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I. Benito

En su edición del 28 de octubre de 1935 la revista Time publicó en su portada una fotografía de Benito Mussolini junto a sus dos hijos, Vittorio y Bruno. En la imagen se puede ver a Benito parado en el medio con una mano apoyada sobre los hombros derechos de sus hijos, Bruno a la derecha y Vittorio a la izquierda. Los hermanos vestían el mismo uniforme negro con franja blanca. Las miradas de los tres hombres son serias, orgullosas. Son las miradas de unos hombres conscientes y convencidos del poder que consiguieron o que han heredado. Pero también son miradas que interrogan: ¿qué amor le pueda dar a sus hijos el líder de una nación, un imperio? ¿Cuál es el destino al que somete a sus hijos esa paternidad?

II. Vittorio

Vittorio Mussolini fue el primer hijo legítimo de Benito y su esposa, Rachele Guidi. Nació el 27 de septiembre de 1916. De niño, Vittorio le preguntó a su padre por qué le había puesto el nombre del rey. Benito le respondió que no era en honor al monarca de Italia, sino que el día de su nacimiento las tropas francesas habían vencido una importante batalla en la Gran Guerra.

Durante su primera infancia, en Milán y luego en Carpena, los hijos de Benito habían ido a distintas escuelas públicas de la zona. Vittorio decía que su padre era desconfiado respecto a la educación privada.

Benito siempre les recordaba:

“Prefiero que frecuenten las escuelas públicas: el carácter mejora al contacto de la variedad de tipos y el egoísmo innato de los niños se limita grandemente”.

III. Bruno.

Bruno Mussolini fue el segundo hijo reconocido de Benito y su esposa, Rachele Guidi. Nació el 22 de agosto de 1918 en Milán. Su nombre era un homenaje a Giordano Bruno, el astrónomo italiano que murió en la hoguera por insinuar la existencia de otros planetas. Por ese tiempo, Benito todavía era el editor del Il Popolo d’Italia. Días antes del nacimiento de Bruno, Benito había tenido que viajar a Génova para asistir a la ceremonia de la entrega de una batería “Battisti” que ofrecían a la patria italiana unos obreros de la casa Ansaldo. Ya se había perdido el nacimiento de Vittorio, dos años antes. Con la vocación de mando que latía en él, le había ordenado a su esposa que no diera luz hasta que estuviera de regreso. En sus propias palabras: “No quiero ser otra vez el último en enterarme”. Esa noche, en la estación de tren de Génova, el director del diario lo felicitó. “Es un niño” le dijo. 

IV. Vittorio.

Con la llegada de Benito al poder, la familia se mudó a Villa Torlonia, en Roma, sobre la calle Normentana. Los niños fueron inscritos en la escuela Torcuato Tasso. Vittorio y Bruno eran inseperables a pesar de la diferencia de edad. Rasgo que acompañaría la vida de ambos, transitando, muchas veces, el mismo camino, pero, sobre todo, los mismos peligros, los mismos filos.

Era muy común que Benito llevara a los dos niños a la ópera. Según Vittorio, Wagner era el autor preferido de su padre, pero, a pesar de su pasión romañola por la lírica, muchas veces era vencido por el cansancio y se dormía durante las funciones. Los niños, sentados delante, le servían de biombo. Vittorio contaba que Benito se divertía mucho si el público, en alguna premiere, daba muestras de impaciencia y silbaba.

“Sin los silbidos el teatro no progresa, aún cuando el público después cambie de opinión” le explicaba su padre.

V. Bruno.

Al poco tiempo de nacer, Bruno se enfermó de difteria y estuvo cerca de morir. Según la propia Rachele, la enfermedad de Bruno afectó a Benito más que “cualquier victoria o derrota política”. Durante días, Rachele había visto el rostro desfigurado e irreconocible de Benito por el miedo. No se movía del costado de la cuna de su hijo, el pequeño bebé con la cara negra, asfíctica, casi sofocada. Rachele había visto a Benito, el fundador de los Fascios de Combate, el hombre de acción de Italia, completamente paralizado ante un enemigo invisible, microscópico. Benito era sólo capaz de permanecer inclinado sobre la cara reseca del niño. Finalmente, el viejo doctor Binda, amigo de la familia que había curado a Benito de algunas de sus heridas de guerra, salvó la vida de Bruno.

VI. Vittorio y Bruno.

Benito permitió a sus hijos volar por primera vez cuando Vittorio tenía diez años y Bruno apenas ocho. Fue un breve vuelo sobre el lago Varese, a bordo de un hidroavión Macchi, piloteado primero por el famoso Sirtori y luego por Mario de Bernardi, en el apogeo de su fama como vencedor de una copa Schneider. Ese día, una de las primeras piezas del destino de ambos niños empezaba a tomar posición. La voluntad de volar había entrado en sus corazones.

VII. Vittorio.

En su primera infancia, Vittorio se empezó a volcar por la escritura. Antes de los diez años había escrito dos novelitas que le mostró a su padre y editado un periódico casero con la ayuda del hijo del portero, Lino Stazzi. El objetivo, juntar un par de monedas para ir al cine mudo. Sin demoras ni apuros, a los catorce años siguió los pasos de su padre como periodista. Primero, escribiendo pequeñas reseñas de jazz para la revista Il Disco, a cambio de que le obsequiaran los discos que comentaba, y luego, fundando junto a su compañero del Regio ginnasio-liceo Tasso, Ruggero Zangrandi, La Penna dei Ragazzi, una revista semanal que editaban para todos los adolescentes de Italia. Vittorio era el Director y Ruggero el Editor en Jefe. Su primer número contó con una tirada de cincuenta ejemplares y costaba veinte centavos de lira cada uno. La tirada fue de apenas unas copias, que el tío de Vittorio, Arnaldo Mussolini, reemplazante de Benito como editor de Il Popolo d’Italia, le imprimía para sus compañeros del liceo. 

VIII. Bruno.

En 1927, Bruno, de tan solo nueve años, estaba aprendiendo en la escuela las complicaciones gramaticales del modo imperativo en italiano. La profesora, para examinar si el niño había entendido bien la lección, le preguntó “¿A qué personas no se les puede mandar, dar órdenes?”, refiriéndose, claro está, a la tercera persona. Pero Bruno, sin dudarlo, respondió: “Hay dos personas en el mundo a las que uno no le puede dar órdenes, el rey y mi padre”.

IX. Vittorio.

Al tercer mes, La Penna dei Ragazzi pasó a seis páginas y una tirada de cien ejemplares.

Por esa época, el joven Bruno, de solo doce años, empezó a colaborar con la revista. Las letras, uno de los caminos que Benito había dejado trazado para sus hijos, era el primer lugar de encuentro de los hermanos.

Al año, La Penna salió con ocho páginas impresas regularmente en la imprenta Luzzatti en Corso Umberto, que se convirtió en un lugar de encuentro para los amigos de Vittorio. El periódico se enriqueció con ilustraciones y dibujos; dedicó columnas semanales a diversos temas: crítica de cine, de las cuales se ocupaban exclusivamente los hermanos Mussolini, rompecabezas, cómo coleccionar y guardar estampillas, calcio, tiras cómicas y cualquier otro asunto que sea de interés para los adolescentes de una Italia que se proyectaba al futuro. Primero trescientas copias, luego seiscientas, mil, dos mil quinientas. La publicación adquirió escala empresarial y nacional. “El periodismo es vida” había dicho Vittorio alguna vez.

X. Vittorio y Bruno.

En 1933 los hermanos partieron desde Nápoles en el vapor Francesco Crispí directos a la colonia en Eritrea. Durante una cena en la casa del gobernador, los hermanos conocieron al periodista y aviador Beonio Broccheri, que había llegado a Asmara piloteando su biplaza Caproncino a pesar de no ser, todavía, un piloto muy experimentado. El raid entusiasmó la mente juvenil de los jóvenes y reavivó sus recuerdos del vuelo sobre el lago Varese. Ese día Vittorio decidió que apenas regresara a Italia le pediría permiso a su padre para aprender a pilotear. Tenía solo diecisiete años.

Benito dio el visto bueno y Vittorio asistió dos o tres veces por semana a Centocelle del Norte, a las afueras de Roma, para seguir las lecciones que le impartía el Mayor Angelo Tessore. Según Vittorio, su padre seguía con atención sus progresos, mientras que su madre, bastante preocupada, se mantenía en silencio. “Los hijos no vuelan. Los hijos no tienen alas” le había dicho algún día sin éxito. Bruno, por su lado, admiraba a su hermano y ya empezaba a soñar, con paciencia, con el momento de cumplir diecisiete años para aprender a volar también.

Cuando Vittorio obtuvo su licencia era el piloto más joven de Italia. Benito asistió a Centocelle el día de las últimas pruebas y, superadas éstas, colgó en el pecho de su hijo mayor, su primer varón, el águila con las alas desplegadas, insignia de la aviación italiana. 

“Estoy orgulloso de vos” le dijo su padre al oído, “volar es hoy una necesidad del hombre moderno, y feliz vos que sos tan joven y podés gozar de ello ampliamente”.

XI. Bruno.

En septiembre de 1935, Benito firmó la licencia de aviación de Bruno y abrazó cariñosamente a su hijo. Igual que con Vittorio, colocó las alas doradas en el traje de Bruno, tras ver con orgullo cómo triunfaba en sus pruebas en el campo Centocelle. Bruno, que había cumplido diecisiete años un mes antes, se convirtió al igual que Vittorio, en el piloto más joven de Italia.

Benito escribió en su diario:

“No se dirá que yo preparo a mis hijos para la vida cómoda. Cuando se está más arriba se tienen más deberes, no más derechos”.

Desde niño, había una sola cosa que Benito sabía bien de su hijo Bruno, que la velocidad era su Dios, o su demonio.

XII. Vittorio.

En el número I del año IV de La Penna dei Ragazzi, frente al interés de medios norteamericanos por la experiencia singular del periodismo juvenil italiano, Ruggero y Vittorio sintetizaron los objetivos de la publicación:

Nuestras meta es congregar a nuestro alrededor la mayor cantidad de jóvenes posible; hacer hablar a la generación que crece, en nuestras columnas con sinceridad y fuerza, y convertirse en el portador y el megáfono de todos aquellos que quieran oír y hacer oír su pensamiento y la voluntad de aquellos que tienen el derecho de vivir y morir por una Patria que jamás se ha sentido tan pagana de arte, latina de acción y Romana de fuerza como hoy. 

Un día, durante una reunión de redacción en Villa Torlonia, Benito irrumpió en el salón donde los jóvenes leían los textos del próximo número de La Penna, así como los originales que participaban de un concurso literario que habían lanzado, y preguntó por Ruggero Zangrandi. Vittorio, algo avergonzado, respondió: «acá está», y lo señaló. El Duce agarró a Vittorio y se lo llevó afuera. Le mostró tres o cuatro números de la revista subrayados con tinta verde.

“¿Sabes de quién son estas señales en verde?” le preguntó. 

“No sé, papá.” 

“¡Son del Papa!” 

Vittorio palideció. 

“El Santo Padre me ha mandado decir que encuentra interesante la publicación, pero algunas poesías y algunos artículos son demasiado avanzados en materia moral y política para los jovencitos. Procura mitigar el ardor de tus colaboradores”.

Vittorio volvió a la sala y le contó lo sucedido a sus compañeros. En ese momento, los muchachos, entre asustados y alegres, tal vez riendo, como era de esperar, se enteraron de que el Papa era uno de sus suscriptores.

XIII. Vittorio y Bruno.

1936 sería el año que volvería a unir a los hermanos en el mismo sendero que su padre, pero esta vez bajo el signo de la guerra. Al estallar la Segunda Guerra italo-etíope, Vittorio y Bruno le pidieron a su padre ser pilotos voluntarios. Benito, que esperaba este arrojo por la patria de sus hijos, les dio el consentimiento con un fuerte abrazo. Sabía que era un ejemplo para toda la nación italiana. Rachele quería dilatar la partida de Bruno, que tenía tan solo dieciocho años, pero frente a la decisión de su hijo no pudo oponer resistencia. 

El 24 de agosto, en una espléndida noche romana, partieron de Villa Torlonia. Su madre, conmovida, los había ayudado a hacer los equipajes y a darles tiernos e inútiles consejos de prudencia. Sus hijos iban a la guerra. Los adioses fueron sobrios recordaba Vittorio, como siempre había sido costumbre en la familia Mussolini. Benito los besó y los abrazó, según Vittorio, como hubiera hecho, de ser posible, con cada soldado, marinero, aviador u obrero que en aquellos días zarpaban hacia el África lejana. Era feliz de ver a sus hijos, ya hombres, con el bello uniforme blanco de los aviadores.

“Comportense como se debe, y saben, y escribanle con frecuencia su madre” fueron las únicas palabras de despedida del Duce. 

Él no les escribió ni una sola carta.

Bruno y Vittorio fueron asignados al escuadrón 14 de Quia sum leo, también conocido como Cabeza de León, de la Regia Aeronautica. La misión de los hermanos era pilotear los bombarderos que liberarían su carga mortal sobre los objetivos enemigos. Ambos hermanos se ganarían en la campaña de África Oriental, pieza inicial del Imperio de Italia, sus preciadas medallas de plata al valor militar por “participar desde el comienzo de las hostilidades en numerosas acciones de guerra, con un total de más de ciento diez horas de vuelo sobre el enemigo”.

Toda la familia fue a buscar a los hijos, ahora héroes, al aeropuerto de Littoria. La noche fue larga en Villa Torlonia, entre la cena y las charlas de sobremesa acerca de la guerra, el aire, el desierto y la muerte, pero, sobre todo, sobre el porvenir de Italia.

“Finalmente, los italianos tendrán tierra a su disposición para sus numerosos hijos y ya no emigrarán a países extranjeros, creando riquezas más para los demás que para ellos mismos. Un suelo ya no enemigo, sino con los mismos derechos que la madre patria, libre de la esclavitud, de sus feroces ras y gozando de una libertad verdaderamente romana” les había dicho Benito al recibirlos.

Esa noche, recuerda Vittorio, su padre estaba radiante y feliz como pocas veces lo había visto en su vida, pero que “sintió” que solo su madre era la única que realmente apreciaba el retorno de sus hijos, sanos y salvos, a su hogar. 

Al final de la noche, Rachel, un poco mareada, le dijo a sus hijos:

“Ahora están todos acá de nuevo, los veo y los escucho, los puedo tocar; pero ¿por cuánto tiempo más? Han partido muchachos y regresan, ustedes lo creen así, hombres hechos. Pero siguen siendo niños. ¿Qué harán ahora? ¿A dónde irán? ¿Tendremos alguna vez paz, estos benditos hijos, mi marido y yo?”.

XIV. Vittorio y Bruno.

En este punto, la historia de los hermanos se bifurca en caminos paralelos, levemente similares: después de la guerra, la familia, y su forma de reproducción, eran los pasos a seguir para los hijos del hombre más importante de Italia. El 6 de febrero de 1937, en lo que fue una ceremonia sencilla, Vittorio se casó en la iglesia de San José con la argentina Orsola Buvoli. Según recuerda Vittorio, el generalísimo Franco le mandó como regalo de bodas una pitillera de oro. La pareja se fue de luna de miel a Trípoli y luego, manejando por la costa del mediterráneo africano, hasta Alejandría de Egipto y El Cairo. En enero de 1938, llegó su primer hijo, bautizado por orden de Benito como Guido. Ni Vittorio ni Orsola supieron jamás en homenaje a quién. En noviembre del mismo año, Bruno se casó en Roma con Gina Ruberti, hija del ministro de Educación de Arte Contemporáneo. En marzo de 1940, Gina dio a luz a su única hija, Marina.

La alegría era mutua. Los hermanos nunca necesitaron confidencias habladas, porque siempre habían vivido, volado y luchado juntos, no necesitaban palabras para expresar sus sentimientos.

XV. Bruno

Bruno continuó volando y luchando, o luchando y volando. El aire se había vuelto su su ecosistema, la guerra su trabajo y la velocidad su adicción. Para Benito, Bruno había nacido para volar. Había hombres que tienen alas y Bruno era uno de ellos. En 1937, Bruno le pidió permiso a su padre para marchar como voluntario a España. Deseaba combatir contra los bolcheviques en la Guerra Civil Española. Fue asignado a Palma de Mallorca. A los diecinueve años estaba participando de su segunda guerra. Pero la aventura duró poco. Franco, a pesar de estar impresionado por el valor de Bruno en las operaciones militares, convenció al Duce de que repatriara a su hijo. Se esperaban feroces represalias, y no menores exigencias, en el caso de un aterrizaje forzoso y una captura por parte del enemigo. Bruno volvió molesto, pero la revancha estaba cerca. Al volver decidió hacerse piloto militar.

Vittorio recuerda las manos de su hermano:

«Las manos de Bruno eran manos de piloto: robustas, duras, anchas, dominadoras, sensibles”.

XVI. Vittorio

Mientras Bruno se entregaba en cuerpo a las armas y al aire, Vittorio siguió el camino del arte, del cine. Su interés era ver florecer al cine italiano y que lograra adquirir la estatura y el desarrollo de las películas americanas. Tras la construcción de los estudios de Cinecittá, la conquista de los mercados extranjeros era el salto que el cine italiano necesitaba para asegurar su independencia de las ayudas gubernamentales. Vittorio tampoco abondonaría el periodismo, estaba a cargo de la sección de cine de Il Popolo de Italia, por mil liras al mes, y fundó y dirigió la revista Cinema, donde aparecieron, también, los primeros textos de Luchino Visconti. A la par llegaron sus trabajos cinematográficos. Produjo L’orologio a cucù, con Vittorio de Sica. Luego, a partir de un tema suyo, llegó Luciano Serra, piloto, con la consagración absoluta de Amadeo Nazzari como protagonista masculino, y con guión de Roberto Rossellini, dando sus primeros pasos en el cine italiano. A partir de la amistad que trabó con Rosselini, saldría Un pilota ritorna, ópera prima del director y firmada por un tal Tito Silvio Mursini, anagrama de Vittorio Mussolini. 

Benito seguía con simpatía la actividad cinematográfica de Vittorio y un día lo aconsejó de que se abstuviera de realizar filmes de propaganda:

“En Italia se han hecho sólo dos films de fondo fascista: Vecchia Guardia, de Blasetti, y Camicia Nera, de Forzano; su parcial éxito te dice hasta qué punto el pueblo no soporta la propaganda oficial. Creo que ni siquiera los rusos se divierten viendo en la pantalla al héroe stajanovista mientras produce toneladas de lingotes de acero, olvidando besar a la propia novia.”

XVII. Bruno.

Volar era para Bruno una misión, una alegría y un deber. Su santo y seña, su devoción salvaje. Siempre más adelante, siempre más arriba. Según Benito y Vittorio, en su vida puso en práctica una sola fórmula «vivir peligrosamente». Así, llegó su primer vuelo a gran distancia: la carrera Istres-Damasco-París. El trayecto sumaba un total de 6190 km. Tres aviones italianos modelo Savoia-Marchetti S-79. participaron de la carrera. Los tres también fueron los primeros en llegar a Le Bourget, a las afueras de París. Bruno estaba a cargo del tercero.

XVIII. Vittorio.

En 1937, Vittorio conoció al productor de cine de Hollywood, Hal Roach, que, según las palabras del hijo del Duce, era un viejo zorro, prototipo del americano del Norte: gran trabajador, optimista, de buen carácter y católico. Con el objetivo de producir filmes entre Italia y la Metro-Goldwyn-Mayer, Roach invitó a Vittorio a una gira por los Estados Unidos. “Serás el primer Mussolini que apoya los pies en América” le dijo Benito antes de partir. Pero todo salió mal, la prensa Hollywoodense, cooptada, según Vittorio, por el “cripto-comunismo”, saboteó con una violenta campaña de prensa el acuerdo Roach-Mussolini. La MGM no dudó en retirarse. A pesar del fracaso comercial, Vittorio pudo recorrer los estudios de la Warner y Fox, donde pudo conocer a Tyrone Power y estrechar la mano de una joven Shirley Temple. En los estudios de Hal Roach, apenas le alcanzó el tiempo para rodar un breve sketch con Ida Lupino, que iniciaba su carrera. Vittorio quedó fascinado por el “excelente material técnico, el matemático plan de trabajo, la perfecta la disciplina y los horarios. Al arte y la cultura, con frecuencia no se les veía; pero se tenía la seguridad de que la máquina hollywoodiana funcionaba poderosamente, era rica y estaba encuadrada como una industria Ford”.

Cuando estaba por partir de vuelta hacia Italia, Vittorio recibió una invitación, venía de la Casa Blanca. El presidente Franklin Delano Roosevelt quería conocerlo en persona, contrariando, así, a la opinión pública que aconsejaba evitar cualquier encuentro entre el jefe de estado y el hijo del dictador fascista, enemigo de la democracia. 

En Washington conoció a Hoover y los archivos del FBI, donde pudo comprobar, con alegría, que los gangsters italianos “no eran los más numerosos ni los más peligrosos”. 

En la reunión, Roosevelt le pidió a Vittorio que le comunicara a su padre sobre la posibilidad de una reunión entre ambos mandatarios en el mar. 

Vittorio le prometió que hablaría con su padre.

Dicha reunión nunca sucedió. Hitler y Mussolini estaban por firmar el Pacto de Acero.

Al volver a la embajada de Italia, Vittorio se encontró con una carta encabezada con una gran águila y las palabras “White House”. La fecha, 13 de octubre de 1937:

“My dear Mr. Mussolini, I cannot tell you how lovely your red roses were and how kind I think you are to send them to me. We enjoyed very much having you and I hope that your visit to this country will be very pleasant. Very cordially yours. 

Eleanor Roosevelt.”

XIX. Bruno.

Para Bruno era el momento del próximo desafío: volar de un continente a otro sobre los vastos espacios del océano y convertirse en un piloto “Atlántico”. Una travesía que uniría Roma con Río de Janeiro. Una empresa de 11.000 km. 

Bruno había definido las bases de la odisea con rigurosidad:

«Serán tres los aparatos que, en formación de patrulla, despegarán del campo de Guidonia y llegarán a Río de Janeiro haciendo escala en Dakar y en Puerto Natal. Las características de este vuelo serán las de una velocidad excepcional, pero, sobre todo, es importante el hecho de que los tres aparatos utilizarán las bases existentes tal como están dispuestas, sin valerse de ninguna forma especial de asistencia. Se trata, en fin, de una nueva afirmación de la industria italiana en serie y del valor de nuestros pilotos”.

Benito estaba orgulloso. Sabía que la pasión del aviador se alimentaba constantemente por un instinto de superación y de progreso.

La travesía fue un éxito que emocionó a italianos de todo el mundo, desde Trieste, hasta Río de Janeiro y Buenos Aires. El propio D’Annunzio le escribió al Duce unas líneas sobre el augurio que significaba para el Imperio de Italia la posibilidad de unir Europa con América:

“Desde hoy tu Italia hace una realidad viva y activa de lo que un día fué un presagio lírico, un augurio desmesurado. Tu Italia hace de todos los océanos un océano solo enaltecido por un único nombre: «Océano heroico». No tiene límites sino los del mundo entero, en los de la potencia italiana y de la voluntad italiana”.

Aquella tarde, Benito volvió de los campos de esquí del Terminillo, desde donde había seguido el vuelo a través de las comunicaciones radiotelegráficas de a bordo. Para celebrar el éxito de su hijo y de la aviación italiana descorchó una botella de espumoso.

Al regreso, Nápoles los acogió con una inmensa muchedumbre. El propio Benito fue a recibirlos a la estación de Roma. En Villa Torlonia lo esperaban Vittorio y su madre. 

Benito escribió escuetamente en su diario esa noche: 

«Ha vuelto Bruno». 

Más tarde, muchos años después cuando el recuerdo era solo dolor, agregaría:

“Habías vuelto de un gran vuelo. Habías dominado los espacios y, sin embargo, tus ojos tenían la sencilla limpidez de los de un chiquillo”.

Rachele, su madre, como siempre, disimulaba su alegría refunfuñando en dialecto romanólo; para ella estaba claro desde la tierna infancia que los Mussolini eran un poco locos, siempre dispuestos a romperse la cabeza, y que ella era la víctima inocente de su locura colectiva.

Tras el éxito del vuelo, Bruno fundó Líneas Aéreas Transatlánticas Italianas. La empresa buscaba unir con vuelos semanales Roma, Sevilla, Lisboa, Villa Cisneros, Isla de Sal, Pernambuco, Rio de Janeiro y, más adelante, Buenos Aires. Bruno fue nombrado su director general. 

La inauguración de la ruta postal tuvo lugar en la víspera de navidad de 1939. Pero sin éxito. Durante el vuelo un aparato dejó de transmitir noticias. Se pusieron en acción todos los medios para conocer lo sucedido. Por la noche, llegó la noticia del accidente en el que, entre otros, había perecido el Coronel Massai. Benito recuerda que el rostro de su hijo se cubrió con un velo de tristeza. Bruno miró a su padre y le dijo: «el destino quiere que toda nueva empresa exija un tributo de sangre. Pero continuaremos. Se necesita mucho valor e infinita paciencia».

XX. Vittorio

El 1 de junio de 1940, tras el estallido de la Guerra en toda Europa, Vittorio recibió un gran sobre amarillo con el membrete del Ministerio de Aviación. Al abrirla, encontró el llamado a las filas: debía presentarse en las próximas cuarenta y ocho horas en el aeropuerto de Centocelle del Norte para el adiestramiento. Siendo de la reserva, y sin haber luchado desde la guerra con Etiopía, le faltaba entrenamiento. Antes de ingresar, pasó por Villa Torlonia para avisarle a su padre del alistamiento. Benito no se sorprendió y le preguntó solamente acerca de dónde había sido destinado. Bruno, residente en Guidonia, ya mandaba una escuadrilla de S. M. 79.

Benito le dijo: “Manteneme informado todos los días de tu actividad en Centocelle y de lo que sucede en la sección”. Vittorio le pidió, como único favor, que, una vez acabado el período de adiestramiento, dijera al Ministerio que lo trasladaran al grupo de Bruno. En el aire se podía palpar cierta euforia; y a pesar de que ambos hombres procuraban esconder sus sentimientos, la conversación estuvo atravesada por silencios significativos.

Luego del adiestramiento, Vittorio partió para Ghedi, donde lo esperaba Bruno. Orsola estaba embarazada de su segundo hijo.

XXI. Vittorio y Bruno.

A finales de agosto de 1940 Vittorio y Bruno recibieron la orden de trasladarse a Sicilia. Iban a entrar en acción. La guerra, otra vez, unía a los hermanos. La sangre, las armas, las letras. No había campo de las experiencias que el siglo XX tenía para ofrecer que no hayan transitado juntos. Su primera misión fue bombardear Malta. A cinco mil metros los aeroplanos se sostenían a duras penas y resbalaban en el aire; desde abajo los cañones antiaéreos ingleses vomitaban granadas. La impresión que tuvieron los hermanos Mussolini era la de volar sobre el infierno. 

A la tarde, los hermanos recibieron una llamada desde Roma. Era el Duce. Vale la pena reproducirla entera:

Atendió Vittorio.

“Sé que volaron sobre Malta” le dijo Benito. “¿Cómo les fue?”

“Bien, papá, por lo menos eso creo”. 

“¿Disparaban mucho?”

“Sí, papá”.

“¿Están contentos?”

“Mucho, papá”. 

“He telefoneado a mamá y a sus familias para tranquilizarlas. Están todos bien y les mandan saludos. No se olviden de escribir”. 

“Gracias por la llamada, papá. Bruno está al lado mío y te quiere saludar”. 

“Hola, papá” dijo Bruno. “No te preocupes por nosotros, estamos muy bien y todo está en su punto. Saludos a todos. Adiós, papá”. 

Fué la primera y única llamada que hizo Benito a sus hijos en el frente de guerra: nunca más, ni siquiera por un minuto, ocupó las líneas telefónicas del Estado para asuntos familiares.

XXII. Vittorio y Bruno.

Luego de un período de relativa calma, empezó la guerra con Grecia. El nuevo objetivo de los hermanos era el aeropuerto de Tatoi, en los alrededores de Atenas. Bruno iba con su grupo en formación y Vittorio en otro. El motorista de Vittorio, disparando desde las ametralladoras de popa a toda cinta, le pareció haber abatido uno de los caza PZL griegos. Desde la radio griega se afirmaba haber derribado un avión italiano, precisando que a bordo del mismo volaba Bruno Mussolini, hijo del Duce. Vittorio sintió un agujero dentro suyo, tan grande como el aire sobre el que había volado. La noticia, por desgracia, era cierta, un avión de los suyos había caído en combate. Sin sobrevivientes. Pero no era el de Bruno. Por la tarde, los hermanos se reunieron y lanzaron los tradicionales conjuros para espantar las falsas noticias y bebieron y brindaron por los compañeros caídos.

Vittorio recuerda que sus pérdidas eran cada vez más frecuentes y las sillas vacías en las mesas, más numerosas. Muchas madres italianas habían entregado hijos que no iban a volver.

“Avanti!” se escuchó cuando golpearon sus vasos

XXIII. Bruno.

Bruno pensó que era necesario dar un salto de calidad en la aviación militar italiana. Necesitaban mejores aviones. Más grandes. Más poderosos. Más mortales. Una escuadrilla nueva de bombarderos de gran radio de acción, que hicieran posible alcanzar y atacar por sorpresa lo más lejos que la autonomía permitiese las bases navales, terrestres y de aprovisionamiento del enemigo. Su experiencia en las carreras áreas de largas distancias y como director de LATI, dominando desde Italia hasta Brasil sobre el Atlántico, lo empujaban a buscar un avión que permitiera extender desde el cielo la victoria italiana. Obtenida la autorización del Ministerio, Bruno reunió, entre los que quedaban vivos, al personal más capacitado de su división, Vittorio incluido. Los hermanos se trasladaron a Pisa, donde estaban siendo construidos los nuevos bombarderos cuatrimotores de largo alcance Piaggio P.108 B., que buscaban emular el poder de las “fortalezas volantes” norteamericanas.

Bruno colocaba en primer lugar al Duce, por encima de todo. Tenía por el Duce una devoción y una admiración insuperables. Un pensamiento del Duce no había ni que discutirlo: lo consideraba un axioma. Todo razonamiento era inútil. Quería hacer aviones que le entregaran el triunfo a su padre, como un tributo, un agradecimiento por darle la vida.

XXIV. Bruno.

En Pisa, los hermanos se instalaron en el Hotel Neptuno.

La mañana del 7 de agosto de 1941 los hijos del dictador salieron temprano del hotel, cuyas ventanas daban a las orillas doradas del Arno. Era un día soleado, radiante. Armado para una tragedia en una tierra trágica.

Bruno había tenido un sueño extraño y se lo comentó a Vittorio en el auto.

“Soñé que me encontraba en Moscú. Invitado por Stalin fui al Kremlin, que, en vez de ser de piedra, estaba todo construido de madera. Stalin me recibía en una cámara con paredes lisas de madera. Parecía una enorme caja. La propuesta que me hizo el dictador comunista me sorprendió: debía quedarme en Rusia como piloto personal suyo. Yo, naturalmente, la rechacé, a pesar de su cordial insistencia, y cuando me dirigía a la puerta para marcharme me di cuenta de que la habitación no tenía salida. Con toda mi fuerza golpeé con los puños en los tableros de las paredes, pero sin resultado. Stalin me miraba sonriendo… Continué golpeando y, en aquel momento, me desperté… ¡Mi asistente estaba llamando a la puerta para despertarme!”.

Los hermanos rieron sin saber, tal vez, que había un presagio.

En el aeropuerto las cuatro hélices gigantescas, titánicas, del P.108 ya giraban alegremente, felices, expectantes del vuelo. Bruno escuchaba atento el zumbido de los motores mientras se vestía con el mono de vuelo. 

Vittorio se perdió el despegue. Como era oficial de día tenía que ocuparse de las necesidades de la división y el incesante papelerío que la burocracia fascista imprimía con incesante disciplina. Finalmente salió al sol, pero no vio nada.

Solo aire, vacío, indiferente.

Una decena de minutos después vio a lo lejos, detrás de los hotelitos del mando del aeropuerto, pasar la silueta del P. 108 perdiendo altura a gran velocidad. A continuación, el avión se hundió detrás de los edificios, tragado por el horizonte. Nunca más volvió a aparecer en el aire, que seguía vacío e indiferente.

Pasaron pocos segundos, que para Vittorio fueron eternos.

Montó en su bicicleta y atravesó el campo en diagonal. Surgían automóviles de todas partes, mucha gente iba en la misma dirección. Pedaleaba como un desesperado, obsesionado con un solo pensamiento: encontrar a su hermano y a sus compañeros vivos. 

Pasó a través de varios barrios de Pisa, donde la gente continuaba haciendo, ignorante, sus labores cotidianas. 

La tragedia, el sol y lo cotidiano le daban un aspecto irreal a la situación. El avión de Bruno, el piloto de tres guerras, del atlántico, de las carreras, hundido, perdido. Pero como buen artista, Vittorio entendía, lamentablemente en primera persona, que lo más cotidiano, lo más común en la vida de los hombres, era la tragedia.

En la escena del accidente, con el avión partido, Vittorio esperaba encontrar algo de alivio en los rostros de las personas que se reunían para ver el espectáculo desastroso. Pero una campesina con las manos en la cabeza y los ojos llenos de lágrimas le arrebató la última esperanza. 

Corrió hasta Bruno que estaba en los escombros sangrando con violencia por la cabeza. Le quedaban tres palabras por decir antes de abandonar este mundo:

“Papá. El campo”. 

Vittorio en ese momento, el momento definitivo de su vida, con el cuerpo de su hermano en brazos, rodeado por las ruinas del avión y las llamas que se confundían con el brillo cegante del sol de la Toscana, entendió algo: a los hermanos los unen dos cosas, la sangre o la guerra, y en su caso ambos, pero los separa la muerte.

Bruno tenía 23 años y 23 años tendría para siempre.

XXV. Bruno.

Benito estaba en Roma cuando recibió la noticia. Eran las once cuando un colaborador se le acercó corriendo en el Palacio Venecia:

“Bruno ha caído y está muy mal, hace poco, en Pisa”.

“¿Ha muerto?” preguntó.

“Sí” le respondieron.

Cuando llegó Benito de Roma, Vittorio se sentía culpable de seguir vivo. Culpable de no haber volado él. El hermano mayor. ¿Cómo le diría a su madre que no había cuidado a su hermano menor?

En la blanca habitación, con la frente vendada, con su azul uniforme de capitán, Bruno parecía dormido, pero Vittorio no se dejaba engañar, Bruno estaba irremediablemente perdido para él, para su madre, para su padre, para sus hermanos y para la nación italiana. Recordó las palabras que su padre le dijo antes de la guerra: “no creo en la paz eterna si no es después de muerto”. Bruno había conseguido la paz eterna. Pero la guerra seguía. Y todavía faltaban muchos sacrificios, regar muchos campos con la sangre de los hijos de Italia. Vittorio lloraba. Se sentía como un cojo al que le faltaban las muletas. Con Bruno se iban los años más felices de su vida. Había perdido a su compañero de infancia, de vuelos, de armas, de escritura, de vida. En la habitación del hospital Benito se acercó al cuerpo de Bruno y le besó la frente, luego permaneció en pie mirándole como si en torno a él no hubiera nadie más, como si el mundo se hubiera reducido a un cuerpo con vida y otro inerte. Se inclinó sobre él, como cuando era un pequeño bebé enfermo de difteria. Lo llamó. Era su hijo. “¡Bruno! ¡Bruno mío! ¿Qué ha pasado?” Le parecía imposible verlo así. No podía creerlo. Bruno había desafiado a la muerte durante tres guerras, las había afrontado en ochocientas treinta y cinco horas de vuelo; sobre los montes, sobre los mares, sobre los desiertos, sobre los océanos; de noche, de día, en todo tiempo. Benito sabía que no pensaba morir así. Estaba seguro de que su deseo era morir en el campo de batalla. Benito escribió en algún lado: “pero el destino ha sido cruel contigo como con muchos otros grandes pilotos transatlánticos. Con sus súbitas insuficiencias, la materia se venga del espíritu”.

Media hora después rindió los mismos honores a los otros dos caídos, el teniente Francesco Vitalini Sacconi y el sargento motorista Angelo Trezzini. Luego fue a visitar a los heridos que, ansiosos y sin noticias desde el accidente, le preguntaron cómo estaba el “comandante” Bruno, y él les respondió: “Bruno está bien, ya está fuera de peligro”.

Una vez en la tumba familiar, y frente a la multitud de campesinos y diplomáticos extranjeros que asistieron a rendir homenaje a Bruno, Benito les dirigió, conmovido, unas breves palabras: 

“Señores, les agradecemos profundamente haber rendido homenaje a un soldado italiano”.

Vittorio acompañó a su padre dentro del mausoleo. Estaban los dos solos, los muertos y los vivos en una última reunión.

Benito permaneció algunos minutos en meditación, y luego, como si hablara consigo mismo, murmuró: “Feliz Bruno, no sufrirá ya y ha muerto en el momento justo. Joven, continuará viviendo en nuestra memoria y en la de quien le ha querido. Yo también quisiera morir así, inesperadamente”. Después, dirigiéndose a Vittorio, añadió: “Acordate bien, acá —y señaló a un espacio vacío entre las tumbas de su padre y de su madre—, acá deberé ser sepultado yo también”.

Vittorio nunca olvidó esas palabras, ni ese pedido.

XVI. Vittorio.

Al finalizar la guerra, y tras la muerte de su padre, fusilado por Walter Audisio que con un solo disparo puso fin a la vida de Benito Mussolini y a la República Socialista Italiana, Vittorio escapó clandestinamente hacia Argentina con su esposa e hijos. Volvió a Italia en 1967 donde viviría hasta morir en 1997. Tenía 81 años. Vittorio Mussolini está enterrado junto a su padre y su hermano en el cementerio familiar en Predappio.

XVII. Benito.

Tras la muerte de Bruno, en 1942 Benito escribió el libro Parlo con Bruno, como un homenaje a su hijo caído. El libro tiene una sencilla dedicatoria:

“A Marina, para que, un día, conozca a su padre”.

Al momento de escribir el libro, Benito recuerda que Marina tenía apenas dieciocho meses y no sabría lo sucedido hasta muchos años más tarde.

“Tiene todas tus facciones” le escribe Benito a un hijo que no puede leerlo, “Es la continuación de tu vida. Lleva tus ojos, tus cabellos, tu sangre. Quizás lleva también tu temperamento. Mirándola todavía te miro”.

En el libro, Benito recorre el cuarto de su hijo muerto en la casa de Villa Torlonia en último piso, a la izquierda, la habitación que estaba vacía y que para siempre iba a quedar así.

La define como “el cuarto de un soldado”.

En ella encuentra los objetos marcados por su hijo, recuerdos de sus cacerías africanas, su fusil, su casco colonial, sus discos de lírica y jazz, y, sobre todo, sus fotografías, tan próximas y desde su muerte cada vez más lejanas.

Encontró, guardada, la Medalla de Oro al Valor Aeronáutico que In Memorian le habían entregado a su hijo. Se detuvo un segundo sobras líneas finales:

«Aviador de tres guerras, voluntario en África y en España, cruzó en vuelo los desiertos y los océanos, consagrándose repetidamente al heroísmo en el breve transcurso de una juventud audaz, hecha de fe y de amor, de pasión y de batallas. Cayó en su puesto de combate con los ojos iluminados por la alegría del valor. Queriendo ofrecer mayores glorias a las Alas de la Patria, le dio la vida». 

Sentado junto a los tesoros de su hijo, Benito recordó aquella vez que le preguntaron al César sobre qué tipo de muerte prefería.

“La inesperada” contestó.

Al final del libro, Benito se despide, finalmente, de su hijo:

“Todo lo que yo he hecho o haré no es nada al lado de lo que has hecho tú. Una sola gota de la sangre que brotó de tu cabeza lacerada y corrió por tu faz empalidecida, vale más que todas mis obras presentes, pasadas y futuras. Porque sólo es grande el sacrificio sangriento; lo demás es materia efímera. Sólo la sangre es espíritu, solamente ella importa en la vida de los individuos y de los pueblos: la púrpura de la gloria únicamente la da la sangre.”

Y se pregunta:

“¿Cuánto tiempo pasará todavía antes de que yo baje a la cripta de San Casciano para dormir junto a ti el sueño eterno?”////PACO

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