Lo peor que tiene una obra, buena o mala, es tener a su autor hablando de ella. Los artistas Sandra Yagi y Gonzalo García no son la excepción a esa regla. Como fiel reflejo de época, ambos cumplen con todos los requisitos de lo que las clases progresistas del mundo esperan de las figuras culturales, o sea, que tengan un discurso “noble” y se abanderen en causas que emocionan a “mayorías” modernas o, mejor dicho, virtuales (apreciación que en este caso va mucho más allá de las redes y apela a la fantasía de las construcciones “colectiva” que surgen de ahí). Con un caudal de creaciones imponentes, buenas técnicas y relatos, cada vez que Yagi y García abren su boca para explicarnos lo que hacen babean lo que sus cuadros tienen para decirnos. En cualquier búsqueda que se haga sobre Sandra Yagi se encuentra su historia: hija de una familia de clase media, interesada en el arte y la ciencia desde chica, sus padres fueron víctimas de un mundo en guerra y le inculcaron el valor de la conciencia social, política y cultural, etc. Estos datos construyen la antesala perfecta de sus reflexiones y militancia frente a las atrocidades humanas, el descontrol ético y el maltrato al medio ambiente. Sin embargo, mientras Yagi nos cuenta que pinta sobre la involución y como estamos agitando un inminente apocalipsis, sus fabulosas obras, muchas presentando el mundo post apocalíptico, están llenas de vitalidad. El condimento de las piezas son las transformaciones genéticas y el desborde de pasiones que contienen. Son cuadros vivos, hay tensión y desesperación pero también aparece la calma y lo lúdico. Además, gracias a los paisajes que impone y la anatomía al descubierto que envuelve a sus protagonistas, se lee perfecta la fe. Y si hay fe es porque hay deseo, y mientras haya deseo hay vida, y la vida está compuesta de ciclos. Solamente en la infancia vemos imposible y lejos los finales y, cuando los vemos, jamás los pensamos fatales.

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El condimento de las piezas son las transformaciones genéticas y el desborde de pasiones que contienen. Son cuadros vivos, hay tensión y desesperación pero también aparece la calma y lo lúdico.

Otro aspecto clave, e infantilizado cuando ella intenta explicarnos lo que hace, es la manera en la que nos muestra a los hombres y animales: lo hace en esqueletos o en carne viva, también mezclándolos y coqueteando con lo mitológico. Si bien las contradicciones del progresismo no sorprenden -y estamos de acuerdo que todos somos contradictorios y que muchas veces la razón de esas contradicciones es el movimiento natural de las cosas- en este caso su contradicción también peca de ignorancia o de un intento de innovación para nada eficaz. Desde el tarot hasta Halloween o el Día de los Muertos, pasando por diversas culturas antiguas y contemporáneas, los esqueletos representan una muerte que, lejos de ser catastrófica, se refiere a (re) inicios que, generalmente, están asociados a los tiempos de limpieza y nuevas cosechas. En esas imágenes, conviviendo con la carnalidad, todo indica que hay un cambio de piel (mandatos, sistemas, hábitos, etc.) que nos deja a punto para esa nueva construcción y conquista. O sea, entre los ciclos siempre hay procesos. La Galería Arte Actual Mexicano presenta a su artista Gonzalo García de la siguiente manera “regresa (a México) a enfrentarse pictóricamente con la más brutal realidad de nuestro país”.  Con influencias de Francis Bacon y de Egon Schiele, García pinta la metamorfosis constante a la que nos exponemos por el simple hecho de estar vivos y la figura directamente sobre los cuerpos. A partir de las relaciones, de la soledad o solidaridad, y de nuestra manera de interactuar con todos los sistemas en los que estamos incluidos, la carne se rompe y se corrompe, inevitablemente lo primero y consecuentemente lo segundo. Porque así como siempre hay una primera vez, no existe el retorno al punto original y, por ende, tampoco el “última vez”, al menos mientras que haya vida, y eso altera de manera obligatoria nuestras condiciones, refiriéndome con “condiciones” a nuestro precio, nuestro debe y haber personal e interrelacionar. En esa desfragmentación, volvemos sobre lo mismo, aparecen los procesos y los ciclos.

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Si bien las contradicciones del progresismo no sorprenden en este caso su contradicción también peca de ignorancia.

Las series más pretenciosas del mexicano son “Cerdo, yo y el mundo rosa del consumo” y “De penetraciones y complicaciones”, dejando nada para agregar y volviendo descartable un trabajo que permitiría mucha más exploración y sensualidad si su necesidad de contarnos sus sensibilidades sociales lo hubieran permitido. En esos nombres, además de notarse desprecio por el proceso del que básicamente se nutre para pintar, nos obliga a recibir su arte de la manera que él vive el mundo. Creer que el hombre es enemigo de la Tierra, es ponerse en un nivel supremo y sagrado, aunque sea expuesto como algo empático. Los enemigos, para ser tales, tienen más que puntos en común y refugian su tensión en la necesidad de mejorarse unos a otros, o sea, están a una misma altura sino, y de esto el progresismo sabe mucho, no es enemistad, es necesidad de ser importante para la otra parte y/u otras partes.  (Tranquilos ambientalistas, no podremos salvar al planeta pero tampoco vamos a explotarlo, tengo entendido que este mundo convivió con especies y espacios en constante transmutación y extinción desde el inicio de los tiempos y siempre los trascendió). A su vez, no podemos ignorar que, atrás de la urgencia y preocupación latente sobre el medio ambiente y el consumismo, también se revela un posicionamiento de clases; si esas son las banderas a flamear es porque hay un pleno y una percepción surreal de la verdadera violencia que habita en no terminar nunca de construir igualdades desde la justicia social y no desde actos poéticos. No es complejo distinguir el espíritu narcisista contemporáneo en un mundo híper ideologizado, siendo el gran sostén (de esa “híper ideologización”) la infantilización, convirtiendo todo en una batalla entre buenos y malos pero exponiendo de igual manera los mismos niveles de violencia. Por supuesto, violencias que se manifiestan con diferente legitimidad pero misma visión imperativa.

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Este escenario, que suele ser presentado como politizado, no admite cuestionamientos ni reflexiones alternativas, y, en la mayoría de las ocasiones, se desprende de partidismos.

Este escenario, que suele ser presentado como politizado, no admite cuestionamientos ni reflexiones alternativas, y, en la mayoría de las ocasiones, se desprende de partidismos. Si a eso le sumamos la carencia de discernimiento y organización, la maratón de bondades termina fertilizando zonas liberadas que, vaya trampa, favorecen a sus “enemigos íntimos”. Estos últimos -que tienen la política, el partidismo, el discernimiento y la organización– no llegan a verse afectados por “logros colectivos” que son más hijos del impacto que de la transformación. Se puede jugar el juego sin conocer las reglas, pero si mientras estás jugándolo, además de desconocerlas, querés imponer las tuyas, no esperes ganarlo.  “Mi madre me ajusta el cuello del abrigo, no porque empieza a nevar, sino para que empiece a nevar” decía Cesar Vallejo. En esa línea entusiasta y fervorosa de empoderamiento místico encontramos cómo viven e interpretan el progresismo, y también sus referentes culturales, la realidad.  La necesidad de vivir momentos históricos no hace más que mostrar que toda esa energía “militante”, con énfasis direccionado a lo abstracto y “mistificando” el día a día, busca ganar solamente una causa: evitar el olvido. Y, alerta spoiler, de esta manera, el final no sería el deseado. La moda de hacer noticias y/o movilizaciones las vivencias, la dictadura del fervor, la exaltación con la que se viven todas las elecciones y/o costumbres sexuales (remarco el “todas”), el flagelo de las autodenominaciones, el agite al desapego, la transmisión en vivo a pleno por todas las redes sociales de lo que se va sintiendo y haciendo, la no distinción entre íntimo y privado y, por ende, los descuidos de ambas construcciones, etc, son todas situaciones cotidianas que terminan convirtiéndose en poses. No hay relaciones, ni mucho menos vínculos ni escenarios culturales, que puedan ser sostenidos en ese nivel de enajenación. Lacan nos hablaría del poder de la consistencia, a la que define como “lo que mantiene algo unido”, llevando sobre esas palabras una carga mayor a la cohesión, porque apela al sostén que surge desde ella. En estos contextos reconocer los propios vacíos y miedos, sabernos un mix de bondades y miserias, mejorar nuestras relaciones más cercanas y valorarlas, sumarnos compromisos con cada una de ellas, compartir, profundizar en la intimidad propia y con los cercanos, buscar contrastes que nos permitan cuestionar y cuestionarnos, prestar especial atención a cómo nos alimentamos (física, emocional, intelectual y políticamente) y los hechos que nos rodean, cuáles generamos y en cuáles podemos generar algo nosotros, o bien, simplemente ser vulnerables, creativos y mortales, porque así fuimos creados, nos hará habitar la porción del mundo que nos toca de una manera mucho más genuina y saludable. Y esto, hoy por hoy, parece ser más revolucionario que esa satisfacción inmediata y efímera que es levantar en una plaza multitudinaria pancartas rezando slogans y repitiendo consignas como mantras////////PACO