Hubo una época en la que había violencia en el fútbol europeo y fue Margaret Thatcher la que se encargó de erradicarla.

La reforma fue eficaz. Consistió, fundamentalmente, en la Football Spectators Act, de 1989 que restringió el acceso a los estadios de los sectores populares a través de tres elementos: los controles de admisión, el aumento del precio de la entrada y una transformación sin precedentes –por lo radical y por lo instantánea– de todos los estadios que impulsó, por ejemplo, la eliminación de las populares y, en la última instancia, su metamorfosis en los recintos de civilización y modernidad que hoy conocemos y que expulsaron a los fanáticos tradicionales.

El contexto fue muy favorable porque entre 1985 y 1989 el fútbol inglés ofreció espectáculos bellísimos de violencia y horror, como el incendio del Bradford City Stadium o la tragedia de Hillsborough, dos hechos traumáticos para la sociedad inglesas que funcionaron como factores de disciplinamiento para la introducción de medidas altamente impopulares.

Según Rogan Taylor, director del Football Industry Group de la Universidad de Liverpool, estas medidas, acompañando la gran revolución conservadora de Thatcher, contribuyeron como nunca antes a la ruptura de una larga cadena de equivalencias históricamente forjadas entre el mundo del fútbol y el universo social y cultural de la clase obrera.

“Mrs Thatcher saw football as a kind of working class industrial wasteland. One of those rust bucket industries that she wanted to kick into touch like the miners and the trade unions and the shipbuilders”.

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Estas transformaciones sentaron las bases para la incorporación del fútbol como eslabón virtuoso en el ciclo de valorización global del capital, algo que ya desde hacía algunos años rondaba las mentes de los grandes monjes negros de la secta diabólica del management mundial. ¿Por qué? Porque los clubes de fútbol poseían un patrimonio codiciado que durante largos años fue amargamente despilfarrado en una subcultura marginal y tilinga de cantitos, guerras y orgullo masculino: posicionamiento.

El posicionamiento es una propiedad escasa, muy codiciada y central en el capitalismo tardío. A la vez, es una de las cosas más complejas y difíciles de producir. En la definición de diccionario expresa el lugar que ocupa una marca en la mente del consumidor o, mejor dicho, su capacidad de suturar el proceso volátil y cambiante de producción de identidades, la intensidad con la que es capaz de intervenir eficazmente sobre la formación de subjetividades en sociedades cambiantes que producen consumidores poco propensos a generar vínculos de fidelidad.

Los clubes de fútbol son marcas extremadamente bien posicionadas, y, en este sentido, son marcas por excelencia. Son rápidamente identificables incluso en su grado zero de expresión: los colores. A la vez, configuran un espectro amplio pero preciso de sentimientos que generan adscripciones dramáticas, duraderas y definitivas. Finalmente, son paraguas amplios capaces de valorizar virtualmente cualquier producto susceptible de ser vendido, desde un desodorante hasta una tarjeta de crédito.

Desde luego, este proceso de reelaboración del fútbol como industria de servicios no fue gratuito y tuvo sus consecuencias. Una de ellas expresó la necesidad de desvincularlo del universo lumpenizado, romántico, precapitalista, al que pertenecía originalmente, y construirlo como un objeto de consumo y turismo al que se accede a través de una red de comercialización racional y normalizada. A la vez, había que convertirlo en un espectáculo confortable.

“Rous was replaced in 1974 by the brazilian Joao Havelange. He was elected on a manifesto of dynamism and political grounds transforming the rather staid organisation into a dynamic Enterprise brimming with new ideas. FIFA became a much more comercial institution at this time.”

Algunos hitos que jalonaron esta transformación global fueron también la creación de la Major League Soccer, en 1993 y la organización del Mundial de 1994 en Estados Unidos. Ambas instancias fueron escenario de pruebas piloto para nuevas modalidades del deporte que tendían a consolidarlo como espectáculo ante un público, el norteamericano, más sensible que cualquier otro a reconocer y valorar el dinamismo, la megalomanía y la comodidad. En la MLS, de hecho, se hicieron tests que eliminaban los penales por una cosa llamada “definición por shoot-out” y en los inicios se había cambiado el reloj de 90 minutos corridos más tiempo adicionado por otro de 90 minutos que contaba para atrás y paraba en situaciones de detención del juego. Hasta el día de hoy el Mundial del 94 fue el que más asistencia promedio por partido tuvo y el que mejor funcionó como espectáculo.

Otro momento importante fue la modificación en el sistema de puntajes en la temporada 1995/1996 por el cual una victoria equivalía a tres puntos y no a dos, como era hasta el momento. La FIFA explicó esta última medida como un intento de promover que los equipos vayan a buscar el triunfo y no especulen al empate. La insistencia en la búsqueda de un juego más vistoso y espectacular fue el must de toda esta etapa de intensas reformas.

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El proceso avanzó con la modernización de la Champions en 1992, que antes se llamaba European Champion Clubs Cup, la incorporación de equipos mexicanos a la Copa Libertadores a partir de 1998 y el reemplazo de la Copa Intercontinental por el Mundial de Clubes, de sede variable, generalmente en países sin gran tradición futbolística hacia los que se quiere expandir el negocio.

Desde la aplicación del régimen de convertibilidad a principios de los ’90 conocemos el axioma de que las medidas más conservadoras siempre son más toleradas socialmente cuando provienen de gobiernos de izquierda. También sabemos que esas mismas medidas son más fáciles de aplicar en contextos de tragedias o traumas sociales.

En el fútbol argentino estas transformaciones tardaron un poco más en llegar, y cuando llegaron lo hicieron de manera despareja, bajo los clásicos claroscuros de la modernización desequilibrada. Sin embargo, está claro que 1998 constituye un año bisagra también para nosotros. Comienza la década ganada de Carlos Bianchi, y con ella la reconversión de Boquita en un equipo de escala global y gran prestigio, que impulsa y lidera, amparándose en su tradicional identidad populista y peronista, inmigrante, el proceso de expulsión de los sectores populares de los estadios que en los diez años anteriores había completado exitosamente el fútbol europeo.

El discurso higienista, en este contexto, adquirió un enorme vigor también vinculado al recrudecimiento de los hechos de violencia en las canchas argentinas, impulsando todo un paquete de medidas tendientes a “limpiar” el fútbol: la prohibición del público visitante en las divisiones del ascenso, las caras sanciones a los clubes frente a hechos de violencia protagonizadas por sus hinchadas, la restricción en el acceso de banderas y pirotecnia y el establecimiento de diversos mecanismos de control biométricos en el acceso a las canchas.

En paralelo con la introducción de este tipo de transformaciones, la revolución conservadora en el fútbol argentino tuvo como principal consecuencia la profesionalización sin precedentes de las barrabravas argentinas, que pasaron de ser soldados informales y relativamente incontrolables que se enfrentaban con barras opuestas por defensa romántica de los estandartes, a ser una instancia informal pero muy integrada en la estructura política, social y cultural de los clubes, con mecanismos más o menos estandarizados de administración del poder y sucesión que, por eso mismo, comenzaron a protagonizar hechos de violencia intestinos, hacia adentro de la propia orga, en lugar de hacia fuera.

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La profesionalización de las barrabravas en el fútbol argentino tuvo también el sentido de, siendo imposible su anulación por el papel fundamental que juegan en la organización territorial, transformarlas en entidades más fácilmente dirigibles y normalizables en el contexto de construcción de una industria futbolística capaz de vender una pasión correctamente confortable y segura.

Todo el paquete de restricciones cosméticas, sin embargo, se amparó en el discurso de la lucha contra las barrabravas que, sin embargo, jamás sintieron los efectos de las restricciones porque estaban específicamente diseñadas para no rozarlas. En cambio sí se afectó la afluencia a las canchas de los hinchas que, sin pertenecer al crimen organizado ni tener alto poder adquisitivo, quedaron marginados de los estadios.

Esta limpieza selectiva del fútbol argentino fue siempre el objetivo de instituciones como la AFA o el APREVIDE (exCOPROSEDE) o la nefasta ONG Salvemos al Fútbol. Hoy, el sistema de restricción a los hinchas que impulsó Boca Juniors y que demostró ser muy exitoso a la hora de transformar un club con fuerte presencia de sectores populares en un complejo de hiperrealidad exclusivo compuesto por plateístas, barras y turistas japoneses, va a ser aplicado a todo el fútbol argentino a través del sistema Afa Plus, un esquema de empadronamiento compulsivo obligatorio para acceder a espectáculos de fútbol que, oh fatalidad, define su pertenencia por la participación en el sistema bancario. Que sabemos que en la Argentina es de apenas el 40% de la población, el más bajo en toda la región.

Aquí es, por otra parte, donde se muestra la verdadera cara del programa Fútbol Para Todos. La ansiada democratización en la televisación de partidos, que banco a muerte, parecería revelarse como la condición necesaria para la transformación del público asistente a los estadios: garantizada la exhibición de los partidos por televisión a todo el país, la cancha se puede transformar en un espacio pulcro, ordenado y aséptico. La entidad abstracta “la familia” funciona, en el marco de este discurso semi-eugenésico, en el claim que justifica lo que en realidad ofrecerá el empadronamiento en Afa Plus: al igual que los discursos globalizados de los derechos humanos o el ecologismo, la tendencia global de “combatir la violencia en el fútbol” impulsa y justifica la colonización de espacios históricamente vedados al consumo en su aspecto menos democratizador; como estrategia de control y expulsión.

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El peligro es doble: si Afa Plus constituye una discriminación selectiva de la gente que ingresa a los estadios por la via de la segmentación socioeconómica a la vez que no condiciona la existencia de las barrabravas, será una experiencia negativa. A la vez, si Afa Plus logra garantizar la desaparición de las barrabravas en la Argentina, probablemente el hincha común vaya a comerse muchos garrones cuando le toque viajar de visitante al interior del país o al resto de latinoamerica por competencias internacionales, escenarios donde, en general, la policía te entrega y solo es posible asistir con la protección de la hinchada.

Finalmente, vale la pena repensar el ideal de un estadio donde la totalidad de los espectadores estén sentados y sin barrabravas. No porque sea indeseable que los clubes se transformen en franquicias exitosas capaces de vender productos, sino porque el consumo de esas marcas no debería ofrecer lógicas de diferenciación y exclusión sino promover el acceso de todos a uno de los espectáculos democratizadores por excelencia. En definitiva, ese es el consumo bien entendido.///PACO