Cuando a mediados del siglo pasado Martin Heidegger dijo que “la ciencia no podía pensar”, lo que de algún modo quedó inaugurado fue la opción de que la ciencia, en cambio, pudiera “sentir”. ¿Pero cómo dotar a los objetos creados por la ciencia de una densidad existencial propia? ¿Y hasta qué punto esa cualidad podría inaugurar incluso una nueva sensualidad? Estos son apenas algunos de los asuntos que el filósofo francés Gilbert Simondon (1924-1989) sigue haciendo resonantes en un mundo donde, por ejemplo, cada nuevo iPhone anunciado por Apple desata ataques masivos de histeria comercial, estética y también clasista, o donde palabras como “robofilia” ‒el sexo con robots‒ se despegan de la ciencia ficción para sumarse al campo de las más inminentes experiencias reales. Surgido en la misma época en que Heidegger cerraba la puerta a la posibilidad de pensar un modo de existencia de los objetos técnicos ‒y esa, por supuesto, no era la menos poderosa de las manos para cerrar una puerta así‒, el pensamiento de Simondon comenzó a explorar la “cibernética” cuando el término no solo era apenas incipiente sino que también confrontaba a los hombres con “el temor de ver que todas sus fuerzas se vuelven en su contra”, como escribe en 1960. Traducido y editado en Sobre la técnica, en el que la editorial Cactus acaba de compilar todos sus trabajos entre 1953 y 1983, la ocasión para asomarse desde la mirada de alguien que percibió como pocos nuestro presente resulta oportuna.
Cuando a mediados del siglo pasado Martin Heidegger dijo que “la ciencia no podía pensar”, lo que de algún modo quedó inaugurado fue la opción de que la ciencia, en cambio, pudiera “sentir”.
Entre temas como la utilidad y la sacralidad de los objetos, la industrialización de la vida a gran escala, el auge en alza del automatismo y el trance de una sociedad política y cultural cuyas últimas prácticas artesanales se disuelven en una nueva economía del cálculo productivo, la obra de Simondon es también un engranaje clave para entender, además, las dos grandes posiciones contemporáneas ante la técnica. Por un lado, una “tecno-fobia” nutrida de desconfianza frente al vértigo de lo que las máquinas son capaces de hacer hoy con la Humanidad, y por otro un “tecno-optimismo” ‒también llamado “solucionismo tecnológico” por el crítico bielorruso Evgeny Morozov o simplemente “tecnocracia” por el politólogo inglés David Runciman‒ nutrido de confianza ante lo mismo. Lúcido para atemperar miedos y entusiasmos por igual, la apuesta de Simondon se resuelve precisamente en el planteo de una “tecnicidad” que, en tanto modo de ser de los objetos técnicos, incluye la noción de una red temporal y espacial que no arrastra ni a la degradación ni a la epifanía a los hombres que construyen, usan, modifican o desechan a los objetos. Así, Simondon toma una distancia filosófica inédita de la posición terminante de Heidegger ‒y de muchos de sus seguidores hasta la actualidad‒ para permitirle a la técnica trascender la mera categoría de “utilidad” o “finalidad práctica” y elevarse a la categoría “sacra” de cultura. Escritas hace casi seis décadas, al menos en esos términos las palabras de Simondon podrían figurar en cualquier discurso estándar pronunciado hoy en Silicon Valley: “Si todos nuestros sufrimientos provinieran de los objetos técnicos, bastaría con hundirlos en el mar luego de haberlos cargado ritualmente con nuestras faltas. Pero sería mejor conocerlos según su verdadera naturaleza, que no es solamente su utilidad, en vez de involucrar a la tecnicidad y la sacralidad en un combate frente al cual los espectadores no se purifican más que las multitudes cuando contemplaban, en los inicios de la decadencia romana, a los cristianos viéndoselas con las fieras sobre la arena ensangrentada”. En tal caso, lo que el autor de El modo de existencia de los objetos técnicos o Imaginación e invención no tuvo oportunidad de ver fue hasta dónde esa “verdadera naturaleza” de la técnica, en especial desde la invención de internet y su profundo rediseño de las relaciones sociales y comerciales, iba a combinarse con la naturaleza humana.
«Si todos nuestros sufrimientos provinieran de los objetos técnicos, bastaría con hundirlos en el mar luego de haberlos cargado ritualmente con nuestras faltas».
Para medir la vigencia de Simondon conviene entonces pensar de qué manera la conciencia, la percepción y la acción de los hombres y las mujeres del siglo XXI es indisociable de las pantallas y las plataformas que hoy llamamos “inteligentes”. Un término publicitario que asociado ya en su época al diseño de autos le servía a Simondon para iluminar los motivos por los que una máquina podía presentarse bajo “una mitología semivitalista” capaz de ocultar soldaduras y remaches hasta volverla “indecodificable”, esto es, suficientemente elaborada y pulida como para esconder sus propios componentes y existir como pura exterioridad. De esa manera ‒hoy absolutamente crucial para un mercado global como el de los smartphones, con 280 millones de unidades vendidas en el primer cuatrimestre de este año según la consultora Gartner‒, el objeto puede incluir en su propio diseño un efecto específico: si lo indescifrable desalienta por un lado cualquier preocupación por el mantenimiento, por otro reduce al objeto al papel de un “esclavo mecánico del cual no buscamos conocer su lengua sino obtener un servicio determinado”. Ante esto, el reproche filosófico simondoniano nos devuelve a uno de los instantes más delicados del presente: si una máquina es “aquello por medio de lo cual el hombre se opone a la muerte del universo”, y si el nuestro es un tiempo rodeado como nunca antes de máquinas, ¿por qué no pensar la “tecnicidad” como un asunto de relación entre el hombre y el mundo “antes que como un asunto de los objetos técnicos”? No es difícil entender por qué el pensamiento de Simondon puede resultar, a partir de premisas por el estilo, “incómodo” entre quienes hoy prefieren pensar cuestiones como el cyberbullying como si fuera algún tipo inédito de catástrofe creada por la tecnología digital o quienes consideran que las redes sociales agotan su mérito en la desaparición aparente de la intimidad.
¿Por qué no pensar la “tecnicidad” como un asunto de relación entre el hombre y el mundo “antes que como un asunto de los objetos técnicos”?
En ese contexto, la verdadera apuesta intelectual todavía consiste en pensar la relación entre las máquinas, el mundo y los hombres a través de una “psicosociología” ‒como la llamó Simondon‒ dentro de la cual la producción y la utilización de nuestros objetos técnicos no excluye ninguno de los problemas vinculados a la representación, los intercambios, los errores, las ilusiones y los mitos que le dan sentido desde siempre a la humanidad. Es por eso que entre los intereses de su filosofía se destaca una especial reinterpretación de la “sacralidad” y la “ritualización” de la técnica, útil para enriquecer con imágenes y símbolos ‒“al igual que los caracteres de la sexualidad, velados por las vestimentas, se manifiestan de nuevo en la ritualización culturizada del atuendo elegante”‒ la consumación del vínculo con los artefactos que rodean y sostienen nuestras vidas. Las luces, las predicciones, las vibraciones, las curvas, la memoria, los sonidos, las notificaciones: ese amplio despliegue de recursos con los cuales se ha ido ritualizando en las últimas décadas un lazo cada vez más revelador entre la necesidad funcional y la utilidad perceptiva de las máquinas y quienes las usan sigue en curso. Y en ese punto, el hombre como objeto (incluso de deseo) de la ciencia aparece entre las ideas de Simondon apenas como un ejemplo de lo que “la optimización de las operaciones laborales” podía producir en el trabajo. Faltaban unos años para que los avances de la genética humana y la inteligencia artificial redefinieran, otra vez, la sensibilidad humana ante las máquinas///////PACO