Internet


Morir en internet

Dedicado a @nmavrakis y @mobymartin.

1. “Your social afterlife”. Algo así como “tu vida social después de muerto”. Ese es el slogan de LivesOn, una aplicación lanzada en marzo de 2013 que permite mantener una cuenta de Twitter activa después de que su usuario muera. Funciona así: el usuario otorga acceso de su cuenta al servicio, que analiza los datos y “aprende sobre tus gustos y sintaxis”. Luego remixa esa información y genera nuevos Tweets. Al activar LivesOn, la cuenta sigue enviando mensajes aún cuando su usuario ya no exista.

2. Brandon Carl Veddas era un psiconauta de 22 años de Phoenix, Arizona, más conocido como “ripper” en el foro de consumidores de estupefacientes Shroomery.org. El 12 de enero de 2003 se logueó al canal de chat de Shroomery y anunció: “tengo un montón de drogas”. Vedas prendió su webcam y le mostró a sus espectadores todo lo que consumiría esa noche: cannabis, hongos psilocybe, 8mg de clonazepam, 80 mg de metadona, 110 mg de propanolol, 120 mg de temazepam y dos ibuprofenos. “Les dije que era un tipo duro”, fue lo último que tipeó antes de desvanecerse. Los usuarios del chat dudaron en llamar al 911, por miedo a que la policía lo investigue. La madre de Vedas encontró su cuerpo la tarde siguiente. En Wikipedia pueden encontrar los registros de la sala de chat de ese día.

3. Existe una redituable industria dedicada a manejar la “vida digital” de una persona después de fallecida. Sitios pagos y gratuitos que permiten designar “herederos” de contraseñas, enviar mensajes póstumos, preservar información vital o desactivar cuentas de redes sociales. Facebook, por ejemplo, permite convertir el usuario de un muerto en una “cuenta in memoriam”, una mezcla de lápida con velorio permanente en el que los amigos del difunto pueden dejar mensajes.

4. Hay casos parecidos al de Brandon Vedas. Abraham K. Biggs se suicidó el 19 de noviembre de 2008 tomando opiáceos mientras transmitía por webcam a una sala de chat. Kevin Neil Whitrick hizo lo mismo el 21 de marzo de 2007, pero colgándose de una soga. La Taiwanesa Claire Lin anunció su suicidio a nueve amigos de Facebook el 18 de marzo de 2012, el día de su cumpleaños número 31. Su método, hay que decirlo, era bastante original: encendió una parrilla en su cuarto y cerró todas las vías de ventilación. Sus últimas palabras a sus contactos fueron: “No me escriban más. Es demasiado tarde. Mi cuarto está lleno de humo. Acabo de publicar otra foto. Incluso mientras muero, todavía quiero a Facebook. Debe ser veneno de Facebook. Jaja.”

5. El algoritmo es humano. El código tiene errores. A veces un muerto termina dando “me gusta” a una página de Facebook. Después de muerto. No es nada grave: una empresa compra anuncios o un paquete de “likes” y en el proceso caen algunas de las cuentas in memoriam. Como los delfines que quedan en las redes de atún. También compran “likes” de los vivos sin que estos lo sepan. ¿Morbo? No, sólo negocios.

6. “No alimenten al troll” es una regla de supervivencia básica de Internet. A veces no la entienden algunas adolescentes blancas de clase media-alta que se suicidan por los comentarios anónimos. El máximo exponente es Megan Taylor Meier, de Dardenne Prairie, Missouri. Meier conoció un noviecito digital por Myspace: Josh Evans, de 16 años. Josh la sedujo y luego la abandonó con mensajes hirientes. Nunca se vieron en persona. Meier se suicidó tres días antes de su cumpleaños número 14, el 17 de octubre de 2006. Semanas después se descubrió que Josh no existía: había sido creado por Lori Drew, madre de una amiga de Megan, para burlarse de ella. La noticia causó un revuelo nacional. Drew fue condenada por cyberbullying, pero quedó libre en la apelación. Si internet es un jueguito, Megan Meier perdió contra el primer jefe. Game over.

7. ¿Existe el “morir” en internet? Si consideramos la muerte como el fin de la vida, y la vida como un segmento que incluye la reproducción, entonces podemos vivir eternamente online. Todavía no podemos convertir cada proceso neuronal y fisiológico en código. Todavía. Pero si el algoritmo puede reproducir nuestras expresiones ad infinitum, es porque estamos un poco más cerca. El resto sólo se limita a nuestra capacidad de comprar gigabytes de almacenamiento. Podemos guardar y preservar todo. Prácticamente todo lo subido a Internet en los últimos 20 años sigue ahí, accesible de una forma u otra. Eso es más que un testamento.

8. El suicidio no siempre incluye la muerte física: decenas de usuarios cierran cuentas de redes sociales todos los días. Suelen ser pedidos de atención algo más patéticos que los de Brandon Vedas o Claire Lin. Generalmente vuelven a los pocos días. El problema, de todas formas, es la muerte para quienes siguen vivos y activos en las redes. Por ejemplo, cuando muere alguien “famoso” o “conocido”. Twitter nos obliga a naturalizar el sarcasmo (que no es lo mismo que la ironía) y el humor negro como método de supervivencia. Pero cuando alguien muere, ese instinto es censurado porque “con eso no se jode”. Existen también los partidarios de que se puede bromear sobre cualquier cosa. Tienen un punto: los trolls no van a un velorio a molestar a los familiares del difunto. Los que expresan sus sentimientos online saben cómo funciona la cadena de agresión. A veces los que se burlan de la muerte de “famosos” después reclaman respeto para sus difuntos “conocidos”. Son cosas que pasan. No es falta de empatía ni humanismo. Más bien: ¿por qué llorar tanto la muerte física? Internet sigue ahí.

9. Si se puede no-morir en Internet, también debe haber una forma de vivir. Y no como una serie de tuits repetidos hacia el vacío. En Serial Experiments Lain (1998), una adolescente se suicida y empieza a mandar mensajes a sus compañeras de colegio desde Wired (Internet). “No había razón para que me quede en el mundo real. En el mundo real, no importaba si estaba en algún lado. Cuando me di cuenta de eso, ya no tuve miedo de perder mi cuerpo”, dice. En su discurso, el suicidio es una forma de abandonar las limitaciones terrenales del cuerpo humano para pasar de nivel hacia una existencia puramente digital. ¿Eso era lo que buscaba Brandon Vedas o Claire Lin? La pregunta correcta sería: ¿Cuánto falta?

10. En 1950, Alan Turing publicó Computing Machinery and Intelligence, donde postulaba la pregunta “¿Pueden las máquinas pensar?” La respuesta, por supuesto, depende de la definición de “pensar”. Turing luego creó el famoso test que lleva su nombre. Tiene muchas variantes, pero la esencia es la misma: una persona aislada hace preguntas a otra persona y a una máquina, para determinar cuál de los dos es el humano. Se supone que si el examinador confunde a la máquina con un humano, entonces la máquina es inteligente. El test de Turing recibió diversas críticas. Una de ellas es que la definición de “pensar” depende de un concepto humano de “inteligencia”. Nadie contempló hasta ahora la posibilidad, algo más inquietante, de que la máquina haya superado el nivel de inteligencia humano sin que los examinadores se dieran cuenta.