¿Por qué nos atraen los relatos sobre sectas? Una posibilidad atendible es el morbo. Tras las fachadas de la espiritualidad y la pureza, las historias sobre sectas suelen incluir asesinatos, conspiraciones, delirios colectivos y otras excentricidades que las hacen irresistibles. Por eso no es de extrañar que Netflix, la máxima usina audiovisual de Big Data, estrenara hace unos meses la serie documental Wild Wild Country, y menos aún que, por estas mismas razones, sea irresistible verla. En seis episodios, Wild Wild Country nos cuenta la historia de Bhagwan Shree Rajneesh, mundialmente conocido como Osho, y la manera en que junto a su secretaria, Ma Anand Sheela, montó el inmenso culto de los Rajnísh, que viajó desde la India hasta un pequeño pueblo de Oregon, en los Estados Unidos, en los años ochenta. Relocalizado en esta nueva “tierra prometida”, Baghwan, un gurú budista con varios años de trayectoria y miles de seguidores, ve la luz y alcanza un auténtico nirvana neoliberal. Pero, ¿cuál es exactamente el morbo de esta historia bajo nuestra mirada?

Es imposible entender la fascinación que enciende Wild Wild Country sin analizar los puntos de encuentro entre la secta de los Rajnísh y la actual cultura CEO, más aún si prestamos atención a la cepa neoliberal oriunda de otro punto del mapa estadounidense que creció casi al mismo tiempo que la ciudad de Osho: Silicon Valley. De hecho, Osho no sólo fue un emprendedor lanzado a conquistar el mercado occidental, sino que su producción intelectual, englobada en el término New Age, es aún uno de los vectores sobre los cuales respira la narrativa más contemporánea del «emprendedorismo», el “crecimiento personal” y la gestión de la vida bajo términos muy parecidos a los de una empresa. De esta fusión surge nada menos que la faceta espiritual del neoliberalismo, según la cual los CEOs se toman pausas para meditar en sus rascacielos y los empresarios-funcionarios como Mario Quintana leen poemas budistas en sus reuniones, mientras al otro lado de las murallas el dólar levita bajo los caprichos del mercado y la recesión devora todos los indicadores de algún tipo de economía productiva.

No estamos hablando de una novela de Thomas Pynchon ni de Philip K. Dick, aunque cualquier lectura superficial de Wild Wild Country podría agotarse en eso, y no estaría mal. La serie es, también, entretenimiento puro y duro: materia digna de una buena maratón de binge watching. Hippies, yuppies, fraudes migratorios, intentos de asesinato, envenenamientos colectivos, espionaje. Por supuesto, también hay lugar para el amor, para la devoción y para el éxtasis metafísico: sexo e iluminación en partes idénticas. Tal como lo cuenta Wild Wild Country, la sugestión hace surgir rápido sus efectos y los seguidores de Osho levantan una auténtica ciudad moderna de la nada, aunque a los habitantes de Antelope, la ciudad de rednecks y gerontes white trash invadida de la noche a la mañana, la situación no les gusta nada. El asunto escala rápidamente y el Tío Sam, el FBI y el Departamento de Justicia se inmiscuyen para demarcar los auténticos límites de la libertad en the land of the free. A partir de ahí, el campo de batalla se extiende desde las oficinas donde los burócratas estatales se enfrentan con los tecnócratas devotos de Baghwan, hasta las calles y las cloacas del pueblo, desde las que se planifican ataques y contraataques varios.

¿Es Wild Wild Country una historia de delirio colectivo? Ludwig Binswanger diría desde la psiquiatría fenomenológica que “en cuanto ser que no solo proyecta amplitud y anda en ella, sino también altura y sube hacia ella, la existencia humana se halla esencialmente rodeada por la posibilidad de exaltarse”. En cualquier caso, una lectura puramente psicopatológica del fanatismo y la devoción por Osho se quedaría corta. Por detrás de esa trama, en realidad, lo más interesante es el hecho de que el dogma espiritual que relata Wild Wild Country aporta el encuadre, la narrativa de la que carece el capitalismo en su versión cruda. Ahí es donde los Rajnísh hacen su verdadera irrupción triunfal como modelo exitoso de socialización, dotados de una serie de reglas claras, un líder carismático fuerte y una comunidad afectiva. En otras palabras, Osho parece haber intuido mejor que nadie la inminente necesidad de un lifestyle capaz de enfrentar al (por entonces) incipiente mandato de felicidad demandado por un sistema económico nutrido por la lógica voraz de la eficacia. ¿Quién sino un gurú, un ser espiritualmente elevado y trascendente, puede iluminarnos y mostrarnos claramente cómo ser felices en medio de tantas contradicciones sociales? Y si una vez ahí descubriéramos incluso el otro lado de esa vida, ¿no estaríamos dispuestos a hacer cualquier cosa por defenderla? Ma Anand Sheela, la auténtica estrella de Wild Wild Country, surge justo cuando el morbo nos empuja hacia estas preguntas. Es ella quien controla y digita cada uno de los pasos que da la secta de los Rajnísh, y la auténtica artífice de la marca multinacional Osho. En su nombre, Ma Anand Sheela se encarga de espiar, engañar, fraguar atentados y conspirar. El suyo se convierte así en el retrato de la ultimate self made woman, alguien capaz de enfrentarse a las mayores adversidades con tal de lograr su objetivo, pero Ma Anand Sheela es, también, un testimonio vivo de la resiliencia y la asertividad como valores máximos del supremo sujeto del tardocapitalismo. Y Wild Wild Country, por eso mismo, nos enseña a amarla.

¿Estamos dispuestos a «perdonar» los crímenes de una psicópata como Sheela a cambio de algunas buenas horas de entretenimiento hardcore? Netflix parece estar seguro de que sí, ¿y por qué no habría de estarlo? Del otro lado de la pantalla, también el sujeto ocioso de la aldea global encuentra en Netflix a un gurú personal, una marca capaz de guiarlo a través de miles de opciones y mostrarle el camino de la luz a través del oscuro bosque algorítmico del entretenimiento. ¿Cómo no amar a Netflix después de las seis horas de Wild Wild Country? ¿Cómo no rendirse ante una figura como la de Ma Anand Sheela? Hoy ni siquiera sería descabellado conocer que Sheela trabaja en Silicon Valley. Hace unos días, de hecho, The Wall Street Journal reveló que como parte de su cultura de “transparencia radical”, Netflix incentiva a sus empleados a que señalen a los compañeros que despedirían si pudieran. Atrapados en la vida de un mercado hostil y excluyente, perdernos en los vericuetos de la traición y el amor entre Ma Anand Sheela y Osho resulta, quizás, aliviador. Al fin y al cabo, es una forma de seguir ignorando por un rato nuestras propias maniobras de supervivencia en la delicada comunidad del macrismo tardío, nuestra pequeña “comunidad Rajnísh” dentro de ese otro gran mundo neoliberal que conoció a Osho y que luego lo destruyó, porque vio que era demasiado bueno/////PACO