fisicoculturismo


Manifiesto del fisicoculturismo romántico

No pasarán

Desde el nacimiento de los fosfolípidos en el inicio de los tiempos, no hubo en el mundo una revolución tan grande sobre el límite como el fisicoculturismo. La primera, fue un movimiento inconsciente y prelingüístico que nació de la necesidad de un organismo de separarse del entorno, creando una membrana. Este antecedente permitió el nacimiento de algo nuevo: la célula como la conocemos hoy en día. La segunda, mucho más tardía, nació en plena revolución industrial con la necesidad de distanciar al cuerpo de lo meramente utilitario. Así, con la ayuda de las primeras máquinas de gimnasio, se volvió un objeto de contemplación. No es casual que Eugen Sandow, creador del culturismo, fanático de las máquinas, los cigarrillos y el circo, haya sido contemporáneo de Marx.

El culturismo siempre fue borderline, no solo por su indefinición –que va y viene entre el arte, el deporte y el espectáculo circense– sino también porque crea una forma material y teatral de revelarse contra la naturaleza. Si en Marx el trabajo enajenado separa al hombre de su producto, en el culturismo la máquina se vuelve una aliada que hace posible la emancipación del sujeto de la cadencia del mundo.

La vida contemplativa

El fisicoculturismo, como puesta en escena y como sacrificio religioso, goza del abismo de la soledad. Los primeros eremitas encontraron en la retirada una nueva forma de hablar con Dios, de conocerlo más de cerca, construyendo torres altísimas para alejarse de sus familias, novios y amantes. El ayuno y la soledad permiten el encuentro íntimo con uno mismo. La soledad del asceta es la misma que la de un enfermo, un monje, un preso o un artista. Incluso el encuentro con Dios funciona de excusa para no tener que ver a nadie nunca más en tu vida. En el arte, la religión y el conocimiento, la soledad logra estilizarse y ser digna de sí.

Cuando era chica mis viejos tenían un gimnasio. Fue el negocio familiar durante mucho tiempo: un par de máquinas para hacer musculación en un salón que había sido una verdulería. En algún momento empezó a venir a entrenar un chico de otro pueblo. Usaba lentes espejados, musculosas que dejaban ver su torso desnudo y una calza súper ajustada que escondía bajo un jogging viejo. Era tímido, pero, por lo poco que contaba, le habían prohibido la entrada a todos los gimnasios de su pueblo. No soportaban los jadeos y su mera presencia incomodaba a las señoras y a los gringos. “Ahí viene Rambo, el loco”, decían. Entonces se subía a una Zanella hecha mierda y hacía 140 km. por la ruta para hacer sus rutinas.  Era determinado y obsesivo. En esa peregrinación en moto, a la siesta con los 40° del calor Santafesino, se podía ver al monje, al prófugo, al artista.

La vacuidad

Es superficial quien no tiene quien lo defienda. Vaciarse de toda defensa argumentativa es un peligro para todos los hombres del mundo. Miguel de los Molinos fue el precursor de una escuela religiosa cristiana basada en la negación, en el vaciamiento subjetivo, para hacerle un lugar a Dios. Para Miguel, la vacuidad es un acto de valentía pura y una invitación al encuentro con lo divino. El grupo español Los Punsetes le rindieron un homenaje con una canción que lleva su nombre: “Ya solo quiero refugiarme en esta paz/Para que el rey descanse en el trono de mi alma/La renuncia es el camino hacia la gracia/Nada hay más hermoso que la nada”.

Un cuerpo escupido por los dioses

Dios nos escupió varias veces. Las cosas empezaron a cambiar cuando dejamos de intentar devolvérsela y hacer con su saliva grandes cosas. El fisicoculturismo, como todo intento apolíneo por darle forma al misterio, es una forma de rebelión contra la naturaleza. De Miguel Ángel, nos apropiamos los detalles, la soberbia y el dolor que se ve en los ojos de las esculturas que nunca devuelven la mirada. De Schwarzenegger, la pisada escénica y el estoicismo. De los dioses griegos, la inmortalidad. Y de los mártires, la distancia melancólica de lo que no pudo ser.