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I.
Hoy puedo leer lo que quiera y ése es el principio de mi desorden. 24 de marzo: me arrojo sobre la lectura del, así, amplio, debate de los setentas. Me arrojo porque las redes sensibles son infinitas, pero sobre todo porque se anudan íntimamente en un tópico, que primero es de vida y luego de lectura, o primero de lectura y luego de vida, qué importa, que es el de la militancia. Trayecto en el que he concurrido. Y si es que hay algo de confesión en todo esto, acaso de testimonio nunca solicitado, debo decir que a medida que me sumerjo en las lecturas, sean históricas, políticas o literarias, pero tengan como sujeto histórico lindante a las militancias, me fuerzo culposamente por leer en contra: como si me dispusiera a coincidir con los relatos contreras, arrebatados por derecha, y a discrepar más y más mientras más paradigmáticamente luchistas resulten los textos. Es una revuelta conservadora en mí. Eso en la lectura, en los íntimos ecos de la disposición solitaria frente a un texto; porque con ese imaginario a cuestas, con esas fisuras discursivas, levanto, cada día, el ideario de izquierdas (en el que me ubico sentimentalmente y por lo tanto en el orden de la cognición), pero en un yo fracturado por tentaciones. Asumo, en un plano más consciente, que esta manera de leer me ayuda a pensar, jugando a dos voces y haciendo de abogado del diablo, un ejercicio personal de la contraargumentación. Pero oigo rumores menos nítidos. En los gustos no sólo se ejercen redes de control, sino también profundas rebeliones, ciertas formas de la libertad. Es una lectura contra mí mismo, contra los míos. Que se exaspera en los debates de militancias. Le temía entonces a la masa de clichés que se arrojaban sobre mí cuando me afirmaba en esa actividad militante. Me indigno ahora frente a las conclusiones lineales, los determinismos, los puntos de vista copando íntegramente sus objetos, sometiéndolos a los intereses particulares de quien enuncia; me indigno sobre todo del que espera que el interlocutor sea pura confirmación. Son recurrencias, más o menos constantes, de las militancias. Son también parte de la doxa, de los sentidos comunes que recaen sobre ellas, y por lo tanto además mentiras malintencionadas. Me humillo con la militancia un poco como con mi familia, desde el conocimiento. Me identifico, forzadamente quizás, con algo que sutilmente ilumina Pilar Calveiro en su clásico Poder y desaparición sobre la fidelidad y la militancia:
El incremento de la represión y las condiciones internas de las organizaciones cerraron una trampa mortal. [Para los militantes, desde 1975] era cada vez más próxima la posibilidad de su aniquilamiento que la de sobrevivir. (…) Un gran número permaneció hasta el final, a pesar de lo evidente de la derrota. ¿Por qué?
La fidelidad a los principios originarios del movimiento, para entonces bastante desvirtuados, fue una parte; la sensación de haber emprendido un camino sin retorno hizo el resto.
Decía que “forzadamente” me identifico. Todas las distancias de los acontecimientos, todas las distancias de las circunstancias, todas las distancias de riesgos de sanción… Hoy puedo leer lo que quiera y ése es el principio de mi desorden. La fidelidad y los caminos sin retorno son, en cierta forma, lo mismo. “Hasta la victoria siempre”, el hito guevariano (el Che Guevara: habría que volver a leerlo todo sin tanta pulsión de muerte a cuestas) -que no es guevarista que define una estrategia política, sino guevariano porque es casi total su aceptación entre izquierdas, progresismos y más allá también, y repetido sugestivamente sobre todo en situaciones de muerte- está plagado, en su sintaxis, de una fatalidad -en caso de que sea la derrota la que asome. La frase concentra perfectamente el curso enajenado que también, siempre, oprime a las militancias por la liberación. Pero esta fuerza mayor de la identificación opera efectivamente como un espejo muy alejado, un eco casi fantasmal. Me retuerce, este sombrío reconocimiento, con algo parecido a la culpa. Mis lecturas, mis escrituras, no se tensan al filo de la pregunta adorniana. O más bien: ¿cuál es nuestro Auschwitz: la dictadura que no viví pero frente a la que siento un espasmo intenso de horror… por qué frente a su falta de evidencia la amargura recorre tan profundamente nuestro tiempo? ¿Cuáles son nuestras violencias… cuáles nuestras contraofensivas? Como sea, lo que se pone en juego es la duda.
II.
Así leo, con esas libertades, que quizás sean libertarias (crecen en el nihilismo) o liberales (demasiado reposadas en mí). Pero en un secundario no enseño de esta manera. La revuelta conservadora queda en mí como una perversión inconfesada y las clases las estructuro -de nuevo, sentimental y cognitivamente- en los terrenos discursivos de las izquierdas.
Una vez por año, sólo en términos curriculares, los docentes tenemos que volver sobre el tópico de la “memoria”. Aunque las “memorias” en la escuela son en verdad muchísimas y constantes –en cada gesto áulico se revela una “gramática escolar”, “memoria” que ordena el dispositivo escolar en hábitos autorregulados imaginariamente-, el significante apela, en la episteme de nuestro tiempo, al terreno histórico de la última dictadura militar. La asociación inmediata es un acto reflejo. La dictadura de los Videla y Martínez de Hoz se asimiló al concepto de memoria en una juntura simbólica.
Los efectos positivos fueron largamente enunciados: una marea política y cultural, que está signada en cuerpos y lenguajes, logró instalar -cualquier infinitivo resulta insuficiente- la lucha contra la impunidad, tantos años marginada o voluntariosa (que sin ser de masas nunca dejó de ser masiva), en el debate público nacional, y además convertirla –en una maraña de contradicciones incesantes- en política –o cooptación, las valoraciones vendrán luego- de Estado. Los discursos sociales argentinos redefinieron sus alcances incorporando las tensiones de tres valores: memoria, verdad y justicia. Y sin embargo, en cierta adversativa incómoda, la conversión en currículum de esta tríada de tan extenso alcance moral llevó a “arqueologizar” una memoria que, viva, sigue recreándose en su invocación. Los tres extremos de la tríada de memoria, verdad y justicia tendieron a cristalizarse ideológicamente –dicho distinto: como falsa conciencia- y a convertirse en pautas de buen sentido, incluso de sentido común. Quitándole, por lo demás, potencia expresiva, potencia disruptiva, potencia lingüística -otorgándole incluso esas potencias a sectores reaccionarios que reposan su retórica en el rechazo a la discusión de derechos. Y un sintagma, como en el medio de la tríada: Nunca Más. Contracara del hito guevariano, la consigna alfonsinista de la CONADEP, contiene, en esa sintaxis que está indignada y se lanza imperativamente sobre su interlocutor, una solapada convocatoria a la parálisis. Nunca más genocidio estatal, claro… ¿pero sólo eso “nunca más”? ¿Cuáles son sus alcances? ¿Qué valoración hay en la consigna de la combatividad sindical, de la violencia revolucionaria y de la agitación política? En definitiva, ¿qué lugar deben ocupar las militancias en esa “ética” prohibición? Mirado de conjunto, el escenario de “buenas prácticas pedagógicas” en torno al tópico de la “memoria” se extiende en un campo de moralidades que modelan (no podría ser de otro modo) los contornos perceptivos de los chicos y las chicas que con énfasis e interés diversos se arrojan, como ahora yo, como ahora nosotros, sobre los amplios, inagotables, debates sobre los setentas (el genocidio, pero también las batallas que lo precedieron, las que siguen). ¿Cómo podemos dinamizar el campo de nuestras prácticas pedagógicas como docentes para no clausurar ni la verdad, ni la memoria, ni la justicia, con heroísmos superyoicos, con enunciados reiterados, con cuadros de dobles entradas de buenos y malos, captando íntimos dramatismos, feroces discrepancias dentro de los campos de poder y disputa, reiteraciones históricas (verdaderas mitologías), y sin caer en éticas que anulen la reinvención problemática que las juventudes, que todos nosotros, hagan y hagamos en el encuentro de una época? La pregunta se extiende, diría, sobre cómo enseñamos en general.
III.
¿Qué literatura, entonces? En un activo grupo de Whatsapp, de trabajo, investigación e intercambios de todo tipo, de docentes -desde inicial a nivel superior- de Prácticas del Lenguaje y Literatura, inauguré, hace ya un tiempo largo, un día de debates preguntando: “¿qué literatura damos para trabajar el tema de la memoria?”. No aclaré más, para no acotar los ecos extendidos de mi pregunta. Repongo varias de las respuestas, en títulos: “El cautivo” (1960) de Borges, “Nunca visites Maladonny” (1988) de Elsa Borneman, “Grafitti” (1980) de Cortázar, “Infierno grande” (1989) de Guillermo Martínez, Turba. Memorias de Malvinas (2022, historieta) de Lauri Fernández, El que no salta es holandés (2018) de Mario Méndez, La casa de los conejos (2007) de Laura Alcoba, Los pichiciegos (1983) de Fogwill, El mar y la serpiente (2005) de Paula Bombara, ¿Quién soy? Relatos de identidad (2013) de Iris Rivera, María Teresa Andruetto y Paula Bombara, El beso de la mujer araña (1976) de Puig, Diario de una princesa montonera (2021) de Mariana Eva Pérez, Los que volvieron (2016), Un vacío en el lugar del nombre (2012) y El año de la vaca (2003) de Márgara Averbach, Huesos desnudos (2012) de Eric Domargue, Piedra libre (2016) de Grubissich, La casa M (2011) y Cruzar la noche (2008) de Alicia Barberis, Piedra, papel o tijera (2009) de Inés Garland, A 20 años luz (1998) de Elsa Osorio, “No es culpa suya” de Jorge Accame, Útero vacío (2017) de Cecilia Solá, La composición (1998) de Antonio Skármenta, Dos veces junio (2002) de Martín Kohan, Ni muerto has perdido tu nombre (2002) de Luis Gusmán, No dejes que una bomba daña el clavel de la bandeja (2012) de Esteban Valentino, Las visitas (1991) de Silvia Schujler. En lo personal, me gusta mucho trabajar con “Sueño con medusas” de Félix Bruzzone.
Leí varios y otros no. En algunos casos es la primera vez que escucho nombrar a ciertos autores. Como sea, en esa variedad de textos (que no es tanto genérica, pues siempre se trata de narrativa) hay un corpus de lectura que las distintas formas de los estudios pedagógicos deberán trabajar como con una constelación que, sin dejar de ser un poco arbitraria o circunstancial, es sintomática: un constructo suficiente para ensayar sobre nuestras maneras de leer la memoria. No me refiero estrictamente a este listado; debiera recomponerse antes un método que estructure un corpus más ajustado. Son las escuelas, donde se enseña, se escribe y se lee todo el tiempo, espacios productores de lecturas en su aspecto más democrático y masivo. Los cánones escolares y las disposiciones teóricas sobre las que se articulan los recorridos lectores es un terreno fértil para utilizar (casi como en el reencuentro de una herramienta militante, que siempre tiene una voluntad pedagógica) la creatividad lectora, teórica y crítica y complejizar (no por esmero puramente académico, sino fundamentalmente para colaborar en la extensión de un debate signadamente actual en la recreación de los imaginarios, los textos y las preguntas imaginarias que hacemos sobrevolar sobre ellos) el terreno de indagación metodológica en un área tan sensible para lo que ampliamente llamaría los “debates democráticos”. ¿Y en otras asignaturas, qué textos se están dando y cómo, pensando que al ser una prescripción curricular el tópico de la memoria se debate en todas las materias? Sería interesante captar esos matices lectores. ¿Y para el 25 de mayo, el 12 de octubre o para una jornada ESI… qué literaturas, cómo las leemos, qué sombras recreamos en nuestras lecturas de esos textos que sobreviven en nuestra interpretación?
IV.
¿Qué nuevos textos podríamos incorporar a nuestras planificaciones didácticas, qué otras perspectivas pudiéramos convocar al placer belicoso (le robo a Jorge Panesi) del ejercicio reflexivo en la escuela, y más teniendo en cuenta que la “arqueologización” del debate en torno a la memoria de los setentas puede solidificarse como una estatua sarmientina en el patio o en el ingreso de una escuela mientras más se alejan las generaciones de los hechos –y no, trágicamente, de sus consecuencias- y más “certidumbres” construimos a su alrededor? De manera impresionista, casi una obviedad, me resulta interesante pensar en introducir las voces del golpe, es decir, silenciando por un momento la denuncia para pasar a la defensa, en textualidades lo menos mediadas posibles, de esa narración escalofriantemente otra que es la voz militar. Fue uno de los arrojos exitosos –productivos teórica y críticamente- de Pilar Calveiro en Poder y desaparición, con quien comencé pensando. Tratar de inmiscuirse en la retórica del unánime enemigo permite observar que ese alejamiento estructurante de nuestros discursos no es tan sólido, y que esa gramática terrible en su lejanía circula en nuestra sintaxis y vive en nuestras textualidades, no sólo en la política y sus fenómenos, sino en lo íntimo de nuestra comunicación; claro, también, en nuestras violencias.
Pienso en varias cosas. Pienso entonces –y es notable, porque naturalmente me cuesta muchísimo más encontrar tratando de cambiar los territorios y los mapas en los que siempre busco cuando debo trabajar el 24 de marzo- en la intensa lectura que realiza Martín Kohan, siempre tan didáctico y parte activa del canon escolar, en El país de la guerra de la entrevista que Ceferino Reato le hiciera a Jorge Rafael Videla en Juicio Final. Podría leerse con algún capítulo del extensísimo El dictador, la biografía de Videla de María Seoane y Vicente Muleiro, quizás algún fragmento –imágenes de un país militarizado desde sus inicios- de la estricta formación y educación militar del jefe de las Juntas. Para repensar en vínculo con el análisis y estudios de los testimonios, podría reponerse el del capitán de corbeta Francisco Scilingo en el best-seller periodístico El vuelo de Horacio Verbistsky, donde se relata el temple político del horror nacional: los “vuelos de la muerte”. En narrativa, podría afrontarse, en cursos más entrenados y animados con la literatura, las lecturas en fragmentos de Un dios cotidiano de David Viñas, para buscar también los entremeses de las formaciones históricas previas, o Villa de Luis Gusmán, que recompone literariamente las subjetividades de la Triple A. Me cuesta muchísimo más, deberé acaso consultar e indagar más entre mis colegas y profesores, encontrar literaturas más sencillas (menos encriptadas que las de Viñas o Gusmán, ásperas para el tacto escolar), incluso de la mal llamada infanto-juvenil, que repongan perspectivas que no se ubiquen en el campo siempre enredado de las víctimas, que lo son sobre todo cuando se desmayan los heroísmos. En el terreno de la poesía, podría indagarse el mundo enredado y caótico de las militancias: podrían leerse, más actuales, la Escolástica peronista ilustrada de Carlos Godoy o Ministerio de Desarrollo Social de Martín Rodríguez; podría retomarse ese poema, “Siglas”, lúcido, siempre, de Néstor Perlongher. En cualquier caso, encontrar contrapuntos textuales a nuestros hábitos estéticos, pero fundamentalmente éticos, a la hora de leer literatura en el aula, permitirá reanimar un campo que si se moraliza demasiado, como sucede, se vuelve tedioso. Es necesario –y seguramente escribo movido por estas ondas morales- que ciertas “polémicas ocultas” no dejen de tensarse en la arena crítica, en las de la enseñanza y la escritura. Será una manera politizada, además –y reivindicativa de la contradicción, menos maquillada que la inclusión-, para capturar los discursos flexivos de las luchas y peleas, que siempre son las mismas y otras simultáneamente, en nuestros campos sociales, y más en el pedagógico y escolar, dispositivos en crisis. Pienso también, ahora, en la carta del filósofo y pintor cordobés Oscar del Barco y la polémica del “No matarás”. La polémica del “No matarás”, que tiene su centro en la carta de Del Barco, de prosa sencilla, “trascendental” y “arrepentida”, vuelve sobre los propios enunciados de la militancia, hoy vencedoras en las retóricas de la memoria, para ponerlos bajo la luz interrogante de la culpabilidad. Es una red conceptual viscosa la que se abre con ella. Pero muy presente en las complejas juventudes que transitan, entre tantísimas cosas, las crisis que son propias pero sobre todo de un mundo que parece desvanecerse, y justo por eso –y como dije, porque se deja leer con amabilidad- podríamos los docentes llevar al aula la polémica que vuelve a iniciar Del Barco, e integra sin asimilar voces fundamentales de la cultura nacional.
¿Qué opinarían los pibes? ¿Qué críticas a la lengua militante se renuevan con los tiempos que son otros en la objetividad y subjetividad de nuestras vidas compartidas? ¿Con qué gestos lectores sacudirán nuestros grises hábitos políticos, con qué palabra llenarán mis desviaciones? Un contrarrelato, como en algún punto es la carta del cordobés, puede hacer las partes de lo que Héctor Schmucler llamó un “relámpago”, que asuste, que nos repliegue frente a lo incontrolable pero que por un instante, ilumine: “El orden los héroes y cobardes, de leales y traidores, de víctimas y victimarios, de justos y réprobos, se diluía ante una realidad en la que existían culpables sin matices pero resultaba confuso hablar de inocencia, donde las responsabilidades compartidas no disminuía ni un ápice la criminalidad innombrable”, escribió Schmucler en la carta con que contestó a Del Barco. Y quizás sea eso lo que por un instante tengamos que volver a pensar, no tanto en la culpabilidad autoindulgente como sí en la que asume la responsabilidad. Es una incorporación posible a una ética que nos implique al destino de las verdades, y no que asuma –la ética- como un anexo de los “derechos naturales del hombre” que deshistoriza, que aplana las pasiones, los deseos, los goces inauditos, de generaciones de otros jóvenes que ya no serán éstos, los que tenemos acá, ahora, no queriendo martirizarse tanto como sí encontrar la huella por donde nuestras violencias, las de nuestro tiempo, se conduzcan lo mejor que podamos hacia lo mejor que podamos////PACO