Por Alejandro Di Marzio
En el 2001 me fui de la Argentina. Viví en en España, y en Catalunya, en Italia, en Islandia y en Noruega. Mi último laburo antes de irme del país fue en la Caja de Abogados de la Provincia de Buenos Aires. De ahí en mas labure de mozo, lavaplatos, apilando reposeras en la playa, guardia de seguridad, instalador de estufas, pintor, peón de albañil, barman, cocinero, pizzero, repositor de supermercado, relaciones publicas en discotecas, en una demoledora, en la Cruz Roja española, en festivales de música, en un asilo de ancianos, en limpieza convencional, limpiando tanques en plataformas petroleras y, actualmente, en una empresa de galvanizados.
Al principio extrañaba horrores; y dejando de lado la obviedad de los afectos, a medida que pasa el tiempo uno se se va sorprendiendo de las cosas que puede llegar a ir extrañando. Cosas más bien básicas, nada retorcidas. Intentare graficártelo con algo que escuche de una señora retornada luego de muchos años, ella dijo “que se reconocía en todo lo que tocaba, hasta en los arboles. Todo lo que tocas es tuyo”.
En un momento alquilé una habitación en un departamento frente al puerto de Reykjavik. El depto tenía dos dormitorios y un comedor grande; en uno vivía una mujer alemana de unos 45 años que en verdad quería ser un hombre y el otro dormitorio (el que luego me correspondería) estaba destinado a sala de recreación para sus dos gatos. Cabe destacar que ella pagaba el mismo importe por su habitación que por la de sus gatos. Los gatos eran hermanos, una hembra y un macho, el cual estaba castrado. Cuando llegue, los gatos pasaron a ocupar el comedor (y pagaban por el comedor) y yo me quede con su sala de juegos. Lo que sucedió después fue una lenta guerra territorial por los espacios entre animales y humanos. En dos oportunidades, la gata (siempre era la gata, aunque en primera instancia enviaba al malogrado gato en función de emisario) me meó el colchón y el acolchado ante mi descuido de ir al baño y olvidar cerrar la puerta del dormitorio. La alemana reía entre dientes ya que hacia poco días nos habíamos trenzado cuando yo traslade la mugrienta caja donde los felinos hacían sus necesidades de la cocina al comedor, ya que en la cocina no se podía transitar descalzo por las innumerables piedritas llenas de mierda. Luego clausuré la puerta del comedor con un mueble y coloque sobre él un cartel que decía “Caution! Toxoplasmosis!”. Al ver la puerta bloqueada y el cartel, la alemana se descontroló a tal punto que tomo tres pasos de carrera y me pegó en el pecho con ambos puños en un acto en el que parecían estar implicadas todas sus fuerzas; al principio, ni me inmute (ni me movió), pero instantes después (al ver su cara de odio junto a la mía) la aparté hacia un lado, le pegué una trompada a la pared y casi me rompo todos los dedos. Al lado nuestro, observaba la acción una amiga junto a un perro Gran Danés, lo que hacía más pintoresca la escena. Luego, al menos por dos días hubo paz y al tercero, después de trabajar doce horas y llegar a mi habitación (la cual estaba cerrada) encuentro que mi colchón y edredón estaban meados artísticamente. Enseguida fui a la habitación del alemana a descargar mi ira y no estaba. Tengo que confesar que estuve a punto de arrojar a uno de sus gatos por la ventana pero opté por irme a dormir. Di vuelta el colchón, abri la ventana de punta a punta en esa Islandia invernal y me tape hasta la cabeza intentando no pensar más en el asunto. A las pocas horas me levanté tiritando de frío y volví a su habitación a descargar mi ira y no estaba. Instantes después, cerré la ventana e intenté dormir hasta que el olor a pis de gato comenzó a generarme arcadas y en un acto de mero instinto (y posterior vergüenza), me dirigí por tercera vez a la habitación de mi compañera de morada y al constatar nuevamente que no estaba, comencé a mearle en círculos y de punta a punta toda su cama. Juro que en el mismo instante que di lugar a la acción, quise revertir aquella triste situación, pero ya era demasiado tarde. Al día siguiente del nefasto hecho, los gatos abandonaron el departamento. Entre nosotros primero se desarrolló una tregua muda y después una amistad que aun hoy perdura. Ella me hizo replantear muchas cosas pero sobre todas la sexualidad. La fuerza física como único valor determinante en la diferencia de género. La fuerza y la carencia de real posesión; pues en las largas charlas que luego compartiríamos me confesaría que nunca podría llegar a sentirse completamente hombre por esa cuestión, y que las cicatrices que se desplegaban de un lado a otro de sus muñecas se lo harían recordar toda su vida.
Mis días en Bergen son apáticos. Terriblemente apáticos. Me levanto a las cinco y media de la mañana y entro a laburar en la fabrica de galvanizados sobre las seis cuarenta y cinco. Salgo a las quince treinta y ahí comienza mi tiempo libre, que empleo mayoritariamente en bibliotecas públicas, en caminar, y en reunirme con las pocas amistades que he desarrollado en estos casi nueve meses que vivo acá.
Tengo miedo a no tomar la decisión favorable en el momento determinado. La vida lamentablemente no se escribe en borrador. Tengo miedo a perder a cualquiera de mis grandes afectos sin tener la oportunidad de dejar todo claro antes de concluir este viaje que es la vida. Tengo miedo de que mi hijo no me recuerde lo suficiente. Tengo miedo a seguir poniendo el corazón sobre la mesa y que le apaguen un pucho encima.
Me da alegría pisar el césped descalzo, la naturaleza en todas sus formas, el sol en cualquier lugar y en cualquier contexto, hacer un dibujo junto a mi hijo, tener una charla frente a frente con mis viejos y seres queridos, un buen Malbec bajo las estrellas una noche de verano con olor a jazmines y tilos, los abrazos tardíos, y, a veces, me da alegría estar vivo.
Alejandro Di Marzio es escritor. Nació el 24 de marzo de 1976, en La Plata. Pasó su infancia en esa ciudad, en Colonia Sarmiento, en Chubut y en Santiago del Estero. Después se fue a Europa. Actualmente vive en Bergen, Noruega.