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-¿Cómo te llamas?

-Alias

-¿Alias qué?

-Alias lo que tú quieras

(Pat Garret & Billy The Kid, Sam Peckinpah, 1973)

Hace algo menos de un año amenazaron con darme trabajo pagado en un periódico digital español, así que me autosaboteé escribiendo como primera nota una indagación -a vuelapluma, casi eterna- sobre la máscara y sus significados en la contracultura musical de nuestro tiempo. Fue mi primer y último artículo allí. En aquel pasacalles oscuro, centrado en la reinvención del mito y la antropología freak, olvidé sin embargo tres elementos esenciales. Uno me lo apuntó mi amigo Juan Fake, al día siguiente: en un desvestirse progresivo del símbolo, yo había esbozado la importancia de la capucha, el “hoodie”, como lugar en que confluyen lo arcano y lo callejero, el rito y el barrio, pero había olvidado –¡error fatal!- las gafas de sol. Piensen en Dylan. Piensen en Calamaro posando como Dylan. Piensen en ustedes mismos frente a un espejo. El segundo lapsus era más obvio: no había hablado del más básico y útil de los signos interpuestos de creación, el apodo, el nom  de guerre. El tercero lo derivé fácilmente de los dos anteriores: faltaba la ausencia de máscara como máscara final; el hueco por sobreexposición, que convierte a su portador en algo al tiempo perfectamente visible y absolutamente incomprensible (pero significativo). 

Apuntaba en la nota, sin embargo, algo que uso ahora como punto de partida. “Podría afirmarse, y eso vale para casi todas las máscaras”, decía, “que estas no sirven para ser otro u ocultar quien se es, sino para acceder a la propia personalidad; para –huyendo de un diseño social del yo, que rechazamos- avanzar hacia nosotros mismos”. La máscara, sostenía, “es un paso crucial en el proceso de individuación, una afinación del yo”. Es en ese sentido, como elemento que nos permite decir la verdad, el alter ego que ayuda a constituir no es una desviación, sino un utensilio de clarificación y alcance. Un encuentro con nosotros. “Si un día cualquiera fuésemos de pronto quienes realmente somos”, concluía, “todos floreceríamos en máscaras, pero éstas no serían tales: serían la simple verdad, finalmente aceptable y aceptada”.

Reinvención del bautismo

Esa fuga en búsqueda de la esencia -que yo llamaba Máscara, pero podemos llamar Nombre– no es sólo el tema clave del romanticismo: es el romanticismo en sí. La esencia de esa época que se vertebra como la creación del mito de uno mismo y la posterior  indagación en la posibilidad de convertir ese yo nuevo en un nosotros nuevo, como bien resume Camus en una frase que vale por un libro y contiene muchos otros: “yo me rebelo, nosotros somos”. 

El romanticismo, sí, ese río de múltiples caras que nos lleva desde principios del XIX y que, supuestamente finiquitado, aún colea. Pero, ¿quién es su sujeto actuante, ese yo, ese nosotros en busca de definición? ¿Quién necesita de modo tan apremiante esa afinación, ese renacer en otro que es uno? Todos, probablemente, pero más que nadie el hijo de la burguesía que no tolera seguir siéndolo, el niño con tiempo en sus manos que, en esa busca, se desclasa para siempre. Ese ser, el más confuso de la tierra, que creó primero dicho romanticismo a modo de contraidentidad, e inventó después el grueso de la contracultura occidental, para nombrarse (de modo individual y colectivo). 

Nombre, identidad. Contracultura y romanticismo, si acaso se distinguen, son ambos, en esencia, ejercicios de re-identificación. Identidad, nombre. Todo acto de rebelión social (Cristo lo plantea, y la contracultura occidental es en gran parte crística o contracrística) orbita sobre la parábola del hijo pródigo y comienza con un nuevo bautismo. El “hijo” del carpintero se fue a bautizar a la rivera este del Jordán, por donde andaba dando tumbos un deadhead colega suyo, de nombre Juan. El niño burgués de los últimos dos siglos peregrinó por Roma, por París, Londres, Berlín, Saigón o El Cairo, de la mano de otros tarados como él (que habían conseguido publicar), pero terminó eligiendo una orilla distinta para nacer como hombre nuevo: la última frontera de la América anglosajona -también hispánica- donde uno puede remojarse la coronilla en la rivera este del Pacífico.

L’América, que cantaban The Doors; tierra de la prosperidad inusitada de la segunda posguerra mundial. “Los estados unidos del rearme, los de la era Eisenhower”, dice Ballard en La bondad de las mujeres, “asistían a un triunfo de la confianza y la prosperidad desconocido en Europa. Por sus autopistas pasaban flotas majestuosas de recargados vehículos, como si hubiera aterrizado toda una raza de turistas interplanetarios en visita de recreo”. L’América, penúltima utopía con espacio físico, hogar del capitalismo triunfante y por tanto también de sus fantasmas de respuesta más corpóreos. Era el mapa perfecto sobre el que  actuar la huida si uno la quería, además, retransmitida en directo para el mundo entero, en un juego de ambigüedades tan simple como prodigioso.

Y en efecto, allí la magia aparentemente infantil de la máscara y la personalidad paralela se electrifica finalmente, se amplifica, ruge y llega al paroxismo del juego trascendente. Y uno de los signos de ese paroxismo, no menos importante que el coche, la orilla última o la paráfrasis drogada del Destino Manifiesto, es el Nombre. La contracultura floreció en América en una ola de nombres nuevos que acompañaban al deseo de ser hombres nuevos. Yo me reeduqué a mí mismo bajo ese ruido yanqui de apodos mágicos, los del punk especialmente vivos y restallantes en el paladar: Darby Crash, Cheetah Chrome, Johnny Thunders, Tom Verlaine, Richard Hell, Fred Sonic Smith, Handsome Dick Manitoba, Lydia Lunch, Jello Biafra, Glenn Danzig, Jerry Only, Poison Ivy, Lux Interior, IGGY POP…  y en la Inglaterra que respondía, desperezándose de la electrocución post-victoriana, en un juego de ecos: Nikki Sudden, Steve Ignorant, Penny Rimbaud, Epic Soundtracks, Johnny Rotten, Sid Vicious, Billy Childish… 

Eran, sin embargo, estos del punk, un tipo de nombres nuevo, particular.

¿Qué importa un nombre?

Se argumentará que poner motes es una necesidad tan vieja como el mundo, pero existen diferencias de grado, acaso sutiles. A través de la historia los nombres como dignidad habían sido prerrogativa de divinidades, héroes, facinerosos o entes monstruosos y sagrados. El nombre  que atribuía poderes, títulos, conquistas o peligros, era, con toda lógica y desde la noche de los tiempos, patrimonio de los personajes extremos, integrados o no. Su función no era la información sobre una tara o una peculiaridad, sino la advertencia de una potencia conquistada a pulso y que se ponía públicamente en disputa. Los seres cualesquiera y los hombres de bien sólo vestían, si acaso, los cariñosos motes familiares, las confirmaciones de un handicap o alguna maledicencia sobrevenida.

En el primer Rock&Roll de los cincuenta, sobre cuyos iconos confluyen los rasgos de la realeza, la divinidad, la depravación y el bandidaje sagrado, esto seguía siendo así. En esas líneas de sangre real improvisada uno conquistaba el título y lo defendía después, de un modo perfectamente pugilístico, medieval y mitológico. Ahí “El Rey”, a secas (Elvis). Ahí, ya más tarde y con añadido chamánico, el “Rey Lagarto” (Morrison). Ahí “The Killer” (Jerry Lee Lewis), ahí “El Melocotón de Macon” (Little Richard), que suena aún más amenazante, sedoso, sexual y poético. Se puede hablar, y es fascinante, de un vivo residuo antropológico que se manifestaba de nuevo con una llama de inusual intensidad. Pero, aunque televisada en directo, era la misma vieja llama, renacida. 

Algo cambia, sin embargo, en el momento en que los hijos de la burguesía comienzan a afluir masivamente hacia el hecho contracultural que surge en torno a ese Rock&Roll, a crear esa contracultura, arrancándola de las manos del barro primigenio y lumpen en el que, paradójicamente, deseaban verse reflejados. La amplificación del yo a través de poderes adquiridos amaina. El niño burgués que juega, con transcendente seriedad, a ser otra cosa, no es cosa alguna todavía. Sus ideas de lo que es ser rey, príncipe o bandido son aún potencias, y necesita un nuevo bautismo que le permita enfilar la búsqueda de la función.

Y es así como el nombre muta –en un momento casi inadvertido pero crucial- y pasa a ser al tiempo talismán y receptáculo. No defiende ya cualidades ganadas en batalla, sino que anuncia una nueva piel y una nueva carne, un mapa dentro de la cual el nombrado ha de probarse a sí mismo. Es una primera delimitación de un personaje completo pero aún hueco sobre el que trabajar. Una tábula rasa que sirve de trampolín. No es ya, así, que el “pequeño” Ricardito sea además suave como un melocotón, con esa perversidad de vello erizado. O que el cabrón de Gerardo Lee pueda asesinarte con la mirada mientras patea su piano. Es otra cosa. Termina la era de la atribución o el reconocimiento de poderes, comienza la era de la transmutación. En cierto modo, la llegada masiva del hijo blanco, burgués y confuso hace que el Rock&Roll añada a su épica atávica y a sus dinastías reales un elemento mágico nuevo. 

¿Cómo lo hace? Lo hace jugando al modo de los niños, es decir, ejercitando eso que hemos llamado juego trascendente: siendo a través de tal juego; creyendo en ese otro que levanta, a pies juntillas. Nadie habla y dice “ayer estuve fumando coca base con James Osterberg”. La razón es sencilla. Ese individuo con quien usted se drogó no era James Osterberg. Era Iggy Pop. Y tanto él como usted lo saben perfectamente. Él, porque lo decidió en un acto de bautismo y renacimiento, y usted porque sabe que el pobre James, estudiante impecable, monitor de tiempo libre, amigo de los niños, nunca se hubiese comportado así.

Es mediante tal juego trascendente del nombre, que adquirimos no ya los poderes del otro, sino las posibilidades de un otro. Pero es un otro que aún vamos a inventar. La magia de apertura es perfecta.

Hoy mientras releo The Stooges, combustión espontánea, el estupendo libro de Jaime Gonzalo sobre la Iguana de Ann Arbor y sus secuaces (ahora expandido y reeditado por Libros Crudos), me encuentro, precisamente, con el comentario del mismo Iggy sobre la segunda mitad de su nombre: “El ‘Pop’ lo tomé de uno de mis héroes de pubertad, un chaval llamado Jim Popp. Esnifaba tanto pegamento que se le caía el pelo. Siempre andaba colgado por la central de estudiantes, mirándolo todo con ojos de rana. Cada vez que le volvía a crecer el pelo, mi colega Scott Asheton le daba una colleja en la coronilla y la poca pelusa que le había crecido se desprendía. Él se limitaba a sonreír. Era una criatura fascinante”. 

¿Importa esta historia? Poco. El proceso de llegada al bautismo (lo de Iggy venía por una banda anterior, The Iguanas) no es lo esencial. Es clave, en cambio, saber a qué nos obliga el nuevo nombre (elegido, mágico) y como contestamos a sus exigencias. Nombre, vasija que demanda contenido, máscara de autoconocimiento que pide respuestas que se dan con la vida propia. Hay más magia en él que en el más elaborado de los trajes litúrgicos.  

“What’s in a name?”, es la pregunta clásica. La respuesta es: siempre demasiadas cosas.

No estoy allí

Pero si ese otro que somos necesita una biografía, un transcurso de heroicidades y fracasos que nos disponemos a crear, ¿no es lógico y necesario que creemos su pasado también? Por supuesto, hacerlo bien exige un nivel de megalomanía y de astucia prodigioso. Pero de poco se puede acusar al que se pavonea diciendo que va a conquistar Asia si luego resulta ser Alejandro El Grande. O Dylan. Entrar en Dylan, claro, es arrojarse a una tela de araña, y yo sólo tengo dos páginas más, así que esbozaré mi idea, plantearé un breve juego de comparación de textos y dejaré el trabajo al lector que tenga tiempo.

La idea es esta: inventando su pasado con una lucidez perfectamente inusual para un adolescente (incluso en su época, ola de genios precoces), Dylan acuña el modo definitivo de dotar de contenido a un nombre: si la punta hueca del proyectil espera a ser llenada con lo que vendrá, él decide cargar el depósito con los deseos latentes de toda una generación a punto de estallar, en los que bulle, como diría Joyce en Retrato del artista como adolescente, “la conciencia increada de mi raza”. Quizá el texto más paradigmático de esa magia que Dylan había comenzado a ejecutar ya antes de salir de Minessotta sea My Life in a Stolen Moment, un poema notable escrito para un concierto de 1963 en el Carnegie Hall de Nueva York, y que, desde su arranque, es una cúspide de la invención de uno mismo como runaway: “Hibbing es un viejo y buen pueblo // Me escapé de allí cuando tenía 10, 12, 13, 15, 15 y medio y 18 // Me pillaron y me trajeron de vuelta todas las veces menos una”. 

Es sólo, sin embargo, una de las muchas piezas de sobreinformación mitológica que Dylan esparce en sus inicios, y a las que une una férrea y progresiva opacidad personal. El resultado es una grieta en la interpretación de la vida y la obra, sobre la que se edifica, precisamente, el mito. Una grieta que dividirá a dylanitas y contradylanitas por igual en dos facciones (reconciliables, sin embargo): los que apuestan por la leyenda y los que insisten en desmenuzar al hombre. Pondré dos textos como ejemplo de ese transcurso, largamente jugable.

El segundo en orden de publicación -aunque su encendida inocencia nos aboca a leerlo primero- es “Bob Dylan” (Ediciones Júcar, 1972), del crítico español Jesús Ordovás. Se trata de una breve biografía que alcanza hasta el 71 e incluye una esforzada selección de letras traducidas. Una crítica ácida podría colocarlo en la A de “Acceso grave de mitificación”: Ordovás abre admitiendo como biográfico el texto del Carnegie Hall, y asume a Dylan como lo que la esfinge afirmaba ser: un vagabundo cósmico que antes de los 18 habría recorrido el país entero enredado en todo tipo de trasuntos fronterizos de corte beat; una especie de mezcla simbolista, plutónica, de Jimmy Dean, Neal Cassady, Huckleberry Finn, Woody Guthrie, Hank Williams, Prometeo y Martin Eden. Pero además el español aporta sus propios intentos de literatura, de menor graduación. “(…) Muchos debieron ser los cruces de autopistas en que hubo de dormir a la sombra de la luna”, escribe,  “y mucha la cantidad de polvo que respiró en las interminables esperas al borde de los caminos. Las historias que le contaban los vagabundos y las canciones que oía de artistas desconocidos le parecían más dignas de ser escuchadas que las insulsas advertencias de los libros de texto. Deseaba conocer la vida en su versión real (…) En sus viajes por los más apartados estados de la Unión había establecido contacto con músicos callejeros y viejos blues-men”. “Oye hablar”, leemos después, “de libertad, responsabilidad, seguridad, etc. Le vienen a la cabeza las imágenes de la otra América, la de los guettos y los vaqueros sin caballo. Cae sobre su cara el desprecio y el odio de una sociedad que sólo se preocupa de sacar el mayor beneficio al dinero. Se da cuenta de que esa cultura artificial en la que se halla atrapado es la responsable del malestar de millones de personas (…) en ese momento Dylan está aprendiendo a morir. Es un ser humano invisible”.

Hay dos opciones. Una es que Ordovás se esté tragando entera la estrategia “publicitaria”, y no lo creo, porque lo conocí un par de veces y me pareció un tipo sensible e inteligente. La otra es que, muy al contrario, acepte la construcción mitológica como proceso que lo incluye a él y a toda su generación. Que decida, como tantos, creer, porque sabe que creer crea. Que ejecute una fusión que casi todos hacemos a diario, sin percatarnos, entrando de lleno en el juego del pop: el de adorar haciéndose cómplice en la creación de lo adorado. Aceptando, entra a ser partícipe de edificación de una personalidad clave de su tiempo, y eso le permite incidir, ya sea modestamente, en ese tiempo. El pop, en efecto, nos hace cómplices de ese modo, permitiéndonos participar y añadiendo un “código abierto” que las religiones al uso nos vedan. Cómplices de la creación del otro, y, así, de la nuestra.

El siguiente texto, que da contraste y profundidad a este primitivo juego de espejos, es la entrevista con los padres de Robert Zimmerman que Robert Shelton conduce tres años antes, en mayo de 1968 (y que yo consulto en un volumen titulado Isis: a Bob Dylan Anthology). Por entonces, el judío Duluth lleva ya un lustro siendo leyenda y la entrevista, autorizada, es prodigiosa por virtudes contrarias a las del texto de Ordovás. El buceo genealógico e histórico es preciso y nos plantea lo obvio: que Dylan era un niño burgués provinciano, talentoso y mimado, criado por una generación de emigrantes rusos que –por contraste acaso con los pogroms de la madre patria- consideraba L’América como un sueño de prosperidad, autorrealización y estabilidad. Y que sin esa estabilidad, el tipo de creativa desestabilización que Dylan desató no hubiese sido posible. 

Pero además, y eso es quizá lo más fascinante, en la charla con Betty y Abe (que moriría semanas después) están dibujados, a modo de sintética novela intrafamiliar, todos los conflictos que críticos, fans, creyentes y perseguidores llevan casi seis décadas escenificando en torno a su hijo. ¿Es Dylan una mentira, una invención, un bluff? ¿O lo contrario? ¿O ambas cosas? ¿Es Dylan un vendido, un producto, una estrategia? ¿O exactamente lo opuesto? Y en ese teatrillo de comprensibles dudas, miopes prejuicios, sabidurías ancestrales y amores acaso tóxicos (¿hay otros, en la familia?) están compendiados, también todos los problemas que, de arranque, cualquier niño burgués que se desclasa por el arte tendrá que afrontar. Puede decirse que a lo largo de toda la entrevista -en paralelo al orgullo por ver a un hijo triunfar y a la confusión de verlo triunfar en algo que no se comprende en absoluto-  corre la impresión, palpable, de que ambos siguen convencidos de un regreso al redil que ha de ocurrir, pronto, inevitable. 

“Se estaba concentrando en la imagen de runaway”, comenta el padre en un momento. “Le dije a Albert (Grossman, manager de Dylan): esto no puede seguir para siempre. No se puede esconder para siempre. Tenemos algo de lo que sentirnos orgullosos”. 

Y otra perla, como rastro, aunque recomiendo fervientemente la lectura completa de la entrevista, más emocionante pero también más descarnada que cualquier indagación doctoral sobre el personaje. Abe: “En realidad no se estaba rebelando… se convenció a sí mismo de que tenía algo… diferente que vender”. Gracias, papá.

El espejo

Ambos modos de investigación se unen, al final del camino, en la cita que abre este artículo. Basta para ello con hacerse consciente de que lo que se pregunta al mito se lo pregunta siempre uno a sí mismo. ¿Cómo te llamas? ¿Quién eres? Basta con hacerse consciente de que la grieta de interpretación no atañe a la vida de Dylan, sino a la propia. De que el mito es un espejo. Si se quiere, una máscara de clarificación. De que los aciertos y los hierros de Dylan son dolorosos, ambos, porque resuenan, amplificados, en nosotros. “No critican su forma de actuar, sino de ser; ha alcanzado por tanto la plenitud del actor”, escribe Peter Handke en El peso del mundo. Esa plenitud del actor la alcanza Dylan desde su principio, y eso es lo que lo convierte en único y transforma su fabulación en profecía generacional, de un salto. Nada en él es mentira, todo es invocación; el ejercicio último de la magia que el romanticismo ha afianzado, finalmente, como pareja a la magia de la creación: la magia de la creación de uno mismo. La metáfora final en la que autor y personaje se abrazan.

Dylan toma el nombre y con él el futuro. Dylan inventa el pasado, y con él cierra el círculo que lo convierte en espejo: nos devuelve la imagen de la confusión que lleva al yo verdadero. Por supuesto tiene también las gafas de sol, y con el tiempo ha acabado teniendo incluso la capucha. Todos lo conocen, nadie puede conocerlo. Puede contar su mayor secreto a plena luz sin que deje de estar protegido de manera insalvable. Es nadie y quien queramos. Somos –dolorosa, liberadoramente-nosotros.

Sigo buscando trabajo pagado. Si me lo ofrecen prometo cuidar más el sabotaje, la próxima vez////PACO

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