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Muerte y transfiguración de Moori Koenig

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Yegua y Potranca eran formas corrientes de aludir a Evita entre los oficiales opositores a Perón desde, por lo menos, comienzos de 1951. Feiné y Butterfly fueron apodos puestos de moda por las columnas de Ezequiel Martínez Estrada en el semanario Propósitos. Bicha y Cucaracha eran, según Botana, nombres de la vagina en el lunfardo carcelario. Estercita y Milonguita derivan del tango “Milonguita”, compuesto en 1919 –año del nacimiento de Evita– por Samuel Linnig y Enrique Delfino.

Santa Evita, Tomás Eloy Martínez

Disruptiva dentro de la disrupción, prematuramente trágica, Evita fue una figura de combate en la primera línea de ese peronismo que dramatizaba convincentemente la necesidad de modificar las relaciones entre el capital y el trabajo, entre el estado y la sociedad. Por su origen, por ser mujer y, sobre todo, por su rol en la demolición de un orden de exclusiones y vergüenzas, Evita también fue singularmente corrosiva para las clases dominantes, fanáticas de la república agraria y liberal. Por esto la contrarrevolución fusiladora atacó con especial saña a su Fundación de ayuda social: allí justamente latía el corazón del potlatch peronista, el derroche de las «arcas públicas», la «demagogia populista». El robo del cuerpo de Evita y las vejaciones perpetradas contra el mismo son horrores gestados en la misma ciénaga de la que brotaron el bombardeo a la Plaza de Mayo, los fusilamientos de José León Suárez, las censuras y la represión contra el movimiento obrero.

En Santa Evita, la miniserie de Rodrigo García y Alejandro Maci, adaptación de la novela homónima de Tomás Eloy Martínez publicada en 1995, en una de las pocas escenas en que Evita aparece en modo primera trabajadora social, la vemos detrás de un escritorio de su Fundación repartiendo desde prótesis a casas. En el momento del turno de uno de los personajes, que algo tendrá que ver con el ocultamiento futuro del cuerpo y que está ahí para pedirle a Evita una casa, la escena se interrumpe porque avisan que hubo un terrible accidente ferroviario, el del 11 de octubre de 1949, en el que chocaron dos trenes en Palermo. La ayuda social cosida a la desgracia. Es una cuestión de la trama, se nos dirá. Pero hay otra cosa. Este episodio, que ya se relataba en la novela, en 2022 nos sugiere un contrapunto con el accidente de Once de febrero de 2012, ambos producto de la negligencia de los maquinistas. Sucede que por personajes y situaciones la ficción histórica traza puentes entre pasado y presente, y su carácter artificial convive con un carácter «objetivo», «historiográfico», sublimación de intereses parciales acotados al tiempo y espacio en los que se concibe cualquier ficción. Ideología, para ser más claros. Otra observación es que el apodo yegua puede interpretarse menos como una herencia política que como un automatismo del enardecimiento, aunque sus emisores de hoy guarden precisas correspondencias con los emisores de ayer.

Los tópicos biográficos de Evita y la personificación de Perón como avezado cultor de la realpolitik son pura escarcha contrastados con datos históricos de valía tales como las dinámicas y las consecuencias resultantes de las praxis políticas del peronismo, aún hoy inaugurales en cuanto a transformar un país y constituir un pueblo. ¿Pero cómo hacer un plano con la mayor participación en nuestra historia de los trabajadores en el PIB? ¿Cómo escenificar las diferencias cruciales entre desarrollo y desarrollismo, entre progreso y progresismo? Los pormenores les ganan a las síntesis. Los rodetes de Evita por sobre el estatuto del peón de campo, la desgracia de un accidente ferroviario por sobre la nacionalización de los ferrocarriles. Si bien Santa Evita cae ocasionalmente en giros reduccionistas que ya vimos y leímos, hay que decir que se aleja del sociologismo berreta de universidad privada porque su personaje principal es Carlos Eugenio Moori Koenig, el coronel fantasmal, jefe del SIE, designado por Aramburu para secuestrar y esconder el cuerpo en la clandestinidad. En Santa Evita, antes lo elige Perón para cuidar/espiar a Evita, un hecho puramente ficcional que la miniserie toma de la novela, y que repone a Perón, de vuelta, en el rol de manipulador en las sombras. De cualquier manera, el thriller le gana al dramón de estampas corroídas por un uso abusivo, y Santa Evita consigue otra densidad dramática, otros juegos de oposiciones más allá de las opacidades naturalistas.

Ya infiltrado en el círculo íntimo de su objetivo, Moori Koenig (gran actuación de Ernesto Alterio) la asesora en la táctica de conseguir los legisladores necesarios para sancionar el voto femenino. Lo que lleva a preguntarnos si este personaje perteneciente al mundo militar/violento/macho puesto en tal función para aquel hito de empoderamiento sería una relativización del feminismo de Evita o del feminismo en general. Moori Koenig mira a Evita, viva o muerta, como un cazador a su presa, con una mímica de temor y excitación ante la otredad desafiante. Incluso acusará al doctor Pedro Ara, el embalsamador, de manosear el cuerpo. Celos de un perverso, seguramente. Lo que no quita que el papel de Ara en la historia real esté exento de puntos ciegos. ¿Por qué un proceso que duraba pocos meses se extendió durante casi tres años? ¿Por qué tanta insistencia en retocar una y otra vez el cuerpo, al que calificaba como su obra maestra? El cuerpo de Evita es un personaje/fetiche aparte. Objeto inerte de la ciencia y de la perversión, cuerpo como trofeo de guerra, cuerpo fantástico de bella durmiente que riega de «maldiciones» a sus secuestradores, y cuerpo sublime para el pueblo. En Esa mujer, cuento de Rodolfo Walsh de 1967, basado en una entrevista a Moori Koenig de 1961, este dice que durante un tiempo el ataúd estuvo en su oficina sobre un armario y que a los visitantes que le preguntaban qué había bajo la lona que lo cubría, les respondía «que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad». Doble metonimia: el deseo de tenerla en el bando propio y el temor a su potencia aún muerta.

Los devaneos y paseos nocturnos de Moori Koenig en un camión militar transportando el ataúd componen una metáfora bastante precisa de lo que el antiperonismo desearía hacer con el peronismo y sus radiaciones tras el golpe de 1955 y nunca termina de asumirlo del todo: enterrarlo para siempre en la profundidad más recóndita de la tierra. Moori Koenig termina separado del cuerpo y del SIE en 1957 por Aramburu, después de recibir informaciones de agentes que ya no toleraban los delirios y las «prácticas anticristianas» de su jefe con el cuerpo. En Santa Evita, novela y miniserie, se lo «castiga» engañándolo de una forma que no vamos a espoilear. En la vida real a Moori Koenig lo ponen bajo arresto en Comodoro Rivadavia. La escena en que medio borracho le confiesa el secuestro del cuerpo al periodista Mariano Vázquez, el otro protagonista, alter ego de Martínez, y, por supuesto, de Walsh, es una cita casi explicita de Esa mujer, el intertexto privilegiado en la novela de Martínez. A diferencia de la novela, donde Walsh, ya como personaje, pone al narrador en la pista del cuerpo (homenaje de Martínez a la sagacidad de Walsh como periodista de investigación y autor de cuentos policiales), en la miniserie, el director de una revista de actualidad recibe en 1971 una información sobre el cuerpo desaparecido filtrada por un servicio de inteligencia, y encarga a Vázquez que investigue el asunto. Convertido en detective del caso Evita, a Vázquez no lo amedrentan las golpizas que le aplican los antiguos asistentes de Moori Koenig. Sus peripecias en el camino hacia el secuestrador nos producen una particular nostalgia por esos periodistas que preguntaban cómo, cuándo, dónde y por qué algo sucedió y quiénes eran los responsables. Walsh y Martínez, cada uno con su estilo, pertenecieron a ese linaje, a años luz de las operetas y las fake news, de la insignificancia intelectual y los sobres bajo la mesa.

El otro personaje a destacar en Santa Evita es ese pueblo que se materializa en las velas encendidas que asedian en sus periplos al secuestrador secuestrado por su locura. Ese velatorio ambulante armado en cada parada del cuerpo tramitaba un duelo y avisaba sobre su severa, amorosa custodia. Perón solía decir que Evita había sido un invento suyo. En parte, verdad. Sin embargo, habría que totalizar: Evita, tanto en vida como muerta, fue la artesana máxima en la invención de la lealtad a Perón y al peronismo.

Moori Koenig murió olvidado, aparentemente de cirrosis hepática, en 1970. No queda de él más que su memoria negra y una foto sepia en internet. Por las circunstancias del momento, Lanusse negoció con Perón la entrega del cuerpo de Evita que se concretó en 1971 en Madrid. Perón lo fotografió para dejar testimonio de los cortes y golpes que le habían infligido. Cinco años más tarde el aparato del terrorismo de estado contó con cientos de Moori Koenig, que después de secuestrar, torturar, violar y matar, desaparecieron 30.000 cuerpos echándolos al mar y al río, incinerándolos, dinamitándolos, enterrándolos en fosas comunes como N.N. o con nombres falsos. Entre esos cuerpos el de Walsh, el único periodista que alguna vez estuvo cara a cara con Moori Koenig////PACO

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