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Nihilismo y alienación en “La dimensión desconocida”

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El 28 de julio de 1880, el psiquiatra francés Jules Cotard presentó a la Societé Medicó-Psychologique un trabajo titulado “Du délire hypocondriaque dans une forme grave de mélancolie anxieuse” (“Del delirio hipocondríaco en una forma grave de la melancolía ansiosa”). En el artículo, Cotard relataba el caso de una paciente que siguió durante varios años junto con Jules Falret, su jefe en la clínica Des Vanves. El cuadro clínico, minuciosamente descripto por Cotard y que hoy lleva su nombre, es también conocido en referencia a su llamativo contenido psicopatológico: el delirio nihilista. Para esto Cotard narra el historial de la Señorita X, quien “afirma que no tiene más cerebro, ni nervios, ni pecho, ni estómago, ni intestinos; sólo le quedan la piel y los huesos del cuerpo desorganizado (según sus propias expresiones)”. Este delirio de negación, agrega Cotad, se extiende también a las ideas metafísicas que antes eran objeto de sus creencias más firmes. “La Señorita X no tiene más alma, Dios no existe, el diablo tampoco. Como la Señorita X no es más que un cuerpo desorganizado, no necesita comer para vivir ni podrá morir de muerte natural, existirá eternamente a menos que sea quemada, ya que el fuego es su único fin posible”.

Es bien sabido que la distancia entre estar enfermo y estar sano es, en el mejor de los casos, un sofisticado artificio de la técnica. ¿Quién no sintió aunque sea por un instante la aplastante evidencia de la intrascendencia, de la indignidad del propio ser? Aun así, leída en sus dimensiones clínicas y literarias, la psicopatología puede acercarnos a los misterios del espíritu, pero difícilmente nos aporte certezas de algún tipo. Por eso no es llamativo que Cotard sea tan preciso en las descripciones de sus hipótesis (y, podríamos decir, de sus ficciones) acerca de lo que sucede en la mente de la Señorita X. Ella impugna la existencia, comenzando por la propia. “Un delirio triste relativo al organismo”, sintetiza Cotard.  

De manera similar, Richard Matheson arriesgó una aproximación al pathos de la negación del mundo en el relato “The Disappearing Act” (“El número de la desaparición”), publicado en la revista Fantasy and Science Fiction Magazine en marzo de 1953. En el cuento, Matheson narra la progresiva desintegración de la realidad del protagonista: su mujer, su amante, sus amigos, su jefe y su casa empiezan a desvanecerse uno atrás del otro, sin que nadie a su alrededor lo registre. “Cuando fui a trabajar aquella tarde, tenía la horrible sensación de que yo era algo provisional. Cuando me senté, fue como si me apoyara en el aire”. Finalmente, el protagonista entiende que también él está en proceso de desvanecerse para siempre.

Seis años después de su publicación, y casi ochenta después de la presentación del artículo de Jules Cotard, Rod Serling adaptó “The Disappearing Act” en un episodio de La dimensión desconocida. Emitido el 11 de diciembre de 1959 por la CBS, And When The Sky Was Opened (que podría traducirse como “Y cuando el cielo se abrió”) fue el undécimo episodio de la primera temporada de la serie. A diferencia del cuento de Matheson, donde el personaje principal es un empleado de oficina en plena crisis conyugal, el episodio de La dimensión desconocida tiene como protagonista a un astronauta que regresa a la Tierra junto a dos compañeros después de una expedición fallida. La historia empieza con una nave cubierta por una lona en un galpón de la Fuerza Aérea, el prototipo X-20, de regreso en la base después de pasar 24 horas fuera de radar, según nos explica la voz en off del narrador. La siguiente escena transcurre en un hospital. El coronel Clegg Forbes visita a William Gart, uno de sus dos compañeros de expedición, internado por una fractura en una pierna después del aterrizaje forzoso en el desierto de Mojave. 

“El velo que cubre los misterios no siempre es fácil de descorrer”, anticipa el narrador, al tiempo que se abre la puerta de la habitación. Forbes le muestra a Gart la tapa del diario. ¿No ve nada raro en la foto? Aparecen solo ellos dos y falta Ed Harrington, el tercer astronauta. A pesar de su insistencia, ni William Gart ni sus superiores saben quién es Harrington. A partir de este momento, la duda va a socavar la mente del coronel Forbes. Si no puede confiar en los datos que parten de su realidad más inmediata, ¿puede creer en sí mismo? Las resonancias freudianas de esta pregunta acaso sean demasiado obvias para nosotros.

La imagen se difumina y se abre un flashback. El acto se desarrolla en un típico bar del downtown estadounidense, donde Forbes y Harrington se acercan a la barra. Hay un juego de miradas entre ambos cuando distinguen a una mujer sola. Forbes se apura y primerea a su compañero, sentándose al lado de ella. El barman identifica a los astronautas y les invita una pinta. Atraída por el aura de los uniformados, la mujer, que segundos antes los había ignorado, se acerca a Forbes con ojos encendidos. Mientras tanto, Harrington se mira en el espejo de atrás de la barra. Algo en su imagen parece perturbarlo. Perplejo, deja caer su vaso. Se siente raro, dislocado en su propio cuerpo. Se tambalea hasta una cabina telefónica en el fondo del bar y llama a sus padres. Lo atiende su madre. Ellos no tienen ningún hijo, le dice. Harrington se desploma y Forbes pide un vaso de agua para su amigo, pero nadie parece entender a quién se refiere. Cuando vuelve a mirar, la cabina está vacía. En aquel instante de perplejidad ante el espejo, la vida de Ed Harrington parece extinguirse. Pero, ¿qué hubiera pasado si en su carrera por el asiento era él quien ganaba el lugar y no Forbes? ¿Habría desaparecido ante la mirada embelesada de la mujer? 

Si en 1953 And When The Sky Was Opened tocaba varios elementos centrales del paisaje cultural de la época, marcada por el auge del psicoanálisis, la carrera espacial y los proyectos de control mental de la CIA, mirado desde la tercera década del siglo veintiuno este capítulo de La dimensión desconocida revalida su vigencia. El psicoanálisis, pese a los continuos intentos por proclamar su muerte (o más precisamente, en virtud de eso) sigue en pie, la carrera espacial se recicló en una competencia entre corporaciones para privatizar Marte y, de la noche a la mañana, las drogas psicodélicas como el LSD y la ketamina se convirtieron en la nueva gran esperanza de la industria farmacéutica. Pero volvamos a Jules Cotard por un momento: “En los malditos, la obra de destrucción se ha completado; los órganos no existen más, el cuerpo entero está reducido a una apariencia, un simulacro, las negaciones metafísicas son frecuentes, mientras que son raras en los verdaderos perseguidos, grandes ontologistas en su mayoría”. Por buenas razones literarias, tanto el guion de Rod Serling como el cuento de Richard Matheson omiten las hipótesis respecto a la causa de las desapariciones. ¿Es una misteriosa fuerza cósmica, un agujero negro o una raza alienígena lo que erosiona la existencia de los astronautas? ¿Estamos frente a una estrategia del gobierno para borrar las huellas de un proyecto secreto? ¿O es el nihilismo terminal de los personajes lo que provoca que se evaporen?

La respuesta es que son todas y no es ninguna. A fin de cuentas, la pregunta es la siguiente: si ellos no se dieran cuenta de la maldición, ¿seguirían vivos? En un momento revelador, Harrington se cuestiona si estar de regreso en la Tierra es un error. Acto seguido, desaparece. Ante la vacilación ontológica, ante el abismo que se adivina más allá de ciertas preguntas, la extinción es la única alternativa. Hacia el final, Forbes termina de relatarle a Gart los acontecimientos. Se mira en el espejo y siente cómo su cuerpo se desvanece. “I don’t want to disappear! I don’t want to disappear!”, grita, y en un trance disfórico sale corriendo de la habitación. Su compañero lo sigue, solo para encontrarse con el pasillo vacío del hospital. La enfermera se acerca y reta a Gart por levantarse de la cama. ¿Vio al coronel Forbes? La respuesta ya la conocemos. No hay nadie con ese nombre. Al igual que los dos astronautas antes que él, el andamiaje que sostiene la realidad para William Gart se desploma y él se evapora.

La última escena muestra el hangar vacío. Donde antes habíamos visto la silueta de la nave X-20, ahora hay una lona arrugada sobre el piso. La voz del narrador nos advierte: “Once upon a time, there was a man named Harrington, a man named Forbes, a man named Gart. They used to exist, but don’t any longer. Someone – or something – took them somewhere. At least they are no longer a part of the memory of man. And as to the X-20 supposed to be housed here in this hangar, this, too, does not exist. And if any of you have any questions concerning an aircraft and three men who flew her, speak softly of them – and only in – The Twilight Zone”. ¿De qué manera, si no es literaria, podríamos acercarnos a una realidad en la que los órganos se convierten en piedra y el mundo se reduce a un mero simulacro? A propósito de Philip K. Dick, Sebastián Robles escribió que “en Tiempo de Marte hay un chico autista que percibe el tiempo de otra manera. Su capacidad es que puede ver la entropía en acción. Y las imágenes que le llegan son infernales. Me gusta esa idea de que la enfermedad mental es una condición de posibilidad de experimentar la entropía, que sucede en todos los órdenes pero no nos damos cuenta”. ¿Acaso no hay más clínica en estas palabras que en cientos de insípidos papers académicos?////PACO

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