Entonces, cuando yo era chico, estudié magia. La semántica del recuerdo se presta a precisiones, pero esto es autobiográfico y las peripecias del sentido pueden esperar. Fue entre 1991 o 1992. Las clases eran los sábados a la mañana. Un edificio de oficinas sobre una galería en Avenida de Mayo. Al fondo de la galería había un local donde se vendían los productos necesarios para fabricar magia. (Complejizo esa relación semática: hay algo del orfebre y del sujeto industrial en la magia; es decir, la magia no sucede sino que se construye). El profesor era el mago Jorge Trouve (esto lo recuerdo bien porque tenía un libro con lecciones de magia escrito por Jorge Trouve y porque recuerdo mejor lo que leí muchas veces que lo que hice muchas veces). Leo en Google que Jorge Trouve murió en agosto de 2002. Era un buen profesor. Didáctico y paciente, se tomaba ese par de horas de clase con bastante humor. Al menos durante el tiempo en que fui su alumno, fui su alumno más joven. La primera lección era no contar a cualquiera cómo se producía la magia. No se trataba de un problema de mercado sino de una cuestión de honor. Respeto hacia la fantasía. Lección ética inaugural.
A la primera clase fui solo (tendría nueve o diez años) y lo que encontré fue una larga habitación alfombrada con sillas. Uno se sentaba y tomaba nota de cada truco. Se enseñaban uno o dos por clase. Primero la ejecución, luego la demostración, después la explicación paso a paso y, al final, una nueva ejecución. En el medio, los alumnos hacían preguntas, pedían detalles, tomaban apuntes. Los alumnos eran adultos, en su mayoría hombres. Las pocas mujeres que había eran, supongo, madres preocupadas por aprender lo necesario para entretener a los amiguitos de sus hijos en alguna fiesta de cumpleaños. La segunda lección fue que la magia (como tantas otras nobles prácticas humanas) no era para las mujeres. El rol de la asistente es elocuente y vital al respecto.
A partir de la segunda clase (mi desconcierto inicial fue evidente) me acompañó mi padre. Él tomaba las notas, él prestaba atención a los detalles y por la tarde, en casa, él me ayudaba a perfeccionar la ejecución. Después de eso, yo podía hacer los trucos con suficiente éxito ante mis hermanos. Por supuesto, mi padre se ocupaba también de comprar los materiales necesarios. Imagino que a mi padre le tocaba, además, la obligación social de conversar con los otros hombres (de su edad o mayores) durante el recreo para el café y los cigarrillos en la mitad de cada clase. En retrospectiva, me pregunto si la paciencia necesaria para acompañarme a mí cada sábado a ese lugar (íbamos en auto) y tratar con ese grupo de tipos exóticos (recuerdo a un tipo gordo y barbudo y risueño y nada más) es uno de esos gestos de amor paterno que probablemente yo dudaría mucho en repetir con mis hijos. La inversión de energía. La paciencia. La voluntad.
James Graham Ballard comenta que en un mundo perfectamente razonable la única libertad posible es la locura. Supongo que aquellos tipos (a los que les prestaba la atención suficiente para no tropezármelos) serían de alguna manera dementes factibles, weekend warriors a la búsqueda de algunas partículas de elemental libertad para sostener su propia subjetividad. Aprendiendo algo que, durante su propia infancia, seguramente, no se podía aprender tan fácil. Los años noventa, en cambio, oh, quanto é corto il dire e come fioco al mio concetto!, habían puesto en el sagrado circuito de la oferta y la demanda incluso lecciones de magia. Imagino también que a mi padre médico aquellos tipos le resultarían pintorescos y tal vez un poco apagados. Su propio hobby era (es) la música, el rock. Otra cuestión, otro arte, otra dinámica de ejecución. Nunca necesitó tomar clases para tocar la guitarra. Yo necesité al menos seis meses de clases de magia y seis meses de sus sábados por la mañana para montar un buen acto.
Cómo llegué a la magia. Durante los bellos años noventa se vendían muchas maravillas importadas y muchos kits de laboratorio, astronomía y magia. En algún momento mis padres me compraron el kit más grande, con aspiraciones semiprofesionales en el rubro de la magia amateur para niños entre ocho y doce años. No recuerdo cómo habré expresado mi deseo de aprender magia ni cómo llegué a Jorge Trouve. Como ocurre con muchos eventos de la infancia, las cosas sencillamente pasaron. El truco más complejo que llegué a dominar era la desaparición de una botella de 350 centímetros cúbicos de Coca-Cola que se convertía, a la vez, en un pañuelo de seda amarillo (y lo más interesante que aprendí fue cómo sostener una paloma para magos con un dedo). Esta rutina comenzaba de la siguiente manera (lo recuerdo porque lo ensayé varias veces y lo ejecuté en al menos dos eventos escolares distintos): primero un pequeño speech, una minucia retórica que constaba de explicar cómo era que alguien como yo había sido depositario de ciertos saberes extraños. Me presentaba con una galera y un bastón. Luego del speech, convertía el bastón en un ramo de flores (este era un truco sencillo, precalentamiento). Después, retiraba de uno de los bolsillos del saco (usaba un saco) otro pañuelo rojo. Había que mirarlo, mostrárselo al público y guardarlo en el puño. No lo hacía desaparecer: lo convertía en un pañuelo de otro color. Y después sí lo hacía desaparecer. Llegado este punto, los aplausos llegaban fácil.
El punto culminante del show requería una asistente. No hacían falta aún los jesuitas en mi vida para hacerme confiar más en los hombres que en las mujeres. Cuando las cosas deben hacerse bien, las cosas deben estar hechas por los hombres. Así que mi asistente era otro chico de mi edad. Ni siquiera tenía que ser mi amigo: un asistente tiene que ser útil y efectivo (virtudes que, mutatis mutandis, los jesuitas me ayudarían más tarde a valorar en las mujeres). Había una pequeña pieza retórica a recitar antes y finalmente la botella de Coca-Cola se convertía en un pañuelo, llegaban los aplausos (los más fuertes que hubiera recibido en toda mi infancia) y el retiro del escenario. Retirarse del escenario, para un mago lleno de trucos, es más difícil que entrar en escena. Una buena asistente se ocupa de distraer al público con su belleza: la belleza de una asistente es, siempre, la mayor, la más importante y la más poderosa de sus virtudes. En una de las dos presentaciones estelares, mi asistente (útil y efectivo pero no bello) falló y toda la representación (aún después de los aplausos y de la gloria) quedó en riesgo. Por suerte, nadie notó nada. Fue la última vez que usé a un asistente y la penúltima vez que actué en público.
Me retiré de la magia dentro de la misma nebulosa confusa en la que había llegado. En algún momento, años después, tiré a la basura todos los elementos. Guardé algunos que no volví a usar. Los trucos más automáticos, los más sencillos (hacer aparecer algún pañuelo, hacerlo desaparecer) sirvieron para entretener a alguna asistente. Más tarde olvidé todo, absolutamente todo. Hace unos días, Sebastián Robles me invitó a su programa en Ciclo P Radio. Teníamos que encontrarnos en Rivadavia y Callao. Llegué temprano y di una vuelta a la manzana. Vi un local donde vendían chascos y trucos de magia y al fondo un tipo de pelo largo y mirada delirada le enseñaba un truco con cartas a un estudiante. Me acerqué a mirar. Estaban sentados en un escritorio y no me prestaron ninguna atención. Sé que los trucos con cartas son los más complicados: precisión, observación, destreza. Verdadera prestidigitación.
Evito traslucir alguna conclusión del simple recuerdo. Leí una argumentación interesante alrededor de la conciencia ecológica. «La eliminación de elefantes y ballenas y tigres y otros animales altamente evolucionados podría ser empobrecedora para nosotros, y la desaparición de los simios sería algo como un fraticidio». ¿Qué traslucía el ánimo germinal por la magia? ¿Qué había en la voluntad de dominio sobre el artificio? ¿Y en la vanidad relativa del aplauso? También cambiaba mi nombre para actuar en público en esa época. Era yo y no era yo y lo que pasaba era real y no era real. La retrospección me resulta incómoda porque inevitablemente exige una introspección. El hombre que se recuerda ligeramente ajado e incompleto, como un simio. Prefiero dejarlo en su hábitat. El fraticidio es fácil pero seguro que también es innecesario.