1. Leo la última novela de Hernán Ronsino y luego escucho un podcast en el que admite que no sabe nada de música. Se refiere a la técnica, concretamente a cómo se escribe y ejecuta un repertorio. La observación es interesante porque el narrador es concertista y el relato gira alrededor de dos misterios: la vida de su padre, por un lado, y la de un pianista afroamericano del que solo hay un registro discográfico.
2. ¿En quién se basa Ronsino para concebir a Bill Turner? La idea de que apenas haya grabado un set en vivo, precioso, pleno de tecnicismos y sutilezas contundentes, hace pensar en el Bill Evans del Village Vanguard. Pero también está el apellido, Turner, un resplandor abrasivo que se refracta en el mar del norte y pende en una sala del Tate Museum. ¿O se refiere a Turner Layton, a esa voz tanguera ornada con trinos clásicos y un fraseo de Nueva Orleans? El personaje esgrime un jazz rastrero con destellos de Liszt y Chopin. Cuando imagino su música evoco la apertura de Workin’ with the Miles Davis Quintet, el piano arpegiado y la trompeta asordinada, o alguna de las excéntricas piezas de Don Shirley. Pero ante todo evoco a Keith Jarrett, su mirada adormecida tras el parabrisas de un Renault 4, conduciendo bajo la sombra ondulada de los Alpes en dirección a Colonia.
3. Atenúa esa ignorancia, la falta de precisiones, el hecho de que el narrador de Una música sea pianista. Hay un enraizamiento propio del instrumento que lo hermana con la escritura. Un violinista suele decirme que el piano le parece apenas una máquina con botones; en parte tiene razón, la emisión depende de una báscula cuasi fabril y la disposición de los semitonos expone las notas como si fueran las letras de una Remington. Del Do al Fa podría leerse QWERTY. En ese despliegue horizontal, en la inclusión del taburete, el piano emula una mesa de trabajo sobre la que miles de compositores escriben siglos de repertorio. En sus Ejercicios de Dactilografía, el uruguayo Ramiro Sanchiz bosqueja el mismo derrotero de la escritura: empieza con sus cuadernos juveniles hasta dar con una vieja Underwood, luego pasa a una TK95 de 128kb de RAM y al fin arriba al pergamino bonsái que procura su smartphone. En todo caso, ambos oficios parten de una destreza artesana, primitiva, una mecánica que se expresa en el estar sentado, en la postura encorvada y los martillos como tipos móviles que imprimen notas sobre el aire blanco. Ronsino acierta sobre la base de esta comparativa: su narrador se comporta como un escritor que atraviesa un bloqueo mental. En la música se agita la matriz del drama personal y el disco de Turner expone las ruinas de un relato perdido. “Los pianos son como una casa amplia y misteriosa” escribe en la primera parte. “Retumban. Con pasillos que van y vienen y un sótano de donde brotan voces. Un piano es, finalmente, un laberinto”.
4. Es una tarde de semana y bajo las escaleras del conservatorio municipal después de varias horas de clase. Antes de salir ojeo la cartelera de actividades: en una fotocopia A4, los pianistas de la diplomatura de música contemporánea promocionan un concierto de piezas basadas en los diarios de Piglia. La actividad es inmediata y anuncian la presencia del autor. El auditorio se improvisa en un sótano de paredes revocadas, el ambiente es húmedo y refleja el chirrido del montacargas. Cuando llego están midiendo esa acústica, los alumnos discuten, ponen pinzas en los cordales y preparan las técnicas extendidas que usarán en el recital. Piglia aguarda solo, entre butacas vacías, los brazos cruzados le estiran el cuero de la campera y su mirada oscila entre la abstracción y la curiosidad. Lo saludo como a un director, las palabras gráciles que suceden al Maestro, pero él contesta con la inflexión distendida de un vecino. Mientras dura la espera hablamos de sus libros, llevo su última novela encima y la dedica con amistad. Cuando me pregunta si también escribo me excuso en mis aspiraciones musicales. Son dos religiones excluyentes, advierto, pero Piglia disiente. Habla de la infancia pianística de Joyce y de la memoria proustiana que dispara la sonata de Vinteuil. Enseguida mencionamos el doble oficio de Felisberto Hernández, el de Pascal Quignard, la sintaxis serpentina que impone el saxo de Charlie Parker a los párrafos de The Subterraneans. A Piglia le interesa el ritmo, la marcha sostenida que en la prosa termina forjando un estilo. Ahí está la clave, me dice, la velocidad define la calidad de una historia y esa variable es estrictamente musical. Supongo que en este punto basaba sus encuentros con Gandini: en varias entrevistas describe los ensayos junto al piano, el autor leía fragmentos de La Ciudad Ausente y el compositor bosquejaba frases y cortinas. La combustión de la armonía hacía correr esa novela abstracta, polifónica, el contrapunto trazando el mapa de una ciudad jaqueada por la dictadura. Quiero hablarle de esa dupla excepcional pero el concierto está por comenzar. Es un programa corto y los pianistas trabajan como ingenieros en una mesa de ensamble, sobre maquetas abstractas, refinando las espinas de sus rosas de cobre. El aplauso es leve, Piglia agradece y sugiere que las piezas debieran estar fechadas en relación al diario. Falta una conexión, un puente, pareciera decir, entre ambos lenguajes. Una referencia que diluya la sombra, pienso, como las frases que Debussy añade al final de sus preludios.
5. ¿Hasta qué punto se puede escribir sobre un músico? La parte más interesante de esa vida es ajena a las palabras. La vibración sin el aire enmudece, apenas podemos describirla y está el riesgo de que el texto parezca un folletín de teatro o un rejunte de chimentos. Pasa en la novela de Julian Barnes sobre Shostakovich o en el perfil de Bruno Gelber que hizo Leila Guerreiro, lecturas que inducen el silencio y eventualmente el sueño. Ronsino en cambio ignora la técnica, pero en su prosa hay una cadencia peculiar y el libro, por momentos, replica las inflexiones del teclado. Las mejores escrituras se acoplan al sonido, alternando ritardandos y matices y confluyendo al fin en colores inesperados. Es lo que sucede en los párrafos finales de The Music of Erich Zann de Lovecraft, en The Fiddler de Melville o en los cuentos de Tolstoi. Por regla general, el músico funciona mejor en esos papeles marginales: nos conmueve la figura del genio que encripta su emoción en el ostracismo del instrumento. En Tous les matins du monde, Sainte-Colombe sondea la esquizofrenia en el bajofondo de París, practicando la viola hasta las primeras luces del alba. En la novela de Ronsino, Bill Turner tiene un episodio de fuga disociativa que parece inspirado en la vez que Ornette Coleman se perdió en Retiro y apareció, al día siguiente, en una comisaría del Tigre, almorzando puchero con los canas horas antes de su Gran Rex. El perfil del músico se articula en esa dimensión autista de la que nos llegan algunos chispazos aislados; es un argumento cuasi policial, sus versiones más extremas están atravesadas por la adicción y ahí surge el El Perseguidor de Cortázar o, mejor aún, Sonny’s Blues de James Baldwin.
6. Caso contrario, me sorprende un cuento de Carson McCullers que titula Wunderkind y que describe la opresión silenciosa de la práctica, la sordidez de las clases particulares entre una chica tímida y obligada y un maestro alemán que transmite exigencia y expectativa. A diferencia de la escritura o la improvisación, la angustia del intérprete radica en la nitidez que presenta el resultado al que aspira. Cada matiz, articulación y arrebato está indicado de antemano. “La música parecía buscar violentamente y sin la menor gracia algo que no se podía lograr” escribe McCullers. En los años iniciales, el estudio es un nado a contracorriente y nuestros sonidos golpean las paredes como pájaros asustados. “Las frases salían de sus dedos antes de que pudiera poner en ellas lo que sentía que quería decir”. Das Wunderkind también es el título de un cuento de Thomas Mann: trata el patetismo intrínseco a la figura del niño pianista, el ambiente tenso y frívolo de los bastidores que anticipa A Mother de James Joyce. El mandato, la herencia infranqueable… ¿En qué momento el instrumentista se transforma en autor? ¿Cuándo es que deja de ser un aprendiz, un rapsoda, un mero copista?
7. “I had never before thought of how awful the relationship must be between the musician and his instrument. He has to fill it, this instrument, with the breath of life, his own. He has to make it do what he wants it to do. And a piano is just a piano…”. La precisión de la escena que cierra Sonny’s Blues es conmovedora, pero el objeto del jazzista no son las teclas sino su zona de conexión, es decir la textura de los intervalos. Piglia milita esta idea y dice que el tono de un cuento se encuentra entre las palabras. En esa zona de tensión y elasticidad se define el ritmo y por ende la calidad de un discurso, la diferencia entre redactar y escribir o repetir y tocar. También es la obsesión de Haydée Schvartz, otra pianista formidable que enseña cámara en el conservatorio de Almagro. Hay una grabación suya de una pieza de Gandini, Viernes santo y lluvioso, en la que sugiere esos resquicios donde las notas se miden y se quiebran, filtrando el eco de la garúa. El metrónomo de Haydée drena esa lluvia y empuja los sonidos hacia adelante: sabe que un acorde puede suspenderse, demorarse, pero que nunca retrocede. Como en toda narración –como el Tiempo– la sintaxis musical es lineal e irreversible. Podemos trazar la fuerza arbórea de un bailarín o rodear la base de una escultura, pero se toca hacia adelante y se escucha, como se lee, de izquierda hacia derecha: en dirección única.
8. Llovizna en Bruselas y pongo los preludios de Debussy grabados por Schvartz para Mode Records. Un buen ejercicio consiste en leer la partitura mientras corren las pistas, percibir la distancia entre el espectro sonoro y la naturaleza inerte del papel blanquinegro. Al final de la cuarta pieza, Debussy escribe: les sons et les parfums tournent dans l’air du soir. Es un epígrafe, una suerte de frontera. Imagino el reverso de esa idea, es decir un relato que termine con algún motivo, ciertas notas, apenas un perfume agitándose en el aire de la noche.
9. Vera Brandes tenía diecisiete años cuando contrató a Keith Jarrett para que tocara en Colonia el invierno de 1975. Ni siquiera había sacado el permiso, por lo que pedía a su hermano que condujera a los artistas bookeados por las calles lacónicas de la postguerra. En la ciudad solo habían quedado en pie la Catedral y algunas iglesias menores luego de que la fuerza aérea británica despachara treinta y cuatro mil toneladas de explosivos una madrugada de 1942. Vera creció en ese paisaje sobrio que los alemanes levantaron metódicamente en medio de la ceniza. La Oper Köln era el mejor ejemplo: un edificio gris, geométrico, como un cajón acartonado. El interior estaba revestido en pino y presumía veintidós palcos de acabado supersónico. Durante mucho tiempo fue la mejor sala del Rin; no debería asombrarnos que Vera impostara la voz cada vez que llamaba a los burócratas para conseguir un hueco en su temporada, apenas era una adolescente con algunos contactos en Berlín y Jarrett, en apariencia, otro pianista afroamericano que Columbia había despachado por falta de cartel. Así y todo Vera insistió, movió cielo y tierra durante meses hasta conseguir el slot de las 23:30, tras la función lírica, del viernes 24 de enero.
10. Cuando ves el movimiento constante de las nubes te das cuenta de que el progreso no existe; que a veces es mejor bajarse en el paraje menos indicado para reinventar desde esa supuesta periferia una mirada.
11. Para entonces Jarrett había desarrollado la idea de realizar conciertos enteramente improvisados. Era una propuesta infrecuente para alguien que tocaba solo, pero tenía una formación excepcional y manejaba un repertorio inagotable, desde Bach y Beethoven hasta colaboraciones frecuentes con Miles Davis. Su mánager propuso grabar esas obras espontáneas pero en Impulse los rechazaron. Fue una minúscula disquera alemana la que terminó editando los conciertos de Bremen y Lausanne de 1973. Un año y medio después, Vera los convocaba a Colonia. La organizadora trabajó a contrarreloj, sin patrocinadores, repartiendo afiches e invitaciones y comprando un billete para que Jarrett volara cómodamente desde Suiza el día del concierto. Cegado por la necesidad, el pianista canjeó el pasaje por efectivo en cuanto tuvo oportunidad. Aprovechó en cambio un aventón del productor de ECM, condujeron su Renault 4 a través de la nieve y la niebla y llegaron siete horas más tarde, ya entrada la noche y exhaustos.
12. Escucho ese disco como un pianista que se ha retirado. Por eso no deja de llamarme la atención la cantidad de problemas y de contradicciones que habitan en la trama. Demasiados problemas como para que alguien piense en convertir este disco en un disco mítico…
13. Cuando quisieron probar sonido ni siquiera estaban los técnicos: el escenario descansaba bajo la luminiscencia cetrina de las salidas de emergencia. Vera estaba expectante y aguardaba junto a un instrumento minúsculo, jaspeado por el descuido y la falta de uso. Un piano de ensayo, discreto, un piano de media cola. Jarrett había solicitado un Bösendorfer Imperial, una máquina austríaca de tres metros y 97 teclas de rango. Vera explicó que el personal de Oper Köln había confundido el modelo. Midió entonces las miradas incrédulas de los invitados y se deshizo en disculpas. Jarrett no dijo nada; apenas dio unas vueltas alrededor de la caja, se acercó al teclado, sopesó las teclas y comprobó que algunas notas estaban muertas. La mano izquierda sonaba hueca, las octavas agudas graznaban un brillo oxidado. Quiso desplegar unos acordes pero los pedales empezaron a trabarse, quedando a medio camino. Al cabo de unos minutos, el músico se levantó y caminó en círculos un poco más. La expresión cabizbaja, la mano bajo el mentón en ademán reflexivo. Después se acercó al productor, musitó algo en sus oídos y se retiró del teatro. La traducción no tuvo reparos: Jarrett, con ese piano, no iba a tocar.
14. Durante un largo tiempo confundí el sentido de la palabra improvisar. Pensaba que improvisar era algo menor y algo, además, cercano a mentir. Improvisar es, a veces, el mejor camino para decir lo genuino.
15. Dice Vera que le suplicó camino al hotel, en el auto de su hermano, tenía 1400 entradas vendidas y un afinador veterano bruñendo las viejas cuerdas del media cola, operando las llaves como un cirujano de guerra adentro de un tanque averiado. Jarrett escuchó su inglés veteándose en las vocales germanas, la mirada trémula de una adolescente que de pronto se ahogaba en sus propias ensoñaciones. Por piedad o por cansancio, terminó aceptando. Apenas le quedaba un rato para pasar por su habitación, cambiarse y cenar algo. Pararon en un restaurant regular, a pocas cuadras del hotel, pero los mozos confundieron su pedido y no llegaron a servirle nada. Jarrett salió a la Ópera con el estómago vacío y el tiempo justo, atravesando el Rin bajo la lluvia helada e internándose al fin en la penumbra y soledad de los camarines.
No sabemos qué pasó en esa instancia, si padeció el abatimiento, el dolor de espalda, si llegó a pensar, al menos por unos minutos, en lo qué haría apenas se acomodara frente al teclado. Sí sabemos que el auditorio estaba repleto, que el ingeniero de ECM esperaba en el otro extremo, monitoreando una mesa de seis canales y una grabadora Telefunken portátil. Bajo la tapa colgaban dos Neumann u67, uno para cada mano. En las butacas, junto al público, otro set de micrófonos esperaba el reflejo disperso de las notas. Nadie anticipaba que ese equipo modesto habría de captar el disco más vendido por un pianista. Jarrett ni siquiera pensaba en la grabación. A las 23:30 salió al escenario y adivinó la platea inmersa en la negrura; lo único que resplandecía eran los dientes blancos del Bösendorfer, el marfil saturándose bajo los fresnel de la parrilla. El aplauso menguó enseguida y su respiración empezó a ganar profundidad. Cuando tomó asiento, pasaron unos segundos en los que pudo sentir el pulso reverberando en la punta de sus dedos, en sus piernas, en los confines etéreos de la sala. En ese ínterin suspendió los brazos y rozó el laqueado de las teclas. Luego inhaló, exhaló, volvió a inhalar muy despacio…
16.