Kim Kardashian es la versión outlet de Paris Hilton y no porque las cuentas bancarias de sus progenitores sean muy distintas. Elementales ejemplos de un capitalismo postindustrial cuya renta deviene estupidez soft y consumo mediatizado de una economía de servicios, las vidas de las hermanas Kardashian se convirtieron en un reality show cuya representatividad pública se resuelve mucho más en la opulencia identitaria del cuerpo adiposo, las curvas extralimitadas y la etnia periférica y anecdóticamente armenia que en el mero entretenimiento.
A diferencia de Paris, la pionera, Kim usó su propia sex-tape para ganar cinco millones de dólares en un tribunal. A diferencia de Paris, la pionera, Kim no es rubia ni esbelta ni una fantasía WASP para rednecks sino morocha, pulposa y una posibilidad dúctil para las fantasías de la nueva composición demográfica del Imperio.
Famosa por su impostado frenesí sexual con bachelors anglosajones, Paris Hilton encontró su ocaso al mismo tiempo que Kim Kardashian impostaba su frenesí sexual con los más pasmosos negros.
El efecto fue positivo y la relevancia mediática de Kim se asentó. Kardashian se convirtió en un consumo exitoso entre afroamericanos, latinos y demás pesadillas del american dream, mientras que Kayne West la fornicaba hasta la concepción de un vástago que, mezcla ambigua de riqueza, negritud, banalidad armenia y fetichismo sexual, sintetizará todo lo que los hijos de Mel Gibson y Jodie Foster deberán enfrentar en la lucha inmediata por la supremacía de las especies.