose al macho en la cópula, y, entre muchas otras imágenes que se van enlazando, cuenta un sueño crepuscular donde sodomiza a Gala después de ver esqueletos de dinosaurios en el Museo de Ciencias Naturales. El resultado es la puesta en práctica del “método paranoico-crítico” con el que Dali arma una constelación de asociaciones inesperadas en un ejercicio crítico paradigmático y virtuoso.
El ensayo –pese o gracias a sus excentricidades– se muestra fuertemente influenciado por el psicoanálisis, y se escribe, si creemos las fechas, muy cerca de las relecturas freudianas del primer Lacan. De hecho, Lacan es citado varias veces en el libro. La relación entre el pintor y el psicoanalista ha sido comentada y es casi seguro que Dalí leyó o escuchó las ideas de la tesis doctoral que Lacan defendió por esos años titulada De la psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad. La lectura comparativa de ambos textos demostraría afinidades tanto en procedimientos como en estilo.
Pero, ¿en qué consiste exactamente el método paranoico-crítico? “La productividad delirante no es de orden visual sino sencillamente psíquico” dice Dalí. Finalmente se trata de sondear nuestras sensaciones, nuestros instintos, nuestras impresiones. Y mediante la serialización y las asociaciones, dotarlas de verdad. Al mismo tiempo, el método no solo incluye ver algo que no está ahí sino también de ver algo que está y comprender que en realidad no está, que falta, que es un espejismo, que es otra cosa. Ezequiel Martinez Estrada en Muerte y transfiguración de Martín Fierro ¿no utiliza el método paranoico-crítico cuando dice encontrar errores en el poema y propone enmiendas?
En el prólogo de 1963 a su libro, Dalí cuenta como los rayos X del Louvre aplicados al cuadro señalaban la presencia de una forma cuadrada, parecida a un ataúd, a los pies de los campesinos, una forma que habría sido pintada y tapada por Millet. Se confirmaba así que en la bucólica escena del Angelus había algo más, algo que Dalí había sospechado desde siempre. Ese algo más, como en Los embajadores de Holbein, era la muerte. Todo el que intenta escribir un texto argumentativo atraviesa momentos en los que sospecha algo del objeto que estudia, algo que quizás no ve, algo que no parece estar ahí, pero que puede ser percibido y al mismo tiempo no puede ser descripto, puesto en palabras, escrito. Muchas veces se trata de que nos faltan recursos teóricos, herramientas conceptuales, bibliografía, pero otras simplemente no logramos saltar por arriba de una serie de lecturas, prejuicios y condicionamientos para terminar de entenderlo.
Tanto en la lectura como en la creación y la crítica, la paranoia me parecen fundamental. Su funcionamiento ayuda a sintetizar, genera necesarias elipsis, combate ingenuidades e infantilismos, realiza uniones productivas que traen nuevas miradas o al menos las salva de viejos vicios y anhelos vulgares y remanidos. El artista paranoico –puede ver más allá aunque no compruebe– sospecha que su entorno lo odia, lo margina, lo subestima o lo desprecia. ¿Podemos decir que esta figura resulta ajena a los cánones tradicionales de las artes y las letras? La crítica, muy cerca de eso, nunca está en equilibrio porque alguien siempre la persigue y la impugna. Esta situación resulta parte constitutiva de su destino como disciplina. Esa se me antoja, quizás, la única seguridad del crítico. Podría decirse incluso que si el crítico no atraviesa ese sentimiento de infracción no está haciendo bien su trabajo de la misma manera que George Orwell decía que “periodismo es publicar lo que alguien no quiere que publiques. Lo demás son relaciones públicas.”
La ficción, la crítica, la lectura, ¿toda creación tiene una constitución paranoica, entonces? El dialogo puede ser más tenso o menos punzante, más desarticulado, doloroso o fehaciente. Pero en cada acto de lectura interesada hay un matiz paranoico, un esfuerzo por encontrar ahí algo que al mismo tiempo está y no está y puede ser descifrado y construido. Quizás no conlleve el virtuosismo, el calor inaudito del que habla Dalí. Pero el fantasma de su método paranoico-crítico nos acecha. Y si hoy Dalí no da sorpresas y su escándalo inicial pasa por bálsamo adormilado de lo comercial eso tiene que ver con el triunfo y la asimilación implacable de sus ideas y no con una posible obsolescencia.
A la paranoia me gusta oponerle la pasión por lo completo. Lo completo, al ser completo, evita y aleja al crítico. Si algo es completo no necesita juicios, no debe ser completado con lecturas. Ajustando la idea, a la paranoia se le opone antes el culto occidental a lo completo, a la enciclopedia, a la totalidad, que lo completo en sí mismo. Son muchos los géneros que prometen un universo cerrado. La novela, por ejemplo. La épica. La ópera. Otros, menos valorados, implican lo contrario: el artículo de opinión es parcial, coyuntural, necesariamente incompleto. El ensayo, desde Montaigne, parece no alcanzar nunca su fin. El folletín aunque termine puede tener otra entrega que cuestione y relativice su propio final. Y si, generando una atendible paradoja, el primer romanticismo intentó el absoluto literario utilizando el recurso astuto del fragmento, los géneros que prometen autonomía resultan siempre más prestigiosos. ¿O no son atractivas mercancías esos libros que en su tapa avisan “obras completas”, “cuentos completos”, “poemas completos”? Pero, duda paranoide mediante, ¿podemos entender como completa una obra si su autor vive y puede, en cualquier momento, quebrar esa afirmación produciendo algo más? De hecho, la obsesión por lo exhaustivo está relacionada con nuestra fijación por la muerte, justamente aquello que no está pero que Dalí percibe en el cuadro de Millet. Admiramos una obra con sosegada ansiedad cuando su autor murió porque compramos, con ese saber, la tranquilidad de la tumba, consumiendo así la plusvalía de la muerte, el fetichismo previsible del silencio y la eternidad.
Sin embargo, de forma trágica y dialéctica, la totalidad no existe. Siempre hay algo que salta afuera, una fuga, un punto ciego, como la tortuga que derrota los pies ligeros de Aquiles. Hombres de diferentes versiones de la enciclopedia, Diderot y Borges, era ironistas. ¿Por qué? Porque nada es completo nunca. Ni siquiera el vacío definitivo de la muerte. Carlos Masoch dice que la muerte es “asimétrica” ya que nada puede igualarla. Y así y todo siendo total y asimétrica no es completa. Porque lo completo aparece como una ficción, un efecto, una narración de confirmación imposible. ¿No son acaso los autores muertos los más prolíficos? ¿No nos llenan con manuscritos recuperados, libros olvidados, obras desconocidas e inéditas? ¿No se descubren sonatas, sinfonías, canciones, esculturas y cuadros de compositores y artistas que llevan muertos décadas, siglos? ¿Y el amor a los muertos, y ese recuerdo que va cambiando con el tiempo, se expande, se contrae pero no nos abandona? La fantasía de lo completo es anal, infantil, una pretensión excesiva, un capricho, el sosiego de los tontos, el recurso y la promesa de los charlatanes de los escrúpulos.
Cuando desconocemos esas transformaciones, ¿sospechamos más o sospechamos menos? ¿Jugamos más o jugamos menos el juego de la paranoia? El saber no corta estas tensiones. La conciencia ¿modifica nuestras limitaciones? ¿Puede atemperarlas, complejizarlas para bien? Refinar nuestro amor y nuestro odio parece ser el único proyecto posible. Y en ese camino aparece la web, como una rara inflexión en la conversación abrupta entre el fragmento y la totalidad. Oximorónica y metonímica, provee una deriva que se multiplica en la promesa de lo exhaustivo. Pero, insisto, la forma final del conocimiento no puede ser completa y eso también lo demuestra y confirma la web cuyo paradigma, casi una Internet dentro de Internet, es Wikipedia, algo que hierve, que gana y se deshace al mismo tiempo. ¿Cómo leer la web sin el método paranoico-crítico de Dalí? Ella nos empuja a utilizarlo cuando nos provee yuxtaposiciones ridículas, cruces donde solo encontramos piezas inconexas, películas perdidas, periodismo trasnochado, pedazos de libros antiguos, publicidades, retazos del futuro, pantallas en las cuales el contorno de la figura general se pierde o se olvida. La primera, la única pregunta es ¿por qué esto está unido a esto otro? O mejor, ¿qué une esto con esto otro? Ahí está funcionando Internet. Quizás en esa perplejidad y en su sondeo, justo ahí donde no entendemos, esté el arte del futuro, su manera de ser, existir, su forma siempre inestable y pasajera de leer y ser leído.///PACO