Diane Arbus, la fotógrafa norteamericana cuyos retratos hacían ver a los normales como anormales y a los anormales como normales, dijo una vez que los freaks de este mundo planteaban para la mayoría de las personas una especie de acertijo como el de las historias mitológicas: la esfinge con cabeza de mujer y cuerpo de bestia salvaje que cierra el paso al caminante y le hace una pregunta de respuesta imposible. «La gente común va por la vida temiendo enfrentarse a una situación traumática. Los freaks nacen con ese trauma. Ya superaron esa prueba en sus vidas. Son aristócratas.»
Hace unos cuatro años Ricardo Fort se convirtió de la noche a la mañana en una celebridad de las shows televisivos de la tarde: un cuerpo como de cómic de Marvel cubierto por las texturas brillosas de un vestuario que gritaba Miami, joyas y relojes fabricados para encandilar en la oscuridad, tatuajes que le recorrían los brazos y el torso, un rostro moldeado en los quirófanos, a golpe de dólar y de espejo hasta adoptar la forma que el deseo de su dueño quería darle. Nadie sabía quién o qué era Ricardo Fort pero la pantalla lo adoptó como adopta a los que se muestran lo suficientemente desesperados como para entregarse en cuerpo y alma a ella. Fort quería ser famoso. Fort tenía dinero, mucho dinero, para pagarse ese viaje al corazón del imaginario fugaz público televisivo. Fort se volvió transparente en esa búsqueda de la fama: con su dinero subía una corte de efebos y gatos a un avión privado y se trasladaba a las calles de Miami o de Roma o de París a montar un show de puertas abiertas televisado por tiendas, restaurantes o locales nocturnos. Con su dinero alquilaba una mansión en Mar del Plata y producía obras de teatro; compraba Bentleys y Rolls Royces, exhibía sus Patek Philippe y sus Rolex, les regalaba a sus amantes ocasionales objetos de lujo con la inconciencia y el derroche que caracterizan a los aterrorizados por la soledad.
En un nivel silvestre, doméstico, exagerado, antiliterario, Fort fue como Jay Gatsby: un grasa con plata desesperado por ser amado. Sus fiestas, sus autos, sus modificaciones corporales, sus amantes de alquiler masculinos o femeninos, sus programas de tele, sus obras de teatro, todo estaba recubierto por esa pulsión inútil. Torrentes de dinero volcados al solo objeto de ser conocido, famoso, querido. Dinero heredado, dinero quemado, pero dinero propio. No es un detalle menor en la época de la abundancia del dinero estatal que lubrica los motores de la siempre débil industria cultural argentina. A diferencia de Gatsby, cuya fortuna tenía orígenes oscuros, la de Fort era conocida por provenir de un fábrica de golosinas tradicional de Buenos Aires. También a diferencia de Gatsby, que se escondía en su mansión para sólo aparecer brevemente ante unos pocos elegidos, Fort se inmolaba ante la cámara. Era un hombre sin secretos, adscribía al credo de la transparencia para el cual lo que no se ve no existe, lo que no se exhibe no tiene valor alguno. Pero en el punto fundamental era un personaje que vibraba en la misma cuerda de angustia que el millonario de Fitzgerald: todo ese despliegue material estaba destinado a fracasar pero ¿cómo detenerse? ¿cómo parar cuando ya se fue demasiado lejos, cuando esa es la única manera que se conoce para lograr un poco de atención, de respeto?
El progresismo cultural, con su proverbial liviandad, detestaba a Fort por representar una excrecencia del menemismo. Fort como una especie de asteroide perdido que se estrella contra la tierra luego del estallido del planeta noventista. Lo repudiaban tomando prestadas las palabras de otro millonario argentino que alguna vez escribió que el lujo era una vulgaridad. El diario Página 12 mencionaba ayer en su web, a modo de obituario antipático, los confictos laborales de la empresa Felfort y su sponsoreo a la candidatura presidencial de Alberto Rodríguez Saa. Habría que anotar en la cuenta también su idea de fabricar en Argentina la línea de barritas de cereales que mejoraron los números de la empresa familiar. El progresismo y sus problemas nunca resueltos con los significados sociales del dinero opacaron la lectura de Fort como un signo muy a tono con los tiempos del último kirchnerismo, desde el blanqueo de la homosexualidad al debate por el alquiler de vientres o al consumismo punk, afiebrado, del ciclo económico de dólar barato e inflación alta.
Por último, el lado oscuro, el relato sufriente que el personaje se encargó de contar a cualquiera que le diera unos minutos de aire, de atención. Una infancia desdichada, una sexualidad vivida clandestinamente durante la juventud, un autoexilio americano con la consiguiente liberación personal, el frenesí por darse un nuevo cuerpo, por intervenir hasta el dolor crónico, insoportable, hasta la deformación, una imagen que nunca terminaba por cumplir las expectativas desmesuradas (¿pero qué expectativa sobre uno mismo no es desmesurada?) que lo llevaban periódicamente a los quirófanos, a los gimnasios, a los anabólicos, a las drogas fuertes para calmar el dolor. Hasta convertirse en un freak millonario en un mundo que lo aceptaba por su dinero, que lo miraba como una curiosidad entre aberrante y divertida, un especímen del que no se sabía realmente nada aunque todo estuviera a la vista, aunque no hubiese realmente nada por detrás de ese peregrinaje fallido, como todos, hacia el amor. El enigma de los freaks del que hablaba Diane Arbus tal vez resida en que, en realidad, no hay tal enigma////////PACO