Música


Los veranos de Silvia

1. Por razones familiares suelo pasar algunos días de verano en la provincia de Gerona. El Ampurdá es su comarca privilegiada, un litoral que se extiende hasta el pie de los Pirineos trazando calas, playas y acantilados que el tramontana acaricia antes de volverse al mar. Los pueblos de esa costa son espaciados, las rutas se pierden entre pinos, brezales y plantaciones de olivos. Mi favorito es Calella de Palafrugell: una línea de casas bajas y galerías que recortan el destello de la tarde. Durante la temporada baja no supera los mil habitantes, los hoteles se vacían y en sus calles solo se murmura en catalán. A unos pasos de esa vecindad, entre sus arboledas y medialunas de arena creció, en los años ochenta, Silvia Pérez Cruz.

No sería exagerado decir que es una de las artistas españolas más importantes de las últimas décadas. Tampoco es impreciso decir que es española, porque su música conjuga de manera excepcional la riqueza de toda la península. Un cruce que ya señala el doble apellido castellano: su madre es la poeta Gloria Cruz y su padre, Càstor Pérez Dis, fue un guitarrista de voz gruesa, compilador y difusor de la habanera con varios grupos que lideró en la Costa Brava. Puede sonar extraño, pero quizás la línea marítima explique el ritmo cubano en esos escenarios.De hecho solemos conferir a Cataluña cierto nivel de hermetismo a pesar de su mestizaje histórico. Fueron las caravanas que zarpaban al Caribe durante el siglo XVII las que regresaron, hacia el XX, con ese tesoro de boleros acompasados. Por otro lado, el extrarradio de Barcelona surgió como un salvavidas en medio del Alborán, sobre todo para quienes empezaban a abandonar las zonas rurales a mediados de siglo, rehuyendo la pobreza y la inquisición del franquismo.

“La parte de Andalucía que más me interesa es Hospitalet” decía el cantaor Manuel Gerena al respecto. En el suburbio residía buena parte del millón de andaluces que poblaba la región a mediados de los setenta. También eran gitanos quienes despuntaban la rumba en las calles de Gracia y El Raval. La transición destapó un samsara de expresiones autónomas y el flamenco desbordó España enseguida. A la par de la nova cançó surgieron El Pescaílla, Tomatito, Kiko Veneno, artistas producidos y fusionados por Ricardo Pachón, quien supervisó la grabación de La leyenda del tiempo en 1979. Desde ese disco, el folklore español se concibe como una fuerza centrípeta, migratoria y variada. El hito de Camarón no solo impulsó el lirismo de Lorca, sino también la posibilidad de adaptar los sonidos tradicionales, llevando la canción lugares preciosos e inesperados.

2. Silvia Pérez Cruz es heredera de esas genealogías icónicas. Se formó en la ESMUC pero su primera escuela fue la casa, la calle y la escucha. La calidad de su voz se insinuó muy temprano, particularmente en las colaboraciones con su padre, tal como se oye en Passeig per la Memòria, un vivo grabado a puro dúo de guitarras en la ribera del Mediterráneo. Aquel encuentro de temas marineros se aligera con la intervención de Silvia, todavía adolescente, que cierra con una versión del clásico de Ariel Ramírez, Alfonsina, en la que se intuye el reguero melismático que explotará su canto en adelante. A pesar de este talento prematuro pasarían varios años hasta sacar un disco solista. En esa primera etapa grabó con Las Migas, un cuarteto de mujeres con quienes indagó el flamenco, enriqueciendo su timbre con los colores ásperos de Andalucía. Otra aparición excepcional fue con el trío de Javier Colina, con quien reivindicó la trova latina de Marta Valdés sin descuidar el swing corte Evans de la formación. El fruto de aquel diálogo fue otro long play exquisito, En la Imaginación, grabado una mañana de primavera del 2011.

Recién al año siguiente compilaría una lista de temas propios en su emblemático 11 de Novembre. Ya el título sugiere un homenaje no exento de nostalgia, refiriendo a la fecha de nacimiento de su padre, fallecido horas antes de cumplir 55. El álbum fue coproducido por Raúl Fernández Miro, aka Refree, quien más adelante refinaría también el debut de Rosalía. Menciono este detalle porque hay una cualidad única en las óperas primas, en la estructura simple y los arreglos moderados de esas coplas directas, nacidas en el rasgueo o la poesía. Es el caso de Los Ángeles y de clásicos como Al final de este viaje de Silvio Rodríguez, y también es, en su dulzura y carácter evocador, el rasgo principal de 11 de Novembre.

Para esas canciones la autora alternó sus letras con versos de Feliú Formosa, María Cabrera y Merçè Marçal. Da capo conmueve la inflexión melódica del catalán, una lengua que los hispanoparlantes entendemos a ratos, como una brisa espaciada que apenas despeja, por casualidad, el sentido de esas palabras familiares y a la vez lejanas. Pero 11 de Novembre es una experiencia políglota y pronto muda al castellano, al gallego y al portugués. El cambio lingüístico responde a la variedad de estilos: Lietzenburgerstrasse es un recitado ornado con breves líneas de trombón, melódica y piano, además del foley que filtra la mecánica de un viejo proyector a carrusel. La filmina conduce luego a Pere Meu e Iglesias, dibujo de esa infancia estival que describe ya en español. A medida que surge el portugués en Não Sei, la instrumentación se complejiza e incluye el quinteto de cuerdas, formación que marcará el sonido de sus grabaciones futuras. El puente del LP es Meu Meniño, una berceuse gallega y familiar, interpretada a capella, antes de seguir con Nonnon, instrumental que retoma la intro de La música y la palabra del trío Aca Seca.

En su oleaje afable y templado, 11 de Novembre presentaba una serie de postales ancestrales, el legado con el que Silvia empezaría a armar el calidoscopio de su universo sonoro. El disco finaliza con dos composiciones entrañables, una coral que nos transporta al Egeo y luego el tema homónimo, dedicado a Càstor Pérez, la habanera que es casi un rumor, apenas el volumen necesario para construir un retrato de metáforas concisas. De mans nobles, plenes de pessigolles, canta en esa pista, cordes de guitarra ansioses de ballar / amb els seus dits / sense pressa…

3. Hace poco la trovadora culminó la presentación de su obra más ambiciosa, Toda la vida, un día, tocando en media Europa y cerrando en el Auditorio Belgrano de nuestra capital. Entre este disco y el primero no buscó medrar en una sola dirección, sino que abrió las ventanas de su voz para que entraran los cantos de España y otros puertos remotos. En 2014 publicó Granada, ya en dúo con Refree, un compendio de covers variados que recupera la tradición de Luis Llach y Enrique Morente, pero que también incluye a Violeta Parra, a Hoagie Charmichael e incluso dos lieds de Schumann. La guitarra eléctrica densifica la noche de Granada, por momentos tenebrosa y desoladora, y también renueva la propuesta de Morente, el cantaor del Albaicín que en los noventa grabó Omega, un crossover de rock y flamenco sobre Poeta en Nueva York de García Lorca. Tanto Morente como Silvia Pérez Cruz tuvieron la excelente y necesaria idea de recuperar la melodía del Pequeño Vals Vienés, llevado al inglés por Leonard Cohen, repatriando esos versos tremendos a su lengua original.

Sin duda este es uno de los puntos altos de Granada, que en su doble acepción ya conjugaba el fruto mediterráneo con la imagen de un proyectil explosivo. Hace unos años compré el disco en Bora Bora, un local minúsculo de esa ciudad sureña y misteriosa, como guarecida en su bohemia arcana, tras el contorno nevado de la sierra. Lo cierto es que con mejores o peores resultados, no solo en el Genil se tuvo por costumbre cantar la Generación del 27. Así lo hicieron Paco Ibáñez, Serrat y por último la joven Silvia del 2014. Su Pequeño Vals Vienés, grabado también con el guitarrista Pájaro, condensa la retórica de Lorca hasta lograr una melancolía de niveles abisales. Ese desamparo, entre otras cosas, es el eco ahogado de la República y por ende el tono de su Elegía de Miguel Hernández, o del magnífico poema de Pere Quart con el que concluye el LP, Corrandes d’exili.

Si la lluna feia el ple, també el féu la nostra pena… El tema fue reversionado en Vestida de Nit (2017), otra suite de piezas arregladas para voz y quinteto de cuerdas. El refinamiento de ese álbum genera la ilusión de un concierto de cámara, un viaje sonoro que es una experiencia extenuante, solitaria, como caminar un bosque en medio de la madrugada. Entre esos registros taciturnos, Silvia escribió a su vez para cine y teatro. En 2016 protagonizó Cerca de tu casa, una película sobre la crisis habitacional para la que compuso el soundtrack y por la que ganó un Premio Goya. De la curación de ese material surgió Domus. Paradójicamente, el resto de sus canciones de escena se editó en 2020 bajo el nombre Farsa (genero imposible) mientras las salas y teatros de Europa permanecían cerrados. Fue asimismo en la pandemia que la autora se replegó en la tierra de su infancia (una pàtria tan petita / que la somio completa) para trazar, al abrigo de esas tardes despobladas, el plano de la obra que vendría.

4. “Expreso con mis colores los mismos sentimientos que los rockeros. Me enfado, estoy contenta, me enamoro. Todos sentimos lo mismo pero tenemos colores diferentes” decía en una entrevista para Jot Down. En 2023 vio la luz su último disco, que no es tanto un disco sino una sinfonía cabal, extensa, una suite miscelánea que de nuevo rehúye el género prestablecido a la vez que organiza la música bajo un concepto, una idea tan variada como lo puede ser la vida de una persona, con sus episodios rebosantes de cariño y levedad pero también con sus arrojos y enamoramientos que promueven cuadros más intensos, luego más serenos y finalmente más lóbregos y retraídos, hasta que se atraviesa la muerte no como una etapa definitiva, sino transitoria. La estructura me hace acordar a un poema de Bernadette Mayer, Midwinter Day, solo que acá no transcurren las horas sino las edades, separadas en cuatro movimientos a los que se agrega, como en la 2da de Mahler, un renacimiento.

Pero lo más apreciable es que en su bastedad instrumental, Toda la vida, un día no deja de ser una sucesión de canciones cuidadas. Naturalmente fue un trabajo monumental, una grabación realizada por noventa músicos en siete estudios de siete ciudades distintas, entre las que se incluye Buenos Aires. En su concepción novelesca, el disco lleva un epígrafe de Carlos Williams que va mudando de idioma y resignificándose a medida que transcurren los círculos de estas etapas. Sería absurdo pormenorizarlo entero pero hay puntos que llevan la voz de Silvia a sitios imprevistos. Si el primer movimiento, por ejemplo, rezuma la ternura de 11 de Novembre, el segundo, dedicado a la juventud, experimenta por primera vez con la postproducción del sonido, digitalizando el canto y saturando las pistas de plug-ins y autotune como si fueran óleos de colores sintéticos. Esta inmensidad de la veintena se compone sobre dos poemas de Idea Vilariño y uno de Pessoa. Luego sobrevienen ocho minutos de tonos frigios y arpegiados, ya en un registro analógico, en los que figuran algunas leyendas del flamenco, como el guitarrista Pepe Habichuela.

Los invitados reaparecen en la adultez, que arranca con un coro pastoral para luego aplacarse con las voces solícitas de Juan Quintero y Natalia Lafourcade. En ambos casos no solo cautiva la mezcla de los timbres, sino también la superposición de acentos que armoniza el castellano hacia ambos lados del Atlántico. De nuestra orilla surge Liliana Herrero, nada menos que en la canción que lleva el nombre del disco, un vals criollo que inaugura el movimiento de la vejez, al estilo Atahualpa, y que parece escrito en la inmensidad de La Pampa. Repleta de guiños personales, la obra promedia en catalán, intimidad que reverbera en el lecho de Tots els finals del mòn. Lo conclusivo es irrevocable y esa resignación es la que impulsa los versos de aquel tema, antes de anunciar Em Moro (literalmente: me muero) cantado a dúo y cappella junto al portugués Salvador Sobral.

5. Escuchar a Silvia Pérez Cruz es aprender sobre España y también es una invitación al placer de dejarse llevar por el mar y revisitar así cada paisaje que logra acoplar su canto. Una alegría que remeda la sensación de libertad de las primeras tardes de verano, al resguardo de los automatismos a los que nos ajustamos el resto del año. Fue precisamente en julio de 2020 cuando conocí su música, en un departamento que daba a la avenida de Saint-Ouen y que anticipaba una ciudad vacía, cerrada a los turistas y abandonada por sus propietarios. Tomé la costumbre de escucharla en cada visita al Ampurdá y hace unos meses volví a París para percibir, como un ciego en la negrura, la densidad de sus canciones.

El concierto fue en el Théâtre des Bouffes-du-Nord, a pocas cuadras de la estación, y la electricidad de su voz me recordó que hasta los mejores discos no son más que reducciones de un instante preciado. Armada con una guitarra, tres instrumentistas y una serie de sampleos, la entrega de Toda la vida, un día fue total. Un paseo sucinto por Granada, por los pueblos sin tiempo del Mediterráneo, que en todo caso es el tiempo de lo indefinido, de lo que perdura en nuestro sistema límbico como un raspón de la infancia, un aroma a pino, el tañido nocturno de las cigarras. Pero llegar al final de ese viaje también es avivaruna pregunta no exenta de dolor, una inquietud kármica que moviliza a Pérez Cruz desde su debut discográfico y que nos atañe inevitablemente a todos: ¿Cómo se transita la muerte de un ser querido?

Si 11 de Novembre es a la vez fecha de nacimiento y huella de lo perdido, el duelo también codifica el inicio del quinto y último movimiento de Toda la vida, un día. En su concierto de Buenos Aires explicó que estaba dedicado a una persona muy cercana, y que su destino interrumpido era el que narraba 21 de Primavera, una baguala simple con base de bombo legüero. Claro que el dharma reformula esa duda y la acerca a la esperanza; la pregunta sería: ¿A dónde van las personas que amamos y que por una razón infranqueable no volvemos a ver? Quizás en esas estrofas breves, de ritmo temperado, como los latidos del corazón, esté boyando la respuesta.///PACO