Islandia


Morfina, una historia de amor

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La muerte nos llega invariablemente a todos, pero cuando se encuentra supeditada a un tiempo determinado de espera quizás se vuelva más incomprensible e intolerable. 

Reykjavik, Islandia, abril. Del otro lado del planeta me informaban súbitamente que a mi vieja le quedan 6 meses de vida como mucho. El cáncer pulmonar ya había hecho metástasis en el mediastino y todo se había ido a la mierda. Con el teléfono pegado a la oreja y ya sin vos del otro lado, me quedo parado frente a la ventana de mi casa al menos quince minutos observando como los primeros brotes de abedules asomaban tímidamente desde el gélido estado de bienestar escandinavo. En menos de una semana entregué mi casa, renuncié a mi trabajo y me despedí de mi hijo. Luego compre un vuelo de bajo costo que me paseo por Polonia y España para luego depositarme en la Argentina. Una semana después, cerraron las fronteras. Y con la suspensiva muerte al acecho, aún tenía que estar benditamente agradecido. Un remis me esperaba en Ezeiza y el tramo final hasta la ciudad de La Plata transcurrió somnoliento y lleno de pena. Mi vieja era mi superheroe. Siempre lo había sido. De sangre tana caliente y un corazón tan inmenso como pocos, de tan inteligente, a veces, pasaba como tarada. 69 años no eran suficientes, pensaba, pero su vida había sido tan intensa y camaleónica que parecía haber vivido mil años. 

Quizás, mi primer recuerdo en donde la etiqueté de heroína se remonta a mi primer grado en la escuela N1 Francisco a Berra. Yo venía de repetir el primer grado en el Normal Numero 2, entre otras cosas, por hacer letra espejo y escribir sobre hojas de pentagramas musicales. En el normal 2 se escribía letra imprenta y en el N1, manuscrita, diásporas de una sociedad aun con olor a muerte y venganzas a carambolas abiertas. Ya en mi nueva escuela y con el karma rancio de saberme repetidor, mi maestra me hizo pasar al frente del pizarrón y me ordenó que hiciera la letra f. Cómo explicarlo… Lo intente una y otra vez y lo único que me salía era el símbolo del infinito. Al tercer intento fallido, una maestra robusta e intolerante no tuvo mejor idea que pellizcar mi brazo con mucha fuerza. La secuencia siguiente fue más bien rápida, salí corriendo y llorando hasta la dirección y una vez dentro, lo único que pedí era que llamen a mi mama. La llamada fue breve, me dijo que deje de llorar y que le explique que era lo que había pasado. Al terminar con mi relato, me colgó el teléfono y en un tiempo sumamente breve irrumpió majestuosa desde detrás del busto inerte de Francisco A. Berra que parecía observar desde su mármol impoluto. La directora y una secretaria intentaron hablar, pero ella se limitó a tomarme de la mano e iniciar juntos una breve caminata por el pasillo principal que nos depositó frente a la puerta de mi aula. Me dijo “quedate aca.” Y acto seguido, fue directamente hacia la maestra (que en ese momento parecía tener a otro mártir a su disposición frente a la pizarra) y literalmente la agarro de los pelos para estrellarle una y otra vez (al menos 4 veces) la cabeza contra el mismo pizarrón que aún ostentaba mi maltrecha letra f. 

Ahora, La Plata. El taxi me dejó en la esquina de 3 y 43 e inmediatamente toque el timbre al portero del edificio. “El tiempo y el espacio se desdoblan en márgenes desiguales solo perceptibles por los que una y otra vez cruzan sus meridianos.” Al verla bajar junto a mi tío, ya sin fuerzas pero altiva, nos fundimos en un abrazo interminable. Hablamos mucho sin hablar desde los ojos y reprimí una y mil veces el llanto atragantado en mi alma. Desde ese mismo día, si el tiempo es subjetivo, para mí pasó a convertirse en una especie de limbo hermoso y terrorífico. Nunca hubo esperanza porque nunca hubo ansias de seguir viviendo y eso era un contrato que ella ya había firmado. Yo no podía hacer más que acompañarla en este último trámite burocrático que a veces es la vida. El cáncer es un bicho retorcido que cuando se activa en determinadas zonas ya no queda nada por hacer. Solo esperar que el hijo de remil puta se expanda y se expanda hasta llevarte tu última gota de oxígeno. Nunca existió miedo a la muerte pero sí a la dependencia. Cuidando ancianos en Islandia ya había comprobado por motus propios que las personas más autosuficientes, cuando se enfermaban, eran las que más rápido se morían: especie de axioma expeditivo y altivo que siempre me había llamado poderosamente la atención. Aunque nunca se me cruzó por la cabeza que ese mismo hecho iba a suceder con mi querida y amada vieja. En cuatro meses y medio que es el tiempo en que la enfermedad la devoró. Yo me habré separado de ella no mas de 15 horas, eso incluye dos asados con amigos, órdenes médicas varias, y mis reiteradas y veloces escapadas para abastecernos de víveres.

Al mes de llegar ya me había dado la idea ( la orden) para un nuevo libro: “El misterioso hombre de la estación de micros” donde el protagonista no era más que yo mismo, anacrónico, yendo y viniendo de las compras y de las miradas ajenas, en ese territorio tan peculiar y maltrecho de la ciudad platense. Le conté de Piglia y el barrio platense en cuestión, me dijo que ya lo sabía. En verdad, toda la ciudad de La Plata parecía explotada (o implosionada) y daba la sensación de haber pasado por una guerra pero sin guerra, quizás otro tipo de guerra si, el tiempo, la administración pública decadente y corrupta, que daba como reflejó unas veredas intransitables (nunca olvidaré en mi vida lo que fue nuestro único viaje en sillas de ruedas) y una sensación de inseguridad latente en cada rincón de esa otrora ciudad modelo y faro del mundo.

ARGENTINA, LA MÁQUINA DE TRITURAR DIVISAS.

La logística para abastecerme de dinero fue tragicómica. En principio había adquirido dólares en Islandia, todos los que pude comprar hasta que me volviera a llegar dinero a mi cuenta a causa de un trato más que hermoso con el hospital de Reikiavik en donde laburé por casi cuatro años. Yo pensaba como un idiota que iba ir con mi tarjeta del banco islandés a cualquier cajero argentino y me permitiría sacar al menos unos dólares para seguir tirando. En una mañana gris llena de cortes de calles, humo y ruido infernal por vaya a saber dios que reclamo o cuestión, yo recorrí al menos 8 bancos en menos de una hora y media. Mi lógica europea/escandinava se había estrellado directamente contra un sistema bancario arcaico y lleno de inconvenientes para todo menos para exprimirte descaradamente cada “peso” que en definitiva yo podía retirar por cajero automático. Pensé en viajar a Uruguay en el día pero la temática COVID estaba intratable, así que finalmente me resigné, y puse mí atesorada tarjeta islandesa dentro de un cajero del banco provincia de Buenos Aires no sin antes tener pánico a que me la chupe. El resultado fue increíble, efectúe una transacción en pesos con un monto máximo permitido de digamos, cuatro mil pesos, y en cada transacción efectuada ( me informaba el puto robot), el estado argentino té cobraba un «impuesto» de quinientos pesos más por cada operación. Al salir del banco, entre al banco islandés desde mi teléfono y resolví el acertijo: en argentina, al parecer, ( al constatar) existen infinidades de tipos de dólares, dólar blue, dólar solidario, dólar oficial y aparentemente, el que a mi me toco en gracia fue «dólar te rompo el orto». Tuve que mirar al menos tres veces el teléfono para constatar que lo que me habían debitado más el impuesto, estaba muy por debajo del dólar más bajo del mercado Argento. Era una locura. Era un robo sin arma y auto gestado por uno mismo. En un momento de lucidez, pensé, perder por perder, le giró guita a un amigo en Islandia vía interbancaria y que él me envíe ese dinero vía Western Union, otros delincuentes por cierto, pero el culo, por lo menos, no te lo dejaban tan abierto. Y así fue que «El misterioso hombre de la terminal de micros» fue a retirar dinero de un local de Western enfrente de la susodicha terminal. Pero no, esto recién estaba empezando y no era tan fácil. Había que pedir turno para el otro día: especificar la hora exacta de ir a retirarlo ya que el monto, aparentemente, superaba lo «establecido». La paranoia es compleja. Es una especie de termita que te come el cerebro a medida que va dejando en tu vida más laberintos. Las colas para retirar dinero, a veces, eran de media cuadra, los moto chorros ya habían pasado a ser (lo juro) caballoschorros. Y el «volumen» de dinero al cambio si no era Venezuela estaba a punto de serlo. Un amigo (un hermano) me dijo: «olvidate, yo te espero en la esquina con el motor prendido y en primera, subís, y a la mierda». El operativo fue dramático, el tipo que me daba el dinero me sacó fotocopia hasta de mi último análisis de sangre a medida que mansamente apilaba billetes uno encima del otro y luego, volvía a contarlos. La gente entraba y salía del local y miraba la guita sobre la mesa, el único seguridad imperante en el susodicho local parecía Chespirito y me hacía gestos constantes como que todo estaba bien ante mi nerviosismo in crescendo. Metí la guita en una bolsa y me zambullí en el auto de mi amigo: mi nuevo aprendizaje argento iba en aumento.

EL CLONAZEPAN Y EL RIVOTRIL, MIS ARMAS DE DESTRUCCIÓN MASIVA

Mi sistema de vida estaba ajustado a seis horas que eran los períodos de aplicar la Santa Morfina. Y al aplicarla, al principio en 15 minutos y luego en períodos de mayor tiempo (ya que es tremendamente adictiva), mi vieja se relajaba, entraba en trance y dormía. Los ataques de inconsciencia, fiebre o sudor frío eran cada vez más frecuentes y yo, al principio, me derrumbaba frente a ellos. Los nervios me ganaban e incrementaban una y otra vez mi inoperancia a mezclar en una especie de mortero medicamentos varios con morfina (en dosis cada vez más elevadas) corticoides, paracetamoles varios y etcétera. Mi vieja no iba a morir sola en un puto hospital y eso ya estaba decidido. Así que sin darme cuenta siquiera, cuando me quise acordar, hermanaba los fragmentos pico de ingesta farmacológica de mi vieja con alcoholes varios y ansiolíticos. No me morí de pedo. Pero funcionaba bien a nivel operativo, el Alma, si es que existe, parecía drenarse para luego calmar mi cerebro y hacer de este triste ex enfermero un tipo un tanto más eficiente. Y creí, dentro de lo posible, haber hecho casi todo bien. Pero no. Nunca nada parecía ser suficiente. La última noche, cuando ya agonizaba, llamé irremediablemente a los paramédicos. Al bajarla en una camilla, ya inconsciente, de repente abrió esos ojazos de mar y me miró asustada (por una y única vez en su vida) y sólo alcancé a balbucear «ya estamos, mamu, tranquila que ya estamos». Acto seguido, pregunté al de la ambulancia si podía llamarme un taxi para ir detrás de ellos. Me dijo que suba a la ambulancia y sin pensarlo subí como gran pelotudo en la parte de adelante. Nunca más volvería ver esos hermosos ojos.

EL JUDÍO BROMISTA

A medida que el tiempo transcurría iba sintiendo una especie de empatía con el suegro de mi amigo que en verdad nunca llegué a conocer. Preguntale: ¿qué se siente pasar de Reikiavik a PAMI? Podría contar infinidades de casos pero me voy a limitar a los directos: una persona muere y a los tres meses le llevan la silla de ruedas que necesitaba. Un frasco de Morfina que dura 15 días cuesta prácticamente lo que a un jubilado le depositan en un mes. Y la burocracia maldita para conseguir la Santa Morfina les juro que no es nada sencilla. Para empezar, hasta que la «cúpula» decida emitir el tan necesario opiáceo, al menos transcurrió un mes o dos. Los administrativos se contradicen entre ellos mismos y hay muchas informaciones distintas sobre una misma información. Mi cabeza comenzaba a sentirse afectada y paralelamente, yo comenzaba a incursionar en poner catéteres e inyecciones de morfina conseguidas de contrabando. Al menos yo tenía la posibilidad de conseguirla, en la vereda de enfrente de la vida, conocí un caso terrible de forma directa: el hijo desesperado por conseguir órdenes de morfina que nunca llegaban y cuando al fin llegó, irrumpió feliz al décimo piso del departamento de su padre para encontrar la ventana abierta y observar desde arriba, el cadáver de su padre estrellado en el piso. El dolor, me confesó luego su hijo, hacía ya rato que lo estaba matando. Y nunca hay que olvidar el agradecer la cadena de favores, en un estado con presencia difusa a nivel operativo, la vida te va bendiciendo con contactos precisos que hacen que la pesadilla sea un poco menos tormentosa. Una llamada precisa puede llegar a agilizar un trámite que de otra forma, demoraría semanas. Y yo, tan escandinavo, juro que sentía vergüenza ajena y un sentimiento de culpa que aún hoy perdura por utilizar esos mecanismos tan poco democráticos pero a la vez tan necesarios: es simple, cuando el dolor en la vida de un ser querido está en juego, te metes el Efecto Toblerone y todo tu inculcado y avanzado estado de bienestar en el orto. Te readaptás, te contaminás, retrocedés cien casilleros en la actitud democrática de la vida. La frecuencia vibratoria cambia y se adapta rápidamente a mi cuerpo, ¿Cómo graficarlo? Piensen por un momento en un lugar donde mayormente los bondis funcionan a hidrógeno y circulan como si fueran platos voladores frente tuyo y al otro día, estas intentando cruzar la Plaza Italia de la ciudad de La Plata con micros que frenan y que te taladran la testa, amén de bocinas varias y caras sonrientes (siempre) de políticos/as en cada fragmento de espacio público que se enrocan tanto en una contaminación tan visual como auditiva. El punto es donde encuentro el fuelle, la fusión de un bandoneón Americano/Escandinavo donde irremediablemente formo parte sin haberlo siquiera querido: el amor, la familia, los vínculos: ortodoxias oxidadas que estimulan el engranaje del vivir. Pregunta judía: preguntale a tu amigo ¿qué se siente pasar de Reikiavik a PAMI? Y yo en ese momento no interpreté el humor ácido de un anónimo y nuevo Tato argentino: la interpretación llegó después, y cuando digo “después” es después de intentar racionalizar el sistema. Cómo olvidar mi primer enfrentamiento con ese conglomerado de burocracias, mates y aparatos de calefacción tan arcaicos como ruidosos en esa entrada tan de “se van para atrás” estilo farwest. En la recepción había dos mujeres tomando mate que hablaban entre ellas y con el público solo cuando la locomotora de aire/calor se los permitía. Eran especies de pausas y relieves de tonos musicales bizarros con escalas sonoras entre papagayos y hélices activas de helicóptero. Preguntas y respuestas inentendibles dentro de un barbijo asfixiante y demócratico. La realidad, cuando agota sus fuentes se convierte invariablemente en un circo, pero el circo es certero, es cívico, porque es todo lo que pensaba y más aún, porque hacía ya tiempo que no vibraba con el choripán y el doble discurso, y mi barra de medida social hacía ya tiempo que se llamaba Efecto Toblerone. (En 1995 la sociedad sueca se conmovió porque su Viceprimera ministra, Mona Sahlin, fue sorprendida por un desvío de recursos públicos para fines personales. Usó su Riksdag Credit Card, tarjeta corporativa para altos servidores públicos, para la compra no prevista en el presupuesto ni en la ley de dos barras del chocolate Toblerone por la cantidad equivalente a 35 dólares con 12 centavos. Fue obligada a dimitir y estar fuera de la actividad pública por toda una década).

Y el circo continuó paulatinamente con vacunas a dedo y fiestas clandestinas nada más y nada menos que en la residencia presidencial, mientras los hijos no podían velar a sus padres y los nenes inmersos en un limbo desescolarizado, micro empresas fundidas, apatía desproporcionada y mientras en el núcleo del poder la perra Lassie movía la cola al compás de una irrespetuosa venia de fajina al granadero sanmartiniano. La muerte de mi vieja fue expeditiva como ella al fin lo quería. La última vez que la alce para llevarla y sentarla en el baño (se rehusaba a usar pañales) me dijo: «cielo adorado, esta es la última vez que me tenés que traer acá». «No jodas. mami», le conteste, «no pasa nada», a sabiendas que hacía dos meses que tenía el hombro quebrado. Las fresias, unas de sus flores preferidas, aparecieron a la venta una semana después que decidió irse de este puto mundo y mi amargura por eso aun persiste. La cremación de su cuerpo costó lo que un jubilado cobra en tres meses y aún estoy esperando un supuesto reintegro del ANSES que lógicamente nunca llegó. Vacié su casa a duras penas, y lo que sacaba a la calle no duraba más de treinta minutos en desaparecer y lo que no desaparecía, quedaba como mutilado ahí en la vereda, al igual que roedores que se matan por un queso para luego dejar tirada la cáscara. Fragmentos de la vida de mi vieja sobre unos mugrientos adoquines platenses. La vuelta a una casa que ya no existía se tornó compleja. Solo quería abrazar a mi hijo, bien fuerte, y, como sabiamente siempre decía mi vieja: «ahora sos vos y la rama del árbol que sigue y se eleva, ese sol que tenés, tu hijo»////PACO

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