Llegamos a Napoli desde Roma en un tren regional que alcanza los 300 kilómetros por hora. El viaje duró poco más de una hora y entre túneles, curvas y paisajes rurales, tal como estaba previsto, bajamos con nuestras valijas en Napoli Centrale. La estación es relativamente grande y fue una especie de sorpresa encontrarla tan bien señalizada después de que los romanos nos advirtieran una y otra vez del caos y la desprolijidad inscriptas en los genes napolitanos. Que “ojo que en Napoli siempre los van a querer cagar”, que “controlen lo que consumen porque los napolitanos les van a querer cobrar de más”, que “la ciudad es muy peligrosa”, etcétera. Una monserga típica del habitante promedio de la capital que ve peligro donde lo que hay no es mucho más que el folklore colorido de la diferencia. Nota: la mirada de corte peyorativo hacia el interior del país es patrimonio de la humanidad.

Compramos los pases para el Metro en un tabacchi, que además de funcionar como kioskos, son los lugares autorizados para vender boletos para el transporte local. Sonaba un reggaeton en español que el tano que nos atendió intentaba tararear. “¿De dónde son?”, articuló. “De Argentina”, contesté. “¡Maradona!”, respondió. Si en Italia la módica barrera del idioma es la que la buena voluntad de los interlocutores permite que sea, en Napoli ocurre algo distinto: hablar en castellano o, corrijo, hablar en argentino o, vuelvo a corregir, ser escuchado con la tonada tana que impostamos, casi involuntariamente, cuando nos comunicamos, derriba además de la frontera lingüística una incluso más importante. Si compartir nacionalidad con un Papa tan popular y querido como Francisco eleva en Roma nuestra ciudadanía al estrato de lo ridículo, en Napoli ser argentino significa ser coterráneo de Dios. Hablar de la huella que dejó Diego Armando Maradona en la ciudad no alcanza para hacer justicia a este fenómeno: mientras la huella designa una marca hecha o dejada en el pasado que es visible desde el presente y sobrevive en el presente, esta es una que persiste en su hechura, incluso veintiocho años después de haber usado por última vez la camiseta número 10 de la Società Sportiva Calcio Napoli.

En esta ciudad, cuando se menciona “Argentina”, lo próximo que se dice es “Maradona”. Sin excepción ni asociaciones, sino con una convicción que convierten al país y a la persona en una misma cosa, en un mismo sujeto.  El sintagma “Argentina – Maradona” constituye una verdad universal, de esas que discuten solamente quienes tienen tiempo, energía y vuelo creativo para las conspiranoias. El pibe del tabacchi nos vendió los billetes, nos explicó dónde estaban los andenes y cuántas estaciones teníamos hasta bajar para llegar al hospedaje. Dijo, entre risas, que él era el hermano del Pocho Lavezzi. “Otro que busca el milagro en la barba candado”, pensé.

Las austeras líneas de subte circulan a muchos metros de la superficie. No lo sé exactamente, pero estimo que se debe a las subidas y bajadas estrepitosas sobre las que se ubica la urbanización. Subimos cuatro tramos de escaleras mecánicas y un ascensor para salir a la calle para que, de la nada, se nos aparezca el Castel Nuovo y el quilombo de tránsito napolitano en su esplendor. Frenazos, bocinas, puteadas y peatones que cruzan las calles y avenidas como se les canta, cuando se les antoja y por donde les conviene: no hay disciplina ni orden, ¿y por qué la habría si el ecosistema funciona bien así? Aunque nos las ingeniamos para llegar al departamento con ayuda de los mapas offline que descargamos del oráculo Google, hay que estar dispuesto a perderse. Las calles son empedradas y angostas, ascendentes y descendentes.

Serpentean plazas, palacios, iglesias, capillas, monumentos, fuentes y domos. Hay calles paralelas con idéntico nombre y las numeraciones responden a un criterio que no conocemos. Las veredas no existen en todos lados y los autos y la infinidad de motitos van controladamente rápido: te pasan tan cerca como pueden, como si no hubiera un centímetro de sobra, como en un rally donde la medida de las cosas fuera propiedad de los conductores. Luego nos contaría un amigo napolitano que el lugar hacia donde caminábamos, el Quartieri Spagnoli, es el único barrio de la ciudad donde los edificios se construyeron sobre grillas más o menos ordenadas, conformando lo que conocemos como manzanas. También nos contaría que en Napoli está el barrio con mayor densidad de población de Europa: Portici.

La idea de ir a la cancha a ver al Napoli se hizo más concreta cuando, después de comprar pasajes y elegir recorridos, nos dimos cuenta de que el equipo jugaba de local contra Torino justo el domingo que íbamos a estar en la ciudad: un poquito de mística y casualidad futbolística. El desafío era conseguir comprar las entradas sin que nos estafen y sin acudir al despellejamiento practicado en turistas, con esos tours sobretasados para los millonarios, los cómodos o los quedados. En el primer lugar al que entramos -una tienda de deportes con venta oficial de indumentaria Kappa- el vendedor nos quiso cobrar 50% más del valor de la entrada “per la gestione dei bigglietti” y nos dijo que ya quedaban pocas, que teníamos que apurar la transacción. Pero es difícil tomar por boludos a los que inventaron la palabra boludos. “No, tante grazie”, dijimos, y nos fuimos pensando que querer ventajear al extranjero quizás sea otro bien transnacional. Nos sentamos en una trattoria y le preguntamos por las entradas a una de las mozas. Enseguida, hospitalaria, llamó a su fratello, hincha presencial de Napoli, que con un italiano bien enrevesado nos mandó al lugar correcto. Fuimos, compramos. Lo logramos.

“Maradona como jugador habrá sido muy bueno, pero como persona deja mucho que desear”. Pese a mi pobre memoria, todavía recuerdo con claridad esa frase la última vez que discutí con alguien acerca de Maradona (porque además se la repite en todos sus formatos). Fue hace unos meses que, a raíz del casamiento de Dalma o de alguna noticia relacionada con la vida privada de Diego, la discusión escaló hasta los gritos y derivó, por supuesto, en un asunto político. Las recriminaciones de mi colega a Maradona eran morales y cuestionaba -claro que sin conocerlo, sin haberlo visto una sola vez en la vida, sin haberlo cruzado ni siquiera de casualidad en un pasillo- la calidad de su persona. Que las drogas, que sus hijos no reconocidos, que su vínculo con Claudia Villafañe, que el trato con los periodistas, que las mujeres y la joda.

“En esta sociedad se le exige más a Maradona que al propio presidente”, recuerdo haberle contestado, con voz aguda y espíritu irritado, para aumentar la tensión en la discusión sobre un tema cuya conclusión no iba a cambiarle ni la opinión ni la vida a ninguna de las dos. En Napoli la inutilidad peligrosa de Macri no existe y la vida personal de Maradona no importa en lo más mínimo. Sin embargo, volví a escuchar el barullo de ese intercambio acalorado cada vez que alguien nos decía “Maradona” y nos daba la mano, como quien cierra un trato de hermandad, un acuerdo ítalo argentino de respeto y cariño mutuo. ¿Es posible moralizar una pasión? ¿Por qué se intenta politizar a los ídolos? ¿Cuáles son los límites tan bien demarcados que tienen los que juzgan al jugador como un sujeto exento de la persona? ¿Desde dónde lo examinan? Para los detractores y para los fanáticos quizás la pregunta sea la misma: ¿dónde empieza Diego y dónde termina Maradona?

Escribo esto sin corregir desde la incomodidad del block de notas del celular mientras intento contar las veces que el trato napolitano cambió, gracias a D10S, de lo cortante a los chistes y las sonrisas. Me es realmente imposible. Repaso mentalmente la memorabilia de Napoli para no olvidar que la ciudad no está completa sin los imanes, los muñecos, las camisetas, las remeras, los gorros, las bufandas, las banderas, los banderines y los pines de Maradona que, con otro toque de mística, adornan las calles de celeste y blanco. Detrás de los contenedores de basura, que están dispuestos en toda la ciudad y que no dan abasto, las paredes muestran pintadas, stencils, murales, altares y graffitis de Diego. Se dice que no sólo lo hacen los locales, sino que viene gente de otras partes a estamparlos. Como el diseñador gráfico argentino San Spiga que, además de inmortalizar a Diego en el barrio de La Paternal -en los alrededores de la cancha de Argentinos Juniors-, dejó su porción de arte maradoneana en este lugar del sur italiano que podría pensarse como un mundo aparte. Las callecitas y pasajes están señalizadas, indican hacia donde ir para encontrar los “Murales Maradona”. Repito: Napoli sin Maradona está incompleta. “Y viceversa”, pienso, aunque me gustaría cerciorarlo con el protagonista de esta historia.

El domingo a la tarde emprendimos viaje al Stadio San Paolo en el barrio de Fuorigrotta. Una caminata larga hasta la Piazza Amedeo -en la que, como estaba previsto, nos perdimos- y de ahí 20 minutos en tren. En el andén vimos a dos tipos abrigados con la campera azul con el auspicio rojo de Lete. Los usamos de guía para llegar al estadio, que de la estación Piazza Leopardi, queda a muy pocas cuadras. Acostumbrados a los operativos de seguridad del Monumental, en el que los controles son de muchos a interminables, del San Paolo nos sorprendió la ausencia total de perímetro. El estadio está muy metido en el barrio o, me corrijo, inserto entre los edificios de pocos pisos del suburbio, como en un juego de encastres. No hay gendarmería, ni seguridad paga por el club o despliegues grandilocuentes: sólo puñados de policías, que están ahí simplemente porque les toca, con una actitud de despreocupación bastante tranquilizadora. Todo pareciera indicar que, contra el mito pendenciero, en Napoli el fútbol se vive sin grandes complicaciones. Dato: se juega con público visitante.

Nos pusimos a hacer la fila para entrar a la “curva B” faltando poco para el comienzo del partido. Todavía éramos muchos los que estábamos afuera y, sin embargo, desde adentro del estadio ya se escuchaban las arengas de los tifosi. Nos habían recomendado ir a ese sector porque es donde se alienta y se siente el espíritu de la hinchada. Nos habían advertido también que en los ultras -algo así como lo que conocemos como barras- había dos grandes grupos: uno moderado, permeable a recibirnos entre su gente, y otro cerrado y dispuesto a ir al choque, híper compacto. Logramos entrar con el partido ya comenzado por apenas unos minutos, con un control de entradas, documentos y cacheo bastante poco apurado por los locales. Subimos dos o tres escaleras y desembocamos en el medio del gran grupo de hombres que, vestidos de negro y levantando coordinadamente los puños en gritos secos, nos invitaron gentilmente a que encontráramos otro lugar: no hay ahí espacio para turistas y no tuvimos ni siquiera chance de sacar nuestro pasaporte maradoneano para ver si era posible convertirnos en la excepción. Nos ubicamos a unos metros, lo suficientemente lejos para no molestarlos, lo suficientemente cerca para sentir la vibración que transmiten esos gritos y esos brazos en alto. Impresionante, como un ejército de machos de aguante.

Al frente de la tribuna, están con un megáfono los que dicen qué se canta y cuándo se canta, dándole la espalda al césped, porque lo que pasa dentro del campo de juego necesita de lo que se canta desde afuera y son ellos los dueños de esa responsabilidad. El resto obedece. Suenan versiones de canciones de cancha con la música de Matador de los Fabulosos Cadillacs, otra con Bad Moon Rising de Creedence y algunas canzonettas típicas como “Conquista la vittoria, conquistala per noi” o “Segna per noi, gonfia la rete”. Otros hinchas flamean banderas gigantes durante todo el partido, por lo que la visión del juego está interrumpida por esos símbolos que van y vienen sin pausa y sin pensar en los que están atrás. Una de las banderas más grandes tiene estampada la cara de Diego Armando Maradona, como si aún estuviera ahí, con los rulos al viento y de shorcito blanco, pateando la pelota en busca de otro gol. La gloria es un ejercicio de la memoria pero de una forma de memoria particular porque Napoli no deja que el pasado se muera ahí, que quede cada día más lejos, perdiendo su sentido. Napoli no recuerda sino que hace presente la historia, la vivifica,  y lo que pareciera melancolía es una gesto de orgullo. Conocer lo más alto es sólo para unos pocos, como la belleza y el talento, y como la belleza del talento.

Vuelvo sobre mis preguntas y respondo parcialmente, como puedo. En Napoli Maradona es Dios y Dios no se equivoca. En Napoli, repito, no importa su vida personal porque la moral es el negocio a pérdida de los seres humanos y él, humano no es. En Napoli se ama a Maradona por lo mostrado y demostrado dentro de la cancha, en su juego, su magia, sus goles de potrero y sus goles renacentistas. Se lo honra por su fidelidad. No importa que el periodismo haga, en cada oportunidad que se le presente, el trabajo sucio de llenar minutos de pantalla y las hojas y portales para desprestigiarlo: Maradona es ídolo y punto, una entidad a la que no se le puede pedir más nada porque no hay nada más alto. Los napolitanos saben de qué se trata la canonización: no elevan a la categoría de ídolo a Maradona para luego exigirle que sea un ser humano. En esa coherencia hay aceptación. Un respeto por la pasión como en pocos lugares visto, donde nadie, por más osado que se considere, se atreve a arrastrar a un Dios por los lodazales de lo político. Napoli acepta el caos, la mugre y al Diego como parte de su perfección. A medida que avanza la noche de domingo, el frío se hace cada vez más hostil en el San Paolo. Napoli es mejor que Torino pero el partido termina 0 a 0. Los jugadores se acercan a la curva B a saludar a los tifosi que, leales, nunca dejaron de alentar. Hay tranquilidad en el aire, el equipo va segundo en la tabla por debajo de la Juventus, palabra que no se pronuncia sin agregar “merda” después. Napoli es un lindo lugar para reflexionar sobre los dolores que garantiza la pasión///////PACO