El Dr Federico Walton, especialista en literatura latinoamericana de vanguardia, frustrado, hastiado de esa literatura, viaja a Los Ángeles a encontrarse con la neo-vanguardia conservadora representada en el personaje de Dean Frank Washington, su héroe, de quien pretende escribir una biografía. Walton no escribe ficción y suele equivocarse a menudo. Su objeto de estudio es un personaje complicado; escritor especializado en los años 70´s, depresivo, suicida, ex-librero, padre de dos hijos y esposo de una apetecible mujer, ahora viuda, que hospeda a Walton en su casa y le confía su propiedad para salir de viaje. Walton entrevista durante doce días a esta mujer, aunque no la graba. Su accionar, en buena medida, roza con lo absurdo. Más adelante, Walton se mimetiza con el fallecido Washington al punto de creer que es él. Luego encuentra cajas con manuscritos, originales de ciertos libros y hasta una novela inédita. A partir de ahí la trama salta de una peripecia a la siguiente, mostrando que la imaginación de Pailos es inagotable. Contada en tercera persona y a partir de la mirada de un narrador omnisciente, el lector puede acceder, incluso, a los pensamientos que el narrador podría haber tenido pero no tuvo. Por momentos toda esa cantidad de información abruma, al tiempo que los detalles no suman demasiado a la trama, y dificultan su lectura. Lo mismo sucede con el recurso de la repetición, del que por momentos se abusa. Sin embargo, por detrás de estos puntos débiles a nivel de la prosa, aparece una trama imaginativa, locuaz, aireana, ágil y atrapante, que empuja la novela siempre hacia adelante.
Se me ocurría pensar mientras leía tu nueva novela DFW que estaba ante un mecanismo híper-articulado de referencias literarias, como una especie de arquitectura de la referencia que no todas las veces era igual de transparente. ¿Qué buscás con ese recurso a la hora de escribir?
Es cierto, hay mucho chiste interno, cita velada y contraseñas para entendidos. Pero están revoleadas al tuntún, no hay una estructura que las soporte y las haga interactuar. Son más que nada jueguitos que me hago para consumo personal, apoyos que hacen más amena la escritura. Pero mi intención es que no sean algo sustancial, que el libro pase por otro lado. Más que nada, por las historias que se cuentan. Pero te reconozco que a veces las historias mismas son citas. La conformación familiar del protagonista de la primera parte, por ejemplo, es la misma que la del protagonista de un libro de Zadie Smith. Así que sí, en ocasiones las historias y las citas se pisan los ponchos.
Confiás bastante en la interpretación del lector. ¿Por qué lo hacés? ¿Qué buscás con eso?
Cuando tenía veinte, veinticinco años, las cosas que escribía dependían de la capacidad del lector para decodificar los guiños. Como por suerte nada de eso llegó a publicarse, puedo ahorrarme las disculpas con los eventuales y sufridos lectores. Cierto, en cada cosa que escribo hay varias referencias desperdigadas, pero aspiro a que la lectura de los libros no dependa en lo más mínimo de su descifrado. Mi actitud hacia el lector es básicamente la de Pixar. Sí, en sus películas hay un montón de escenas y comentarios y chistes que solo van a poder ser decodificados por el público adulto (y más o menos culto). Pero lo que les interesa es que les guste a los chicos. Bueno, a mí me pasa algo parecido. Hace poco un amigo (así que tomen estas declaraciones con pinzas) me dijo que le había gustado mucho el libro, que se había cagado de risa y que lo había leído a toda velocidad. Pero que cuando le preguntaron de qué se trataba, no supo muy bien qué decir. Y está bien: no importa que no se entienda, o que sea difícil de glosar, siempre y cuando eso no haga que revoleen la novela a la basura. Mi interés primario es que no puedas soltar el libro hasta el final. Después, preferiría que te guste. Con suerte, que te guste mucho. Si encima podés entender los chistes, mejor. Pero es como la frutilla del postre que comés justo antes de empalagarte. Suma, pero no hace la diferencia.
Sos músico y escribís. Pero también aparecen en este libro referencias al cine, de un modo bastante central. ¿Qué te sentís más? ¿Cómo te definirías?
Creo que mis libros son menos horribles que mis temas, que a su vez son un poco más interesantes que mis artículos académicos. Sumale a eso que quiero ser escritor desde que era así (así) de chiquitito, mientras que lo de músico es algo un poco más reciente, así que creo que me siento más un escritor que cualquier otra cosa. De todas formas, hago todo con un interés parejo, y no descarto abrir otros kioscos en el futuro.
En tu nouvelle Volveré y seré millones, el mundo político se tergiversa y entrelaza con tu imaginación. En DFW, el protagonista -Walton- está hastiado de la literatura latinoamericana de los 70´s y viaja a Los Ángeles a encontrarse con la literatura de neo-vanguardia conservadora, representada en el personaje de Dean Frank Washington, muerto, de quien el protagonista pretende escribir la biografía. ¿Qué pretende ese gesto?
Así como lo contás, parece que tuviera una relación problemática con los años setenta. (Después de todo, el escenario de Volveré es el del gobierno de Cristina, al que también se lo suele tildar de “setentista”.) No lo había pensado, pero puede ser. En el caso de la literatura quizás lo vea más claro, porque por mucho tiempo Osvaldo Lamborghini fue mi escritor de cabecera (algo así como un modelo a actualizar), hasta que vinieron otros polos magnéticos a atraer mi atención hacia otros lares. En cualquier caso, sospecho que lo estoy haciendo en ambos libros (sin ser del todo consciente de la maniobra) es poner en escena un conflicto entre hacer algo nuevo y hacer algo que me entretenga. Y no, en general no van de la mano. De hecho buena parte de lo que estoy leyendo actualmente son escritores que, si bien en algunos casos no dejan de innovar (estoy pensando en David Mitchell), tienen el foco puesto en contar historias atractivas, desarrollar personajes, alterar puntos de vistas y demás tópicos de lo que hoy por hoy es un tipo de narrativa más o menos convencional. Voy a tirar algunos nombres más, para que quede un poco más claro qué tengo en la cabeza cuando digo esto: Pierre Lamaitre, Don Winslow, Zadie Smith, Murakami, Jonathan Franzen.
En cierto momento de la trama el narrador reflexiona a la par de Washington que el acto de editar un libro es un chiste, una ironía, un recurso de distanciamiento. ¿Pensás eso? ¿Por qué editar es distanciarse?
No creo que editar sea un chiste. Lo habré dicho para hacerme el canchero. Sí creo, obviamente, que hacerlo bien conlleva un cierto distanciamiento mayor al que el autor puede tener con respecto a la propia obra. Pero ese objetivamiento (comillas) y desinterés (más comillas) juegan a favor del libro editado, que casi invariablemente mejora con la intervención de manos ajenas. Y el autor inteligente debe aprender a escuchar y conceder. Por supuesto, en otras ocasiones también tiene que mantenerse firme, pero eso como que sale más fácil, ¿no?
Si bien hablan de ficciones, en varias oportunidades los personajes dicen que: “no todo puede ser dicho, no todo puede ser publicado, hay límites éticos que respetar”. También se dice, irónicamente, que la literatura no es un ejercicio de la libertad absoluta. ¿Con quién estás dialogando en estos pasajes? ¿Qué te empuja a esa ironía recurrente?
Creo firmemente que todo puede ser dicho, que todo puede ser publicado, que no hay límites éticos que respetar. Que la literatura (y el arte, en general) debería ser un ejercicio de libertad absoluta. También creo que estoy en minoría. Hay una corriente cada vez más dominante que prefiere una sociedad en la que el respeto le gane a la libertad. A mí me gusta más al revés. Prefiero una sociedad en la que, si te molesta algo que se dice (o incluso que te dicen), no te quede otra que aprender a bancártelo. Es un ideal menos empático, pero más adulto. Pero no sé si, en última instancia, hay argumentos decisivos a favor o en contra de estas preferencias. Puede que, lamentablemente, sea solo cuestión de gustos/////////PACO