Las redes sociales, como están planteadas hoy, son un lugar de fragmentación y narcisismo. Lo contrario del arte de narrar. Robert Louis Stevenson decía que poner al autor por delante de la narración era un error. ¿Qué pasa hoy? Llamamos “historias” a las instantáneas inconexas y volátiles de Instagram. Hay que imaginar el hilo que une a la selfie en el ascensor subida a las 7 am, con un plato de ensalada en un escritorio al mediodía, una canción de Spotify, la foto de un trago o un meme de los Simpsons. Ese hilo nunca puede ser otra cosa que el usuario, un autor ingenuo que busca expresar su singularidad. La mayoría de las veces, el intento fracasa. 

El sentido es banal o directamente no aparece. La exposición constante a este mecanismo produce idiotez, indolencia, una resignación al absurdo: una vez más, lo contrario de la narración. Pero, ¿qué es narrar? Dar sentido a los fragmentos, encontrarles un propósito y un orden. Identificar el deseo en los personajes y en las voces que los cuentan. Dentro de esta guerra perdida desde el comienzo, nuestra búsqueda es la expresión del caos en una prosa ordenada y en textos que valgan por sí mismos. Hacer música con los sonidos de una avenida muy transitada. 

El flujo de la experiencia no tiene introducción, nudo y desenlace. La información circula, caótica, sin ningún sentido. ¿Fue siempre así con la web? Es posible. Internet es una máquina de fragmentación. Ahora, sin embargo, resulta peor. La fragmentación se volvió masiva. Los blogs, hoy ya plataformas de otras épocas, implicaban una narración y eran bastante más experimentales. Se podía acceder incluso a su código de html, a su configuración y a su diseño. Las redes sociales, herederas de los blogs, acotaron el espacio de intervención. Y acotar es el verbo. El movimiento actual de las redes sociales se presenta como calcar e imprimir a la manada. Mientras toma de ella, la conduce. 

Hoy la idea de Internet se reduce muy rápido a redes sociales. Se trata, una vez más, de una operación de acotamiento. Sin muchas mediaciones pasamos de la esperanza de una sociedad de la información a la realidad concreta de una era de la opinión, donde lo importante no es el enunciado, sino el sujeto que lo emite. Cuando la experiencia es un atributo en sí mismo, la narración se vuelve innecesaria: da lo mismo contar cualquier cosa.

Si uno mira los medios que dominaban el espacio público en el siglo pasado, la televisión aparece como central. En ese momento parecía fragmentaria, pero vista desde hoy, es mucho más cohesiva y libre de ruido y ansiedad que las redes sociales. En la televisión anterior a Internet las noticias se daban sin opinión directa. Había sesgos, entrelíneas, opciones, ideologías que marcaban, abrían y censuraban, pero la opinión estaba reservada a los programas editoriales de la noche como Hora Clave y Día D, por dar solo dos ejemplos. Llegada la noche, era en el prime time donde se exhibía una argumentación, a veces con rigor, otras no, antes de dar una opinión. Hoy los periodistas que presentan las noticias dan todo el tiempo su opinión y dicen cómo deben ser entendidas las noticias. En esa gestualidad se ve la presión y la presencia de las redes sociales. 

Las redes sociales están más cerca de cierta tradición del arte conceptual que de las formas clásicas de la narración. Se las consume muy pegadas a la experiencia. Y, como sabemos, la narración es lo contrario de la vida. Como arte, la narración toma la experiencia y la transforma en un objeto autónomo, discernible, recortado y a la vez deudor de la experiencia pero ya, en tanto que narración, transformado en otra entidad identificable.

Las redes sociales, o más bien su producto, está lejos de ser un objeto, un artefacto discernible. Más bien son lo contrario. Se presentan como un continuo de opiniones, frases, descripciones y también esquemas de narraciones que rara vez se concretan.

En muchos aspectos las redes sociales se parecen a la vida misma, son su copia más inmediata y retoman esa desjerarquización, ese ruido, esa fragmentación. No es difícil constatar que están llenas de instancias descartables, donde no hay simbolización, ni mediación, ni distancia. Su conceptualización es pobre. Las estadísticas le juegan en contra. En un mar de idiotismos, solo muy pocos logran articular un discurso sobresaliente o digno de relectura. Se puede argumentar que la prensa del siglo XX o los libros del siglo XIX también fueron eso. Sin embargo, las cantidades señalan otra cosa. Hoy todos hablan y escriben al mismo tiempo. Con el Kipling de The Conundrum of the Workshops estamos obligados a preguntarnos It’s human, but is it Art?

Stevenson, una vez más, asimila la narración a la geometría, en el sentido de que las dos disciplinas remiten a objetos arquetípicos, que no existen en la realidad. Las redes sociales, por el contrario, se escriben pegadas a ese territorio movedizo, siempre cambiante, que es la experiencia. Una lectura de redes sociales que no nos consuma, nos vacíe de sentido, exige tomar la distancia de la que sus narradores carecen. Esto no es para cualquiera.

Podemos narrar las redes sociales y podemos incluso narrar en las redes sociales. Pero esas narraciones tienen un grado de excepcionalidad. Se ven en Facebook, menos en Twitter, casi nunca en Instagram o YouTube. Las redes sociales en sí ofrecen pocas narraciones diferenciadas de su entorno. Esas pantallas que las incuban nos muestran un gran paisaje caótico, donde los signos se atraviesan como las hojas de la selva en nuestro camino. Muchas veces resultan tan impenetrables y tupidas que desistimos de avanzar en ese territorio cuya exuberancia nos recuerda la naturaleza. 

En la narración, incluso la más experimental, uno identifica un sentido. Los personajes tienen un deseo, quieren algo, buscan algo. En las redes sociales alcanza con enunciar un deseo para existir: “Quiero comer un chocolate” escribe alguien a las doce de la noche. ¿Qué es eso? ¿A quién puede importarle? Es la expresión carente de todo, de interlocutor, de valor o de sentido, es ella en sí misma. A veces puede acompañar o dejarse acompañar por una imagen que no mantiene ninguna relación con lo enunciado.  

La narración está en la mirada, si el lector consigue hilvanar un sentido que organice los comentarios en un video de YouTube, o en un intercambio cualquiera de Twitter. De lo contrario, el destino asegurado es el idiotismo de Funes, el memorioso, que era incapaz de generar abstracciones porque no podía olvidar. 

Por todo esto, usar las redes sociales para narrar se vuelve un acto de subversión si no del dispositivo de las redes, por lo menos del uso que se les da. Como los partisanos o la guerrilla argelina, los narradores se infiltran en la vida civilizada y detonan los supuestos de la lectura. 

En La evolución creadora, Henri Bergson reconocía un impulso (elan) vital como sustrato metafísico de la experiencia, una fuerza que ponía en movimiento a la realidad y la conducía a una forma más o menos caótica de progreso. Es posible que el entusiasmo inicial que envolvía a la web a principios de siglo haya mutado y esa revolución haya entrado en su etapa de Termidor. El elan sigue siendo vital, pero ahora también es pulsión de muerte. Y es posible que ya hayamos dicho esto de otra manera o de forma similar pero nuestra generación está condenada a teorizar las formas de Internet de la manera que otros especularon sobre el capitalismo, la pornografía o las pirámides de Egipto. Internet es el fuego donde nos cocinamos día a día de existencia y conexión.////PACO