El proyecto de Mauricio Macri en la presidencia está muerto y enterrado. Eso no significa que no exista la posibilidad de que, tal vez mágicamente, sea reelegido y gobierne otros cuatro años. El que hace mucho que está en esto de escribir sobre política a veces siente que puede predecir lo que va a pasar, pero eso queda en el terreno de las apuestas que le gustan a mi amigo Juan Terranova. Yo prefiero tratar de entender lo que pasa ahora. Y lo que pasa ahora es que, más allá de su suerte electoral, su proyecto está muerto. Su concepción del mundo, del Estado, de lo público y lo privado, su cosmogonía, buena parte de su educación, las conclusiones de sus reflexiones en soledad y en compañía de los cercanos, amigos, frenemys y desconocidos que se cruzó en estos años, todo eso se desplomó el miércoles en que su gobierno anunció el endeble acuerdo de precios que estaba en proceso y que todavía, a una semana y media, no pudo cerrar definitivamente.

Por eso es que, tal vez, no lo anunció él mismo y prefirió montar una escena, una obra de teatro de las que tantas veces interpretó en la campaña. Si hubiésemos puesto a Roberto Carnaghi interpretando a Macri exactamente con el mismo guión, todos hubiéramos reído a carcajadas. Macri disfruta esos discursos artificiales compuesto por vaguedades, eufemismos y silogismos. Se siente mucho más cómodo en campaña que gobernando. Maneja mejor la fluidez de su pensamiento cuando su vergorragia ingresa en el lenguaje proselitista. El discurso de la promesa, ese río interminable que conduce a ningún lado, ese flow casi místico en el que entra cada vez que habla sobre lo que quiere hacer, lo que anhela, cuando describe la fantasmal imagen que se crea a partir de sus palabras. (Hay una parte donde esta forma de ser me da casi ternura. Me recuerda a ese amigo mío a quien, durante nuestra adolescencia en los 90s, le preguntábamos qué computadora tenía en su casa y él nos respondía “Voy a tener una *inserte aquí la última máquina del mercado*”. Entre risas, le repreguntábamos cuál tenía, no cuál quería tener. Y él, una vez más, insistía en su mantra: “Voy a tener….”). El discurso de campaña es el lugar más cómodo, manejándose con holgura en el terreno de la promesa pero dándose contra el duro muro de la realidad cuando se trata del gobierno. Su dicción tambalea cuando debe hablar de lo que hizo, de lo que está haciendo, cuando debe arrojar luz sobre los oscuros intersticios del poder, cuando expone como un alumno ante sus maestros intentando convencerlos de que sí estudió, de que sí merece aprobar. Entonces es cuando se enoja, grita, se desespera, y cuando muestra su debilidad ante la impotencia que le genera no conseguir lo que quiere.

Abandonado lentamente por los propios -la UCR, ciertas figuras del PRO, los grandes medios, las estrellas de la farándula que se habían entusiasmado con él-, y con una oposición que ya no le teme, Macri se encuentra cada vez más solo. Los peronistas que antes lo acompañaron timidamente, como Massa o Urtubey, ya saltaron la valla. Aparecen nuevas figuras que regresan ante esa debilidad, como Roberto Lavagna, que generó un revuelo sólo con sus medias y un par de fotos de ocasión, los antiguos enemigos salen de sus cuevas, como Duhalde, para dar explícitamente batalla y, finalmente, Cristina Kirchner vuelve a ser una opción, rompiendo ese techo que le había creado su propia praxis política y una batería de causas judiciales que paulatinamente comienzan a diluirse. Los periodistas oficialistas moderan sus discursos, los que continúan alineados son los que más dinero y favores reciben del gobierno, los que pegaron sus carreras a la promesa de éxito de Macri.

En su entorno político advierten, asustados, que lo dejaron hacer: lo dejaron conducir la economía, las relaciones internacionales, las relaciones con los votantes, lo dejaron manejar los asuntos legislativos, los temas sociales, los presupuestos, y ahora pueden ver cómo ese plan que Macri trazó no tenía sustento ni conciencia, no tenía profundidad ni estaba preparado para sostenerse ante sí mismo. Macri no puede confiar siquiera en los que lo llevaron a la presidencia y se beneficiaron ampliamente con sus medidas: el campo, que hoy gana más que nunca gracias a las escandalosas reducciones de impuestos, presentan una batería de quejas como el aumento de los costos, la disminución del mercado interno para sus producciones no exportables, la merma de materias primas para la agroindustria -que obligó a las industrias lácteas a financiar un mercado paralelo de la leche-, la imposibilidad de encontrar herramientas de financiamiento y una larga lista de problemas inesperados para un Macri que creyó que con menos retenciones los tenía en el bolsillo. A su vez, los fondos de inversión extranjeros con casas nacionales se encuentran desesperados ante la imposibilidad del gobierno para pagar siquiera los vencimientos de deuda, y ven cómo la impopularidad del candidato que crearon los obligará a renegociar sus préstamos ante otros políticos el año que viene, que seguramente no serán tan manipulables como el propio Macri. Finalmente, los votantes, de quienes pensó que el fantasma de Cristina alcanzaba para convertirlos en militantes de su propuesta, hoy se encuentran decepcionados y sin herramientas para defender un Gobierno que se desploma cada semana, embebido de impotencia. Todo esto ven en su entorno y ven una sola salida para la supervivencia: salvar a Cambiemos entregando la cabeza de Macri. Por ahora, ese proceso está en marcha y aún no se vislumbra un final. Pero las PASO y elecciones generales en las provincias muestran que, a medida que se retrasa el salvataje de Cambiemos, la fuerza se desangra en votos y muestra cada vez peores números.

¿Cuándo empezó esta debacle? Uno meses atrás, a fin del año pasado, no era tan fácil ver este escenario. Pero tal vez aquel fin de semana en Olivos en el que Macri junto a un selecto y cerrado grupo minoritario recortó la mitad de la estructura de Gobierno y anunció que eliminaría media docena de ministerios de un plumazo cobró más facturas de las que tenían previstas. Aquella medida, desesperada por conseguir eliminar gasto y mostrar a Christine Lagarde “una verdadera voluntad” de llegar con los objetivos de déficit, tuvo un costo muy grande para la imagen de Macri. Por primera vez se hizo evidente para la mayoría de lo argentinos que el gobierno no tiene más voluntad que cumplir con el FMI, y para conseguirlo no tiene otra herramienta que el recorte. Y puede llevarse puesto cualquier cosa, inclusive el intocable Ministerio de Salud. Así, Macri se mordió la cola, desarticuló la única herramienta que tenía para mostrar una gestión exitosa, que es precisamente un gobierno eficaz. Con su gabinete menguado ya no pudo responder a los requerimientos básicos de la población de gobierna, y los reclamos de la economía macro se combinaron con las carencias en lo micro. Ya no sólo es la inflación o las cifras de pobreza creciente, desde entonces también se trata de vacunas que no llegan, de hospitales deshauciados, de comedores barriales sin comida, de obras públicas frenadas y canceladas. Para maquillar este gobierno que el propio Macri dinamitó en un fin de semana, sólo les quedó la mentira, y hoy podemos ver cómo tanto el presidente y el jefe de gabinete repiten que hay récords de atención pública cuando cualquiera sabe que es menor que nunca. La ineficacia de su gobierno es, tal vez, la mayor muestra de su debilidad.

Al mismo tiempo, mostró su escasa voluntad para acordar reformas y, de un manotazo, corrió de las decisiones importantes a todos los que hasta ese momento tenían la ilusión de ser sus socios. El descontento se anidó dentro y fuera de Cambiemos, y se trasladó a la calle como una lenta niebla que lo fue cubriendo todo. El puntapié final hacia la papelera de reciclaje se dio ese miércoles en que un video de campaña y una anodina conferencia de prensa mostraron a un gobierno totalmente falto de ideas y capacidad de manejar una crisis provocada por ellos mismos.

Por otro lado, como dijimos, Cristina rompió su techo, algo que parecía imposible un año atrás. Una cuidada estrategia de silencio acompañada de un emprolijamiento de su praxis política la llevó a convertirse en una opción en las encuestas. Un armado político inteligente en las elecciones provinciales, donde bajó candidatos para favorecer la unidad del peronismo, para lo que pactó con antiguos rivales o dirigentes a los que alguna vez les desconfió, mostraron a los líderes de la polis que existía una Cristina diferente. El efecto: todos hablan de ella, pero ya no por sus causas judiciales o su posible corrupción. Inclusive los operadores de Cambiemos la señalan ante cada crisis semanal y le otorgan superpoderes. La última: la salida de su libro autobiográfico generó una corrida del dólar y la suba récord del Riesgo País. Marcos Peña exige desde la tapa de Clarín que se pronuncie sobre sus planes a futuro para no descalabrar la economía. El call center de Cambiemos reparte audios de WhatsApp donde se explica una compleja y estrambótica trama en la que sus dólares robados se usan para disparar el dólar y se fugan en cajas de la Cruz Roja al Banco del Vaticano. Cristina es el centro de los titulares y las declaraciones. Atrás quedó el “efecto Lavagna” que había generado la ilusión de que la ex presidenta no tenga chances de volver al gobierno. Y este nuevo cristinismo que se asoma es apuntalado por cada tambaleo de Macri.

Es que Cristina también tuvo su punto de inflexión: los allanamientos que ordenó el juez Bonadio a sus casas fueron de una violencia pocas veces vista en la vida democrática, y se superpusieron con las fotos de retroexcavadoras buscando el oro de Lincoln en las tierras patagónicas. Toda esta puesta en escena se demostró como una farsa cuando los peritos y policías salieron con las manos prácticamente vacías. Los artículos incautados fueron chucherías que sólo sirvieron para artículos pseudo humorísticos y de color, y muchos fueron devueltos a su propietaria. De aquel episodio nos queda un video donde la propia Cristina muestra no sólo el interior de su casa saqueada y destruída, sino que explica con voz de tía indignada los objetos que los agentes incautaron de su vivienda. Ese video puede contrastarse con el video de Macri: una obra de teatro guionada por profesionales, que repite los esquemas prediseñados de campaña, que en su afán de mostrar una intimidad y generar empatía provoca el efecto contrario, un alejamiento por su condición artificiosa. El de Cristina, completamente improvisado, exhibe a la ex presidenta en su máxima crudeza. ¿Qué puede esconder? Ya vimos su casa, vimos su habitación, podemos contar qué cuadros tiene en su casa, de qué color pinta sus paredes, qué material usa para el revoque del living. La secuencia en video encarna la ridiculez del ataque a su persona, su diálogo franco y desesperado recuerda a una familiar vejada, a una vecina en apuros, totalmente lo opuesto a ese Macri de cartulina, incómodo, rígido, cansado, en la casa de alguien que no conoce ni le importa.

Toda esta batería de símbolos se combina con un equipo que, en oposición a Macri, pareció encontrar su verdadero brillo. Axel Kicillof, que se había mostrado muchas veces deslucido en el gobierno, hoy aparece sólido, sagaz, inteligente, afilado y mordaz, certero e implacable en el diagnóstico, seguro de las soluciones que propone, decidido a acomodarse y actuar en el nuevo contexto. El regreso a su entorno de figuras que fueron emblemáticas como Alberto Fernández y la simpatía de otros como Felipe Solá o Eduardo Duhalde dan a Cristina un aire de redención que la engrandece. Su lucha por acompañar a su hija en un momento difícil, la conversión de Máximo en un político inteligente y hábil -lejos de aquel chico obsesionado con la play y desinteresado por el legado de su familia-, la solidez conceptual de Unidad Ciudadana, que resistió a la soledad política que enfrentó en las legislativas 2017 y, sobre todo, la consideración no tan secreta de los fondos de inversión, desesperados por reunirse con los miembros de su equipo económico, la convierten en una opción viable para suceder a un cansado Mauricio Macri: un líder que insiste en una fórmula que ya se mostró agotada contra una mujer que vuelve renovada, armada con sus mejores herramientas. El libro Sinceramente corona este proceso: un panfleto clásico, una mezcla de memorias con afán de literatura de barricada, un relato potente y visual, redactado con su propio tono y voz inconfundible, que funciona como final del proceso de transparencia.

Cristina no deja de seducir a los argentinos tal vez porque a pesar de que ya no parece tener sorpresas, a pesar de que conocemos su intimidad, su pensamiento, su familia, los intersticios de todos sus momentos emblemáticos, a pesar de que un ejército de jueces y fiscales investigan cada una de sus cuentas bancarias, sus propiedades y sus negocios, aún conserva cierto halo de misterio, todavía genera la idea de que existe un costado de su figura que no logramos ver. Los que hablan de los peligros de un posible regreso de una Cristina poderosa y renovada deciden ocultar los peligros de una continuidad de este Macri desinflado, carcomido por los golpes y víctima de sus propias limitaciones.///PACO