Por María Bernardello / @María BB
Mi relación con Nano estuvo influenciada por la música. Tuvimos muchas variaciones estilísticas, sobre todo al final cuando dejó a los Ratones y andábamos mal de plata y tuvo que salir a producir shows de cualquier banda alternativa nueva, desde Los siete delfines y el Negro García Lopez, hasta V8 y Orcas y otras bandas un poco más hardcore. De todo el rock que atravesamos juntos el Heavy Metal fue lo más extremo en términos de volumen y distorsión. Estábamos juntos pero distanciados, perdidos entre guitarras histéricas. Casi no cogíamos y nuestras discusiones eran siempre a mitad del show. A mí me hacía mal ver a los pibes que les pegaban a las chicas y a las chicas que se dejaban pegar, el pogo infernal, me deprimían. El Heavy metal marcó el principio del fin de nuestra relación. Recorrimos cada boliche del conurbano bonaerense y cada club de barrio de bochas, de paleta o de ajedrez que hay después de la General Paz. Me bancaba los shows, observaba a los cjicol con sus melenas largas, chupines y musculosas negras o me ponía en pedo. Todos los temas me parecían iguales. Me sorprendían la masa en cuero y las cabezas moviéndose frenéticas, los brazos extendidos al compás del vocalista histriónico.
Llegábamos a casa agotados, yo generalmente borracha. Podíamos discutir y levantar la voz al grito descabellado sólo porque un patovica me había metido en los camarines por seguridad o me habían mandado a casa en un remis para evitar algún escándalo. Me drogaba y me iba la masa, a darme contra caras desconocidas cada noche, a darme contra la pared de un cuarto lleno de ruido. No me importaban los shows, ni la boletería, ni la recaudación.
Hasta que en el show de Orcas, en Lanús, cambió mi percepción. Yo estaba en la barra leyendo mientras los plomos terminaban de subir las cajas de sonido y algunos leds cuando apareció Tachus, el pibe más reventado y hermoso de Adrogué. Tenía una japo negra, el pelo un poco largo con rulos, la boca gorda y una sonrisa macabra. Nunca estuve con un pibe más lindo. Lo que más me gustaba era esa capa de falsa maldad que lo hacía parecer venenoso, porque en el fondo era un cachorro sensible El era rigger en los shows grandes pero manejaba todo el tema de electricidad y Nano cada tanto lo contrataba. Tenía a varios cables laburando ese día y un técnico a cargo, pasó un toque para supervisar, pero se quedó. Tachus me enseñó a sentir el heavy metal desde otro lugar. Esa noche mientras me emborraché con él. Me hizo el cuento del caballero del rock.
¿Viste el típico caballero que va al castillo, mata al dragon y salva a la princesa? Bueno, un poco eso, me dijo. Vos sos el caballero, dije, y yo la princesa. Me explicó el TRASH METAL. El caballero va al castillo, pelea a mano limpia con el dragón, dijo, salva a la princesa y se la coje. Y el HEAVY METAL. El caballero va al castillo en una moto, mata al dragón, se toma unas rayas con la princesa y hacen el amor. Se me cayó un gancho para el pelo. Nos agachamos para agarrarlo y nos besamos, en cuclillas. Fue un beso desesperado, sin aire. Nos paramos y me até el pelo. Vi su mano y pensé que iba agarrarme la cara para besarme otra vez y tuve miedo de que Nano nos viera, pero me acomodó el pelo detrás de la oreja y me dijo «vamos», al oído. Fuimos hasta la cabina de sonido. Tratamos de evitar a Nano pero igual nos cruzamos con él.
Estás haciendo bardo, me dijo. Te quedás acá que te pido un remis. Pero Tachus se ofreció a llevarme a casa y a Nano le pareció bien. Cuando nos íbamos un gordo enorme como una ballena salía a patadas del medio del pogo. Estaba en el piso inconsciente No le peguen más, grité a la nada. Vinieron tres patovicas, la masa se abrió y el gordo pogo quedó tirado en el piso panza arriba. Salimos y vomité. Me desperté y en la mesa de luz había un pase de prensa para Iron Maiden. Fui a su casa. Estaba con varios amigos que laburaban con él. Nos encerramos en su cuarto. Me dio un beso y me mordió. Apretamos desnudos en la cama. Las pocas veces que cogimos fue con gente alrededor. La almohada tenía olor a dormido. Después de coger sacó un billete de cien dólares, lo enroscó y tomamos merca de un platito azul de limoges. Me contó que tenía completo el juego de té, que era de su abuela y me regaló una taza. Con Nano estaba todo mal, cuando hablábamos no teníamos tema de conversación. Tachus era todo tenacidad. Fuimos juntos a Iron Maiden en Ferro.
El era el rigger del show. Armamos los apoyos donde se coloca el techo del escenario, me explicó. Pero los riggers, en realidad, trabajaban en los barcos. Se encargaban de manejar las velas para impulsar las naves. Él trabajaba, yo observaba. Los scaffolders y los cables montaron el escenario, eran muchos, parecían hormigas.
Se comprueba que esté todo bien balanceado, se enganchan los leds, el techo sube, y ya no baja más, me dijo mientras descansamos en unas hamacas paraguayas que habían llevado para tirarse y dormir. Después nos fuimos del otro lado del escenario, dónde estaban las pilas de cajas de luces e instrumentos y nos acostamos en un case de un pianito y apretamos. Lo sentí suave sobre el terciopelo del interior que parecía un ataúd. (Pinta la «A» en un muro del castillo. Le hace un peinado tipo mohicano a la princesa y abre un kiosco de fanzines en el pasadizo del castillo. Punk dije, y nos besamos.)
Durante la prueba de sonido me fui a casa. Había un mensaje de Nano en el contestador que decía que no había recaudado ni cuatrocientos mangos en el show de orcas. Todo su interés era juntar y juntar plata como sea. Me cambié la remera y volví a Ferro justo para ver el cominezo del show.
La calle era un lío. Colas larguísimas de gente vestida de negro, pelilargos tatuados, minitas en musculosas y labios negros, fanáticos ansiosos por entrar. La noche cumbre del metal. Zafé de hacer la cola eterna por la credencial y entré por prensa. A mí el show en sí no me importaba. Sólo me gustaba estar del otro lado. Lo importante casi siempre no se ve, le dije. Todo esto que no está a la vista. A veces salen chispas en los ojos. Como ahora, ¿me ves?, dijo y me beso. La masa de fans ardía en el estadio, los sentíamos en los pies. el pogo gigante. Pero el bardo venía de afuera, de la calle. El problema era que estadio explotaba de gente y los de seguridad eran pocos. Tomamos merca y en medio del kilombo, cuando el malón de gente que había quedado en la calle rompió el vallado y el estadio estalló, nos escondimos abajo del escenario. Una de las guitarras empezó a tocar un solo, el público acompañaba haciendo «oohoohoohooh». Tachus corrió unas cajas con ruedas y me alzó para sentarme. Lo abracé con mis piernas. el aire era caliente y húmedo ahí abajo. me bajó los jeans, me agarró del culo, con la otra mano me inmovilizó y me cogió. Aplastaba mi cara hacia un costado. Miré hacia la reja y la primera línea de seguridad. Las luces iluminaron al público, un pibe colorado estiraba el cuello, gritaba. Tachus me dio vuelta, y me cogió de espaldas, acabé cuando aplasto mi cara entre cables gordos. Tuve miedo y grité pero Bruce Dickinson decía «¡come on, Argentina!». Me puse de frente y acabó, al toque, en mi panza. Tachus empujó apenas la caja con ruedas dónde yo estaba sentada. Sentí el pogo, el impacto de un viento suave en la piel. Distraídos del entorno, no paramos de besarnos. Eramos metales preciosos brillantes en la oscuridad y el ruido, libres, no combinados con el resto.///PACO