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Luis Miguel, la serie II: realidad y ficción

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Si la primera temporada de Luis Miguel, la serie se enfocaba en la narración del ardid de acontecimientos que el ídolo atravesó para alcanzar el estrellato, entonces la segunda se encargó de mostrar lo que el éxito es capaz de hacerle, y en efecto les hace, no solo a los ídolos sino a quienes lo rodean. En este último octal de capítulos, los guionistas se abocaron a mostrar las soledades y contradicciones padecidas por el ya consagrado Sol de México, y a ubicarlo no solo como una víctima —de la ambición de su padre, del mercado, de las pirañas de su entorno— sino también como victimario —de sus hermanos, de sus parejas, de su hija e, incluso, de sí mismo. 

Ahora bien, ¿qué pasó con la bioserie que rompió toda expectativa allá por el 2018 y cerró su primera temporada con eventos temáticos y reuniones millennials, que volvió a desembarcar en la pantalla de Netflix para pasar de sobra inadvertida? ¿Qué pasó con esa fiebre de remeras customizadas con versos de boleros y esos hombres que, de repente, se declararon fanáticos consumidores de un producto pensado —sí, pensado y normativamente— para mujeres? Dos hipótesis. 

Una: para sintonizar la segunda parte de la historia del astro mexicano, la audiencia contuvo la respiración durante tres años, un poco más de mil días, adición que califica en nuestras épocas como tiempo imprudencial. En Argentina, la primera temporada sumó adeptos al tiempo que el gobierno de Mauricio Macri anunciaba el regreso al Fondo Monetario Internacional y el valor del dólar barrileteaba con el viento. En lo que parecía un contexto indolente para muchos, el relato de la infancia y juventud de Micky funcionaba como el ansiolítico de domingo ideal, un efecto más inocuo que insuficiente en tiempos de Covid-19, en los que no hay margen festivo ni decoración de globos que resista. Huelga decirlo: hay un estado de ánimo que cambió.

Dos: el público ama al mito, no tanto al hombre detrás de él. En esta fisura se plantea un problema de base para el género, donde persona y personaje se empastan en la portación de la historia. Y por eso el ruido. ¿Quiénes están dispuestos a ver cómo se derrite el glaseado de fascinación, cómo se corre el velo de bondad de la voz que más le cantó a los sentimientos nobles? ¿Quiénes quieren ver al Luis Miguel enfurecido, al Luis Miguel abandónico y tirano, al Luis Miguel que, en lugar de los afectos, prefiere los reflectores y el dinero tal como lo hacía su padre, el maldito? La audiencia decepcionada con su dosis tardía del año 2021 puede hablar de la pereza en los guiones, de la merma en la calidad general de la serie, de los baches documentales, pero sobre todo habla de sí misma: el televidente quiere que los hechos no pongan en conflicto ni en contradicción su amor por la figura. Quiere tener la razón, la confirmación de que todo va a estar bien. Casi como si prefiriera el brillo al oro.

Lo cierto es que Luis Miguel, la serie II, dirigida por Humberto Hinojosa y Natalia Beristáin, producida entre otros por Diego Boneta, su propio protagonista,  pasó sin que nos diéramos cuenta, sin cliffhangers ni resoluciones de conflictos, sin pena y sin gloria. Esto presenta una oportunidad para interrogarnos acerca de asuntos críticos —oportunidad que se pierde cuando ciega la fascinación o el amiguismo—, y ocurre en un contexto en el cual la muerte dejó de ser metáfora del desamor, del engaño o de la traición, y se acumula en números rojos en todas las pantallas alrededor del mundo desde hace casi un año y medio. 

Lo que el éxito hace de vos

En El placer de la transgresión, en un artículo titulado “¡Te voy a exprimir!”, la filósofa Renata Salecl indaga acerca de la dirección que ha tomado el capitalismo en la sociedad contemporánea respecto a los trabajadores del tipo emprendedor: “…en la ideología del éxito el fracaso está prohibido, también está prohibido reconocer los errores”. Esto es producto del fomento de la temeridad, del todo es posible, del truco del self made, bajo “la idea de que cualquiera puede tener éxito siempre y cuando se esfuerce lo suficiente”. Un discurso que se oye de formas directas o indirectas y se impregna en las personas que más ambicionan la prosperidad económica y material. 

Bajo el paraguas de estas citas breves puede encontrarse quizás la columna vertebral de los pasados capítulos sobre la vida del hijo mayor del matrimonio Gallego Basteri. Ya todos sabemos lo que se gana con el éxito: no solo porque lo vimos en la primera temporada sino porque la cultura nos lo hace saber a cada minuto, basta entrar a las cuentas de Instagram de futbolistas famosos o, en otra medida, a chusmear los “obsequios” y “premios” con los que son agraciados los tweetstars. Sin embargo, poco y nada se dice acerca de lo que se pierde, de lo que la consagración exige a cambio. Y en este punto es donde la serie de Luis Miguel encuentra su mayor fortaleza: no exime al ídolo de la toma de decisiones rayanas en lo miserable para mantener su carrera a tope y su imagen en lo más alto. Para el Sol no reconocer la existencia de una hija, no blanquear una pareja o no esclarecer el (a todas luces) femicidio de su madre en manos de su padre —hechos que sin dudas generan un daño sin retorno— son parte la forma de pensar y vivir que le ha sido enseñada desde chico. Esos “errores”, esas anomalías, esos pecados o circunstancias que podrían obstruir o comprometer una carrera no deben ser de ningún modo admitidos. Queda claro: la industria también tiene un libro sagrado. 

No sorprende cuando Luis Miguel es víctima del chantaje de su abuela paterna, pero tampoco cuando promete a la madre de su hija reconocer a la niña en televisión para, finalmente, hacer caso a la influencia de su nuevo representante y esquivar la responsabilidad. La muerte de Hugo López, el manager bonachón interpretado por el argentino César Bordón, llega en la serie en un momento que no podría ser otro. “Nadie se arrepiente de ser valiente”, claro, sí o solo sí ese arrojo no ponga en conflicto contratos y dividendos. No vale engañarse: ese rumbo en la carrera, esa prevalencia de lo comercial sobre lo afectivo, para el astro no es un cimbronazo sino una constante. Pero sin la presencia de la figura paterna de Micky, se manifiesta un costado facineroso que antes se mantenía a raya. Entonces, ¿por qué Micky le canta tanto (y tan bien) al amor si le es algo —una persona, un vínculo, una forma de ver— tan difícil de asir? Quizás justamente por eso. 

A su vez, la premisa de Salecl sobre cómo el éxito rechaza el error para garantizarse su supervivencia, dialoga con el derrotero de la serie en sí misma. Si producción y guionistas darán cuenta de las fallas reflejadas en la baja recepción y recogerán el guante de los reproches de la audiencia, es algo que se podrá ver resarcido (o no) en la tercera y última temporada de la saga.

El “basado en hechos reales” como artefacto de pérdida

Otra de los grandes reclamos a Luis Miguel, la serie II tiene que ver con una falta de rigor histórico en la narración, asunto que puede interpretarse apenas como una picazón pero, un poco más allá, como una crítica interesante que apunta al corazón delator del género biográfico. No solo porque los televidentes se preguntan qué es ficción y qué es realidad sino también porque advierten las zonas grises, los baches, los desfasajes que se generan al adaptar los hechos acontecidos en una vida a la máquina de generar sentidos perfectos que es la ficción. 

En ese sentido, Luis Miguel, el presidente Bolsonaro, el verdulero del barrio o uno mismo, atraviesa su vida de un modo no ficcional. Sin embargo, preparar y encaramar una vida en las estructuras que demanda la narrativa primero y el mercado después —descargo que los guionistas se encargaron de efectuar al final de cada capítulo— exige de una pérdida de fidelidad en pos de una ganancia narrativa. ¿Acaso los conflictos familiares no cierran de modo más taxativo en una novela de la tarde que en la vida de un mejor amigo? ¿Acaso las historias de amor no tienen finales más rimbombantes que en un “clavado de visto” o un “ghosteo” sin épica ni “responsabilidad afectiva”?

Sin embargo, en la serie de Luis Miguel el glitch resultado de la imbricación entre hechos reales y eventos narrativos —sobre todo en términos cronológicos—, fue un poco más allá de la tolerancia de los espectadores. Tanto es así que en el diario La Nación puede leerse una nota que enumera uno a uno “las siete mentiras” en la segunda temporada de la serie, con el objetivo de terminar de aniquilar los malabares y esfuerzos de la puesta. Y el sacrificio que demanda el artilugio de la ficción es la actitud que signó (si se quiere) el fracaso de esta entrega de la bioserie.

O por los estrictos controles que el propio Luis Miguel ejerce sobre el guión o por la falta de plasticidad de los escritores, o una suma poco virtuosa entre ambos, a la pregunta sobre qué es la ficción y qué es la realidad ahora se le impone aquel sobre la verdad, la mentira y el verosímil, más interesante aún, sobre persona y personaje. Como sea, la única respuesta es que nadie quiere perder////PACO

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