Política


Museo del Humor, historia de un vaciamiento

Forjado a las patadas, el desarrollo del concepto de “museo” se encuentra ligado íntimamente al del Estado Nación, ese pollito inquietante que asomó de las cáscaras de la Ilustración europea a finales del XVIII. Hijo natural del historicismo, esa nueva fuerza que proyectos nacionales muy anteriores habían aprendido a controlar, necesitaba que las colecciones privadas de nobles y monarcas se pusieran al alcance de las masas y la nueva burguesía; y por eso los viejos palacios reales fueron “estatizados” para compartir este cúmulo de tesoros, primero con los ciudadanos y luego con los compatriotas. Nada era gratuito; el museo fue el órgano gestor de unos y otros, en tanto tales. El espejo sostenido de cara al pasado buscó entonces reflejar el presente de aquellos que, cogoteando por entre los pasillos abandonados a las corridas por la realeza, se veían justificados por el Peso Inevitable de la Historia. El pasado evocado por este Museo (en cualquiera de sus variantes: histórica, arqueológica, artística) debía ser compatible con las diversas encarnaciones que el proyecto de Estado Nación fuese cobrando en el tiempo. Se sabe que no vivía del aire y a lo largo de su historia –breve como la vida de una mariposa- debió conjugarse con diversas emanaciones locales: es por eso que el Louvre o el British Museum, con sus amplias colecciones de expolios griegos o egipcios, son la expresión de un imperio en expansión, mientras que el Prado español –rico en la ausencia de piezas americanas- lo es de uno en retirada, que, vuelto de espaldas contra la pared de su caverna, eligió contemplarse a sí mismo a través de los ojos de Velázquez o Goya.

El material ofrecido a los ojos del público implicaba una totalidad a descubrir: lo que fueran fragmentos aislados, aquejados de una belleza tan gratuita como el oro de los enanos de los cuentos, recobraba el sentido perdido mediante un correcto ordenamiento. En ese sentido, el Museo significó una vuelta atrás de la mirada, donde se redescubriría, ya por encima del laberinto de la ahistoricidad, el trayecto recorrido hasta el presente. El Museo rescataba, no sólo del pasado, sino también del caos y la nada, y lo hacía con la intención de volver palpable y evidente lo que siempre había estado ahí. Pero esta totalidad debía ser reconstruida en base a la suma de los indicios. Como en la novela policial, a la que probablemente haya engendrado, quedaba a cargo del público lector la tarea de interpretar correctamente las pistas. Porque los materiales ofrecidos al visitante siempre fueron ambiguos, no importa cuántos carteles explicativos se incluyeran. 

A modo de ejemplo, las infinitas maneras de contemplar un cuadro de Cándido López: expresión de la historia pública y privada, registro de una masacre genocida, muestra de la fuerza de voluntad de un tipo que aprendió a pintar con la mano izquierda después de haber perdido la derecha en una batalla. Otros verán el contraste inquietante entre los paisajes luminosos y distantes y la carnicería que tiene lugar debajo en panorámica de VistaVisión y paneo de cine-antes-del-cine; el cielo de celeste trémulo, la sangre, el humo, las banderas. A todo esto habrá que sumarle lo que significaba contemplar un Cándido López cien años atrás: porque es esta misma fuerza –la ambigüedad de las imágenes- la única capaz de devolver la pelota de la historicidad y cristalizar en el tiempo a un público que creía asomarse al pasado sin saber que ya lo era, que había sido convertido en él a fuerza de mirarlo.

Un observador final podría detenerse en la falta de un punto central que organice la composición, elemento clave en la concepción plástica del occidente post renacentista. Es cierto que esto podría achacarse tanto a la condición de autodidacta del autor como a su intención descriptiva, pero es notable como todo el espacio narrado conserva una misma jerarquía. No hay énfasis en figura alguna y los espacios llamados marginales tienen el mismo peso o valor que aquellos ocupados por un general, la toma de una batería enemiga o una carga fallida. Como decía el humorista Oski, “ese tipo que corre allá atrás, con una espada en la mano, ¿quién es?, ¿para qué corre?”. Y es en este espacio marginal donde vamos a detenernos un poco, porque el tipo que corre en el fondo es el que puede tener la clave del enigma.

Los dibujos del “humorista” Oski estuvieron colgados hasta septiembre de 2018 en un espacio llamado Museo del Humor de Buenos Aires. Compartían el lugar con los originales de otros gigantes de las artes gráficas argentinas en un recorrido que iba desde el siglo XIX al presente; el dato es central en un país rápido de reflejos a la hora de levantar barreras artificiales entre el “arte” y la “gráfica popular”. En setiembre de 2018, las autoridades del área de Museos de la Ciudad de Buenos Aires detectaron esta anomalía y arrasaron con todo, declarando prescindible la colección permanente y el propósito del museo, sobre el que afirmaron, en el transcurso de una reunión, no quererlo lleno de “cosas viejas”. Los detalles de este proceso se pueden encontrar en la red. Como resumen, citando un comunicado que circuló tras el vaciamiento:

A fines de septiembre en el sitio oficial del Museo del Humor se procedió a cambiar el copete que define el objetivo del Museo.

Donde antes se mencionaba:

“Reúne las obras de los grandes maestros del dibujo, la ilustración y la caricatura”,

Ahora se indica:

“Espacio destinado a exhibiciones temporarias generadas por curadores invitados”.

Un museo carente de pasado y de historia es una cáscara vacía (o, en todo caso, un “espacio”) mientras que la gráfica popular, en su condición de andurrial de la cultura, resulta un campo de experimentación ideal para nuevas políticas. Es, en definitiva, el tipo que corre allá por el fondo, sin que nadie lo vea. No es necesario aquí recordar saqueos varios o el disgusto por el pasado elevado a la categoría de slogan en una campaña política, simplemente podríamos mencionar que el remate del concepto de Estado Nación trae aparejado otros remates (la operación inmobiliaria que implicaría la venta del edificio no deja de ser una hipótesis atendible en este asunto).

En el copete que las autoridades ofrecen en internet para describir el nuevo “museo” se puede advertir el cambio de sujeto. Donde antes figuraba “obra”, hoy se habla de “curadores”, como una nueva especie en exhibición. Estos personajes, se sabe, son sentido puro: el curador, ante todo, exhibe su interpretación de la realidad. En algunos casos ofrece algunos fragmentos de obra para refrendarla, pero siempre se tratará de algo secundario. En el Museo del Humor, una institución vaciada de todo patrimonio (acaso por la oscura relación que esta palabra guarda con “patriarcado” o incluso con el más perturbador concepto de “patria”), estos fragmentos ya no son necesarios; de hecho ni siquiera se encuentran disponibles. Es que el Nuevo Museo del Humor está marcando el futuro, es la que se viene. A la ambigüedad de la imagen o aquella del objeto recobrado, al misterio que emanaba del aura de la que tanto le gustaba hablar al Sr. Benjamin, se la “cura” con talleres de memes, intervenciones sobre gráfica urbana y teóricos becados en rotación permanente. 

Es que, después de todo y a esta altura del partido, el Museo resultaba ser una institución subversiva. No sea que a fuerza de mirar el pasado la gente termine por presentir el futuro.////PACO